Por Paula Vázquez Prieto.
Aquí pueden leer críticas de: The Act of Killing (por Marcos Vieytes), La huella del Dr. Ernesto Guevara, Gracias a Dios es viernes e Hijos de las nubes, la última colonia (por Ignacio Izaguirre), Nosilatiaj. La belleza (por Soledad Bianchi), Gracias a Dios es viernes y El último quilombo (por Gabriela López Zubiría).
El Festival de Derechos Humanos, organizado por el Instituto Multimedia DerHumALC (Derechos Humanos para América y el Caribe), ya va por su 15° edición aquí en la ciudad de Buenos Aires. Según cuenta Florencia Santucho, la directora del festival, el interés por esta propuesta se remonta al regreso de su padre (Julio Santucho, hermano del ex líder del ERP, Roberto Santucho, asesinado por las Fuerzas Armadas en 1976) del exilio en Ginebra, donde conoció el primer festival de este tipo. El auge del documental en Argentina y toda América Latina a partir de 2002, explorando desde la inmediatez la salida de las crisis económicas y políticas que afectaban entonces al continente -y que dejaban fuertes testimonios en las calles- dio un nuevo empujón a una iniciativa que confirmaría cierta vocación por dar al testimonio audiovisual un espacio rutilante, no sólo por la necesidad de afirmar la importancia de la memoria, sino tal vez con el anhelo catártico de un aprendizaje, de cara hacia el futuro.
Con una amplia programación de cortos y largos documentales, tanto en competencia oficial como en las secciones Memoria, Miradas de Género o Migrantes y otras, las imágenes que emergen de una realidad cercana, y a veces personal, pero potente y concreta, han copado el centro de la escena. A ello se suman las varias exposiciones fotográficas que apelan al registro visual como forma de rescate o resignificación de pérdidas tanto físicas como simbólicas en un proceso de reconciliación con aquello que pesa sobre el presente e impide un distanciamiento que hoy se hace casi urgente e imprescindible. La exposición Ojo de Pez – Futuras Memorias -un proyecto de expresión artística e integración social a través de las artes visuales para adolescentes en situaciones de vulnerabilidad social, en el marco del Centro Conviven– o la instalación Rostros II de Pablo Tesoriere –ensayo fotográfico que busca generar conciencia de la pérdida a partir de los retratos de personas que han perdido a un ser querido junto a sus objetos representativos- son exponentes de una gesta política que va más allá de los contenidos –o mejor dicho, intenta no quedarse sólo en ellos- y empezar a pensar en las formas.
Es que la complejidad de la reflexión radica en empezar a preguntarse: ¿Cuál es la función, si es que la tiene o debería tenerla, del registro de imágenes cinematográficas documentales? ¿Por qué exponer en una sala abierta al público fragmentos de historias privadas, dilemas morales, hechos del pasado de una cultura o de un país? La tradición del registro de imágenes como testimonio del paso del tiempo y como respuesta urgente a las demandas de la realidad ha tenido una importante tradición desde los inicios del cinematógrafo de los hermanos Lumière. Esa fascinación inicial por el movimiento se transformó en la conquista de un poder inigualable que cobró nuevo protagonismo luego de finales de la Segunda Guerra Mundial. El cine de la posguerra, sobre todo a partir del neorrealismo italiano, debía saldar las promesas incumplidas de las vanguardias de entreguerras superando definitivamente la brecha existente entre arte y vida. Qué mejor que el cine para redefinir la identidad de un país como Italia, entonces atormentado por su compromiso con las fuerzas del Eje y destruido por los bombardeos durante la ocupación alemana.
El cine se convirtió en un perfecto instrumento de autoconocimiento y, como tal, permitió recuperar los lazos de solidaridad en el seno de una comunidad devastada. Hacer de la realidad un relato, fortaleciendo el vínculo íntimo entre el referente y la imagen que lo representa, se convirtió en un legado tan político como cinematográfico: “las imágenes son capaces de devolvernos la realidad en toda su densidad y plenitud”, decía André Bazin en la revista Cahiers du Cinema, en su famosa defensa del cine de Roberto Rossellini. Y con ello afirmaba que ese descubrimiento de la capacidad de revelación que tienen las cosas filmadas en su desnudez ha sido desde entonces la convicción de todo el cine moderno.
En América Latina, la apropiación del documental como herramienta de reflexión sobre la cotidianeidad ha sido una apuesta sostenida ya desde la explosión del Nuevo Cine Latinoamericano de la mano de Fernando Birri y el estreno de Tire Dié, allá por 1960. En consonancia con el Cinema Nuovo Brasilero, el Cine Revolucionario Cubano y otras experiencias similares en América del Sur, el documental ha conquistado un lugar esencial como diálogo con nuestra contemporaneidad donde se ponen en juego nociones como memoria e identidad. La mayoría de las películas exhibidas en el marco del un festival, que se autoexige “pensar el arte como arma de transformación social”, abordan ese potencial del texto audiovisual, ya sea en un recorrido íntimo guiado por la propia historia de los directores, o en una mirada más amplia, que excede esos límites individuales y se extiende a la relación con el contexto y sus pares.
El documental Gracias a Dios es viernes (Thank God It’s Friday, 2013) del belga Jon Beddegenoodts -presentado en la función inaugural para la prensa la semana pasada- aporta su mirada europea a la ya conocida cuestión de Medio Oriente, al exponer con astucia un conflicto de convivencia entre la pequeña comunidad palestina Nabi Saleh y el asentamiento israelí Halamish. Entrevistando a unos y otros, conviviendo a ambos lados de esas fronteras impuestas en una tierra que se reclama sagrada, el director y su cámara registran con paciencia los eventos de la cita obligada de los viernes: en pleno sabbat (día sagrado de la semana judía), los palestinos que han perdido sus terrenos a manos de los acaudalados ocupantes protestan frente a las murallas del nuevo barrio cerrado, con furia y piedras, mientras los militares los reprimen con gases y balas de goma. Disidencias políticas, ópticas religiosas, cuestiones económicas, todas ellas flotan en un aire viciado de odios y ardores, de paciencia y espera. Como narrador, Beddegenoodts asume una posición evidente frente a un conflicto irresoluble, sobre todo cuando muestra a los mismos colonos israelíes que aseguran vivir en el paraíso la contracara de ese disfrute en las imágenes registradas. La pregunta que nos queda es: ¿Verse a sí mismos protagonistas de una desesperanzada épica, tan sangrienta como ancestral, opera algún cambio, alguna transformación?
Como señaló Roberto Rossellini en 1963 cuando decidió abandonar el cine de ficción, “si queremos llegar realmente a comprender las razones profundas de las crisis que atravesamos, hay que volver a empezar el raciocinio por las cosas más elementales. Al término de la guerra nos encontramos en un desierto, no había quedado nada en pie. ¿Cómo consiguió el cine neorrealista con tal rapidez hacerse vivo e importante? Porque tuvimos el valor de mirar las cosas con ojos inocentes. Porque arrancamos otra vez de cero, sin preocuparnos mucho de filosofar sobre lo que habíamos pasado, sin pretender hacer poesía a costa del dolor sufrido. Porque había en nosotros una gran carga de sinceridad y porque se miraba y se describía, sin falsos intelectualismos, el horizonte que se abría a nuestro alrededor”. Queda abierto el debate sobre los futuros recorridos del documental, el tránsito de sus nuevas formas y las potencialidades políticas que eso genera de cara al cambio prometido. Y, sobre todo, si esta intensa efervescencia es un destello de lo que vendrá o su momento de apogeo.
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