Por Santiago Martínez Cartier.
La esperada segunda película de Shane Carruth, precedida por la ingeniosa Primer (viajes y paradojas temporales filmadas con más ambición que presupuesto), es despareja y hasta por momentos tediosa, pero, al igual que en su ópera prima, por extraño que parezca los conceptos de Carruth se imponen por sobre las imágenes concebidas para representarlos. El director no es un cinéfilo, es un desarrollador de software devenido realizador, y sus películas así lo demuestran.
El anti-clasicismo de Carruth no es una cuestión premeditada y experimental, sino casual, ya que no parece tener noción alguna acerca del cine clásico (o de ningún tipo, para ser precisos). El director no está atado a ninguna corriente cinematográfica y no se basa en los trabajos de ningún otro artista para sostener el propio, ni en lo narrativo ni en lo conceptual, lo que es moneda corriente en directores novatos (y no tanto). Por lo tanto, el resultado es tan interesante como desprolijo, donde los lugares comunes se ven desplazados hasta el extrañamiento.
En Upstream Color los protagonistas no son personas, sino gusanos y cerdos (¿que también son personas?), cuyas historias son narradas desde el comienzo por una hermosa secuencia, con tintes oníricos, en la que las palabras son accesorias e irrelevantes. Durante la primera media hora de metraje, que además es la más efectiva y encantadora, lo único que tiene valor son las imágenes. Valiéndose (tal vez inconscientemente) de ese esperanto fílmico que proponía Dziga Vertov al comienzo de El hombre de la cámara, Carruth regala una narración hipnótica, para dar comienzo a esta nueva obra de ciencia ficción naturalista.
La película cuenta, paralelamente, la historia de un grupo de estafadores que se valen de una sustancia segregada por un gusano, que tiene un efecto pseudo roofie (la “droga para violar”) pero que también remite directamente a la mitología vudú haitiana y al nacimiento del concepto de zombi, para realizar sus fechorías, y la de dos de sus víctimas que se encuentran por la vida (en realidad se ven inexplicablemente atraídos por una cuestión metafísica), comparten secuelas tras el hecho (del que no recuerdan nada) y encuentran confort el uno en el otro. A medida que un extraño personaje estafador, filosófico y perturbado, comienza a cobrar protagonismo junto con los ya mencionados cerdos, reminiscencias a Dormir al sol de Bioy comienzan a asomar, y nada es lo que parece…
En clave fantástica, la película versa sobre las libertades suprimidas del ser humano en una sociedad consumista y metódica, donde el enajenamiento es tal que los individuos pasan a cuestionar sus propios recuerdos, o hasta confundirlos con ajenos. Una alienación globalizada que atenta contra la funcionalidad psicosomática y sólo puede terminar de dos maneras: una epifanía redentora o la muerte.
Lamentablemente, luego de ese prometedor arranque, Upstream Color cae en largas secuencias sostenidas por diálogos sin suficiente fuerza (al contrario de Primer) que, combinados con el narcisismo de Carruth al ponerse él mismo en pantalla, vuelven endeble al relato, y la importancia y omnipresencia narrativa de las imágenes se ve desplazada. Como consuelo, los últimos diez minutos retoman ese ritmo vertoviano del principio, para dar un cierre satisfactorio a esta película fresca y desigual.
Upstream Color (EUA, 2013) de Shane Carruth con Shane Carruth, Amy Seimetz, Andrew Sensenig, Thiago Martins, Kathy Carruth, Meredith Burke, 96’.
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