A Violeta Urtizberea, que es de alguna manera una evolución del personaje de Jazmín Stuart en Fase 7 (Nicolás Goldbart, 2010), se la nota entre harta y preocupada. También decepcionada en su “son todos boludos menos vos”. Y con la paciencia colmada cuando el personaje de Hendler no paga la cuota del colegio de la hija de ambos. Hija que lo desprecia, además. ¿A él le importa? Hendler permanece en su sillón, aburrido, criticando a otros en Facebook con perfiles falsos, quizá al único que lo considera su amigo.
Violeta quiere ser parte de lo que sea que Hendler (no) esté haciendo. Pero ella no ve al tipo (Esteban Bigliardi) caer desde no sé cuantos pisos sobre un auto. A ella, este tipo, muriendo, no le dice “Keops” y ya sabe, como Hendler, cómo lo tiene que buscar en Google, ni a qué link entrar. Ella está claramente ocupada trabajando como para llenar un formulario para una estafa- piramidal o no- y, al instante, saberse observada por unos pibes que empiezan una extorsión con fotos trucadas.
Ella, se nota, quiere entenderlo, busca ayudarlo, a su manera. Pero es el mundo privado, masculino, infantil de Hendler el que lo absorbe y la rechaza. Cuando la acción salga de Belgrano, de donde –a lo mejor—no debió haber salido, ella lo va a seguir a él con el auto. Van a llegar a una especie de quinta o estancia. Un lugar donde hacen miel y desde donde opera una organización malvada. Ellos viven una aventura, ella un misterio. Un punto de vista que se resuelve con dos cachetazos y afuera. Ella finalmente se pudre de él. La intriga de ella, curiosamente, es la misma que la del espectador. Y cuando ella sale de la historia, la cosa deja de funcionar, porque lo que la expele a ella es lo mismo que termina por alienarnos a nosotros, espectadores, en última instancia. Porque lo que vive Hendler, con su amigo-no amigo Alan Sabbagh tiende a ser caótico, confuso, hasta indulgente por parte de su director y guionista. Entre las citas cinéfilas y las referencias a historietas retro, el gore y hasta ciertas dosis de absurdo, la trama se empieza a enredar, el punto se empieza a perder y, finalmente, el chiste autorreferencial del tercer acto termina siendo una resignación antes que un comentario ingenioso sobre la película en sí. Pero no es falta de pericia, claramente hubo una intención de no ahondar en ciertos temas. La preguntes es “¿por qué´?”
Y ese “por qué” despierta, lamentablemente, otros más. Por ejemplo:
¿Por qué la película que hace Sabbagh parece referenciar lo que sucede pero finalmente se desdibuja de la historia?
¿Por qué Belgrano es el espacio fundamental de la acción para resolverse en el campo?
¿Por qué a esta compañía de miel le interesa hacer eso con gente de ese barrio en particular?
¿Por qué apenas pasan la General Paz ya están en el campo?
¿Por qué Violeta lo sigue si no pasa nada con ella?
Hender, pasivo y apático, se siente observado, ya desde antes de esta red criminal. Lo observan – juzgan- su mujer y su hija. Lo mismo hace una figura misteriosa y sin rostro que pareciera ser él mismo en el baño, elemento que jamás es explicada pero quizás resulte -ponele- ¿culpa? Después será una versión más grande, los operarios del sistema K.E.OP/S en cuestión, manejados -se sugiere- por mujeres que toman el té. Té servido por Lamothe, que es indestructible cuando pelea con ellos, pero con estas mujeres, abejas reinas, está domado, castrado.
Ahí se atisba un tema detrás. No es la paranoia, que sí estaba más presente en Fase 7. Es el mundo masculino en oposición al femenino. Y es un mundo masculino de violencia -“yo digo que los caguemos bien a trompadas”-, lúdico, sin responsabilidad. Esta oposición con el de Violeta, responsable, mandona, que sabe lo que “hay que hacer”. ¿La otra mujer en la película? No sabemos si es la novia o la enfermera de Sabbagh, pero le pide a Hendler que no se acerque más a él. Básicamente, una madre que le pide que no jueguen más porque es una mala influencia. Hendler le da la historieta del hombre-auto. Sabbagh la agradece.
