Desde hace años asistimos a un desfile de películas estadounidenses que escenifican la destrucción del país, cuando no la del mundo, tendencia que a través de las décadas se acentúa o decae según avatares económico-políticos y sus consecuentes incertidumbres sociales.
La ciencia ficción de los ’50 marcó el rumbo, el recrudecimiento del republicanismo reaganiano justificó fábulas como la de Rojo amanecer de John Millius que este año volvió con forma de remake y en el que los invasores no eran marcianos sino comunistas, categorías aplanadas por el término «alien», y al margen de las disoluciones metafísicas y las metamorfosis cognitivas de lo real alla Matrix, después del ataque a las Torres Gemelas son los terroristas el agente destructor y catalizador de turno de las ficciones catastróficas.
Este año hubo al menos dos (una de ellas, Ataque a la Casa Blanca) en las que la Casa Blanca era el objetivo y extranjeros los atacantes, más o menos vinculados a un Estado-Nación. Buena parte de ellas incluyen un tono zumbón que no permite tomarse en serio a ninguna. La distancia irónica en juego celebra el espectáculo, única patria transnacional de todas ellas y de nosotros.
Este es el fin es desde el vamos una comedia que no propone la catástrofe como atracción principal, sino como decorado de unos comediantes que dan en el clavo con una de las claves del catastrofismo estadounidense: su mesianismo político, el auto proclamado destino manifiesto bíblicamente justificado cuya contratara es la obsesión con la decadencia moral que retroalimenta la pasión punitiva, egocéntrica y legalista.
Los comediantes de Este es el fin están muy conscientes de ese ombliguismo y por eso la película asume para sí la mirada extranjera de los dos protagonistas canadienses, oscilantes entre adaptarse a toda costa o resistirse a la asimilación irreflexiva.
El narcisismo primario, infantil por no decir lactante, de sus personajes es el más evidente e involuntario continuador del de los personajes de las películas de Marco Ferreri que pusieron en escena la crisis de las identidades sexuales, de las comunidades tradicionales y del sujeto moderno con festiva desesperación e incomparable vanguardismo (recuperado ahora por Rogen, Baruchel, Hill, McBride y compañía, herederos de los grandes comilones francoitalianos lúcidos y decadentes filmados por Ferreri en los ‘70).
Más aún, el recurso de darles a los personajes los mismos nombres e identidades que las de los actores que los encarnan, como también pasaba en Funny People de Apatow, es un derivado contemporáneo del distanciamiento brechtiano que el italiano practicaba.
En uno y otro caso, la destrucción del mundo es un paisaje dominante, lo que les da la libertad terminal de no tener que ir a ninguna parte (la reclusión en un espacio único es otro punto en común con alegorías materialistas como las de la última etapa de Buñuel).
Lo que no hay aquí es ese malestar radical, aunque autoirónico, que conseguían instalar algunas de esas películas, y ello se debe al escepticismo político institucional, la conquista de nuevos estándares sexuales en los que ya no juega papel alguno la represión religiosa, y la pertenencia de todos a la sociedad del espectáculo que neutraliza cualquier singularidad, mella todo filo, desarrolla estrategias publicitarias y/o antídotos para casi cualquier anomalía.
Este es el fin (This is the End, EUA, 2013) de Seth Rogen y Evan Goldberg, con Seth Rogen, James Franco, Jay Baruchel, Jonah Hill, Craig Robinson, Danny McBride, Emma Watson, Michael Cera, 106’.
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