Recuerdo haber leído El dador de recuerdos en la escuela secundaria, asignado por la profesora de literatura (materia que se daba en inglés), cuando tenía la misma edad que Jonas, el protagonista del libro. Recuerdo la oscura fantasía de un mundo sin color y la tintura como revolución. Recuerdo esa utopía que se develaba cada vez más distópica con el correr de las páginas; recuerdo imágenes difusas (que ahora convergen con las de un inexpresivo Jeff Bridges) de un viejo profeta, con cierto parecido a Karl Marx, que revelaba las verdades del mundo desde su sillón. Recuerdo los colores venciendo a la escala de grises.
Recuerdo con cariño la novela de Lois Lowry, aunque ahora dude de su “validez literaria”. El punto es que la verdadera validez de una obra no recae en la obra en sí sino en el efecto que desencadena en su público a través del tiempo. Es casi un lugar común de la crítica literaria el decir que la validez de la literatura young adult está sujeta a fomentar que los jóvenes lean y se sientan curiosos con respecto al vasto mundo literario que los antecede; como producto de la generación que creció leyendo y releyendo a J.K. Rowling y C.S. Lewis, doy fe de que efectivamente este paradigma funciona, pero está en cada individuo el profundizar y no quedarse con meras superficies.
Con el cine young adult (en su mayoría adaptaciones de libros del género) se da un caso parecido, y este nuevo auge que lleva a la ciencia ficción como estandarte, tras años de un oscuro limbo entre vampiros y magos, trae aires renovadores y a la vez convierte al género en una moda efímera e intrascendente. Porque, claro, la mejor forma de quitar el peso político que tiene el género es banalizarlo hasta el hartazgo.
Luego del gran éxito de la primera entrega de Los juegos del hambre la industria pareció encontrar un complemento perfecto para rellenar la cartelera mientras las películas de superhéroes se hacían esperar: ciencia ficción para adolescentes. Así fue como, a los pocos meses, uno de los grandes representantes del cine young adult, Taylor Lautner (el hombre lobo de Crepúsculo), protagonizó Identidad secreta, thriller sci-fi que pasó sin pena ni gloria por las carteleras del mundo. Luego le llegaría el turno a Divergente, seguida por El juego de Ender, Maze Runner y más recientemente El dador de recuerdos. De esta manera Hollywood se aseguró un producto redituable y una forma efectiva para aligerar el discurso político que subyace a cada una de estas novelas. Dos pájaros de un tiro.
Vale hacer una distinción: ni El juego de Ender (adaptación del prolífico Orson Scott Card) ni El dador de recuerdos son novelas contemporáneas, sino que fueron escritas en 1985 y 1993 respectivamente. Con inteligencia, por meras coincidencias conceptuales, Hollywood decidió recuperar estos textos y adaptarlos al imaginario actual del género, generando una amalgama donde pronto será difícil distinguir un título de otro.
Así es como, volviendo a la adaptación de la novela de Lowry, el mundo distópico en el que habitan los personajes (gran trabajo de escenografía, por otro lado) no remite directamente al creado por la autora, sino a un pastiche estereotipado del género que termina por consumir a los propios personajes. La modernización audiovisual, veinte años después de la publicación del libro, resulta anacrónica y atenta contra el verosímil endeble que la película ostenta. Más allá de ciertos aciertos conceptuales, y algunos estéticos, la película trastabilla ya que sus protagonistas de mayor peso (Jeff Bridges y Meryl Streep) no trasmiten adecuadamente las emociones que deberían, la deficiente fotografía contrasta demasiado con un elaborado diseño de producción, y los efectos CGI, que rozan el amateurismo, vuelven a atentar contra el bastardeado verosímil.
Podría haber sido una buena película, un digno producto de su época, pero no lo fue. Una obra maestra fallida, podría decirse, aunque el término resulte un poco fuerte. Ahora sólo queda esperar la última entrega de Los juegos del hambre y las continuaciones de Maze Runner, Divergente y El juego de Ender. Sólo queda esperar que la rueda siga girando, hasta que sus contenidos se renueven y reciclen. Ojalá, por lo menos, algún joven se interese por la ciencia ficción y descubra el mundo sin límites que el género realmente representa. Ojalá.
La mayor herramienta que tiene el sistema para banalizar al arte es convertirlo en moda, y siempre supo hacerlo con altura.
El dador de recuerdos (The Giver, EUA, 2014), de Phillip Noyce, c/Brenton Thwaites, Jeff Bridges, Meryl Streep, Odeya Rush, Alexander Skarsgård, Katie Holmes, 97′.
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siempre preferible la versión escrita que en pantalla, aún así es bueno que se puedan comercializar de esta manera porque atraen a gente nueva al mundo de la lectura y/o sci fi