¿Sabbagh es Hendler? Porque, otra vez en un baño, Hendler se ve a sí mismo en él, a lo Brad Pitt y Edward Norton. ¿Todos los hombres son un mismo hombre? ¿Un hombre-niño juzgado por madres-esposas-cuidadoras? Esto pasa, de hecho, cuando uno le sugiere al otro matar (o “asustar”) con el auto al personaje de Rodrigo Noya, que proponía fingir para permanecer dentro del sistema. Es un sistema opresivo, controlador, y ellos no van a ser parte. Al menos, en su fantasía, donde el suicidio con el auto, o como sea, parece ser una mejor opción.
El mejor momento de la película, el más autoconsciente, es cuando se vuelve una suerte de Los Extermineitors con una vuelta más “cine independiente argentino”, como si fuera una suerte de retoma de los consumos populares y masivos para chicos que se reconvierten en las ansiedades de los cuarentones actuales; como si el Lamothe indestructible, que ya mencionamos, fuera tanto el ninja final con el que luchaban Emilio Disi y Guillermo Francella en aquellas parodias parasitarias (de otros consumos masivos) de la infancia, como una representación de los fracasos -o insatisfacciones – de la vida adulta.
Estos hombres frustrados, que buscan épica porque sus vidas no la tienen, que se vuelven badass a través de una fantasía de masculinidad infantil como si fuera Breaking Bad, son controlados, dominados, por estas mujeres misteriosas que parecen ser, todas ellas, una cofradía que, al fin de cuentas, es una estafa de control. Ellos, como mucho, pueden vencerse entre ellos. No van a entrar en ese caserón, no lo tienen permitido. Están afuera. Solos, lastimados, ensangrentados. Son zánganos nomás. Pero la amistad puede contra el macho alfa, la imagen viril (o sea, la gran falacia patriarcal, que claramente frustra a nuestros protagonistas). Finalmente, ellos, unidos, lo logran vencer.
Lamentablemente. Porque era Violeta quien tenía que tirarle las abejas encima a Lamothe. Era claro que ella o estaba detrás de la operación, o era quien lo(s) ayudaba a salir. Pero se le niega ese lugar. Las nenas no pueden entrar a jugar. Los nenes con los nenes, las nenas con las nenas, cantarían Las Primas. Los Hendlers con los Sabbagh, con los Yayos, con los Luppis… las Violetas con las Jazmines.
Y esto la vuelve una película que no se resuelve, que se queda en un mismo lugar. Donde Fase 7 crecía, El sistema K.E.OP/S se queda quieta, temerosa, tirada en el sillón, durmiendo la siesta pero haciendo como que hace algo. Y no es porque la película “deba” hablar de las mujeres y su rol, que no pueda presentar ser una de chabones y punto. Pero la otredad (que son mujeres, pero también son inmigrantes, todo aquello ajeno al barrio), la trae el propio Goldbart, al poner esas sugeridas amenazas, esas otredades que observan, que acorralan, que obligan a ir a las piñas o quedarse quieto.
Igualmente, recordemos que el propio Hendler pensaba que eran todos boludos menos él, sobre todo su amigo y, al final, lo vio como un igual. A lo mejor, ahí está la clave. En ir un poco más allá de los amigos, de Belgrano, de las piñas. No sentirse observado, juzgado, y conocer lo que los otros tienen para contar. Dejarla a Violeta que te ayude a matar a Lamothe. A fin de cuentas, no es que Goldbart haya chocado el auto, solo le hizo un rayón mientras lo estacionaba.
Calificación: 6/10
El sistema K.E.OP/S (Argentina, 2022). Dirección: Nicolás Goldbart. Guion: Nicolás Goldbart, Germán Servidio. Fotografía: Lucio Bonelli, Diego Poleri. Montaje: Federico Rotstein. Elenco: Daniel Hendler, Alan Sabbagh, Rodrigo Noya, Gastón Cocchiarale, Violeta Urtizberea, Esteban Lamothe, Esteban Bigliardi. Duración: 120 minutos.
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