“Lo perturbador”, dice uno de los entrevistados en el comienzo de Tras las huellas de Mengele (De Leone, Venturini; 2024), “es que cuando se le saca la piel de monstruo, es un humano como cualquiera”. Eso que se percibe a partir de los restos óseos, implica una dualidad que se plantea sobre la base de una historia conocida que coloca a Mengele en la cima de un sistema de exterminación. Pero que la palabra de Lea Zajac, sobreviviente del campo de concentración de Auschwitz refrenda (“La palabra Mengele era como pronunciar El Diablo”). Lea recupera la imagen ya establecida de Mengele cuando recuerda que seleccionaba la gente que le interesaba cuando llegaban los trenes con los judíos deportados al campo de concentración y que experimentaba especialmente con enanos y gemelos. Se vuelve más interesante cuando esa mirada se desplaza hacia algo más personal, derivado de su encuentro con el propio Mengele: el recuerdo de los dientes frontales separados y de las manos de pianista (“de araña venenosa” agrega cuando cuenta cómo le agarró la piel del brazo para decir su número grabado) está restableciendo esa dimensión humana que subyace detrás de la imagen pública construida desde su lugar en la estructura de poder del nazismo.
Esa persistencia de la imagen del criminal, del asesino, del sádico que experimentaba en cuerpos ajenos es tan poderosa –como construcción y como realidad- que produce un efecto que sintoniza con la decisión de los jerarcas nazis tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial. Si lo que producen allí es la invisibilización de la persona –y sobre todo de la percepción de que en una persona anida lo monstruoso- lo que permite es que la dispersión de esos jerarcas por el mundo –hacia territorios que percibían como seguros, en parte por la protección de algunos gobiernos, en parte por su lugar marginal en el mundo de posguerra- adquiera el mismo carácter. El que fue monstruo vuelve a ser una persona: la consecuencia es que la búsqueda del monstruo se volvía inútil porque ya no existía más, al desaparecer la estructura que lo colocaba en ese lugar. De esa manera, el cambio de nombre que solían asumir resultaba un reaseguro, pero no la primera estrategia. El documental lo plantea especialmente a partir de la llegada –y el posterior secuestro- de Adolf Eichman a la Argentina, pero lo profundiza con Mengele: borrar la historia previa, mantenerla en una nebulosa, convertirse en un ciudadano respetuoso, un vecino amable y reconocido del que no pudiera sospecharse su origen.
Es notable que ese carácter de invisibilidad resulta remarcado por los archivos que recupera el documental en una doble vía. Por un lado, por esos vecinos del barrio Eldorado de Sao Paulo donde Mengele vivió sus últimos años, a quien recuerdan como un vecino más, como un europeo que huyó de la guerra como tantos otros. Por el otro, por la comunidad judía que, consciente de esa estrategia de invisibilización, se inclinó a descreer que esos restos encontrados fueran los de Mengele. De esa manera, Mengele persiste como un elemento invisible, como algo que incluso después de su aparente muerte, no se deja ver. Como si el carácter monstruoso volviera a obturar el hecho de ser una persona, no se concebía, a mediados de la década del 80, que hubiera muerto y menos aún, en unas circunstancias tan poco dignas de su monstruosidad como haber sufrido un derrame cerebral mientras nadaba en el mar.
La perspectiva que asume Tras las huellas de Mengele, a partir de la guía del periodista Felipe Celesia –autor de “La muerte es el olvido” el libro que refleja la historia del Equipo Argentino de Antropología Forense- es la de entender el proceso que va desde la exhumación de los restos a su identificación posterior, como una forma de romper con esa barrera de visibilidad. Lo hace aún a costa de plantear la existencia de cuestionamientos éticos (aproximarse por primera vez a la identificación de los restos de un victimario con herramientas que eran utilizadas para identificar a las víctimas) que se formulan los responsables. Pero el peso simbólico de Mengele es tan significativo que se volvió instrumental (la mención a que renovó el interés por los crímenes del nazismo a la vez que ayudó al desarrollo de la antropología forense como disciplina). Si las víctimas hablan desde sus restos de la forma en que murieron, los de los victimarios ocultos en otros países, permiten reconstruir su verdadera identidad. “Para conocer los huesos hay que conocer su historia” se dice en un momento del documental. Es la historia de Mengele, reunida en archivos, lo que permite una serie de comparaciones que dan resultados positivos en una primera instancia. Fotografías, objetos –su sombrero, los anteojos que estaban enterrados en la misma tumba- se vuelven señales que proveen información que permiten establecer nuevos elementos de reconocimiento. El anonimato que Mengele persiguió –y obtuvo- durante toda su vida se disuelve tras su muerte. Es cuando una carta da una pista, cuando una fiscalía y un juzgado se disponen a investigar. Sobre todo, cuando se sale de aquella perturbación inicial y se comprende a la persona que vivió bajo la sombra protectora del monstruo que construyó.
Tras las huellas de Mengele (Argentina / Brasil, 2024). Dirección: Tomás de Leone, Alejandro Venturini. Guion: Tomás de Leone, Alejandro Venturini, Diego Fernández Romeral. Fotografía: Nicolás Pittaluga. Edición: Alejandro Venturini. Duración: 72 minutos.
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