En Salvadora hay una película marcada a fuego por la banda sonora. Una voz femenina se impone sobre la imagen quieta, plácida, de una mujer –suponemos que es la misma- sentada en el patio de una casa, siempre sola. Esa voz estalla una y otra vez, como si estuviera trayéndola de nuevo a la vida. Las palabras encuentran el tono justo para convencernos de que estamos accediendo a sus pensamientos, que estamos atravesando su silencio exterior hasta llegar a lo más profundo de sus ideas. Esa contradicción entre la quietud del cuerpo y las ideas que bullen es solo aparente y funciona para que sean las palabras las que ganen espesor y profundidad.
Pero también hay otra película en Salvadora. Es la que se apoya en el devenir biográfico de Salvadora Medina Onrubia. La que recoge imágenes del pasado, tan quietas como el cuerpo que vimos. La que intenta mostrar su opción temprana por el anarquismo. La que entra en los detalles escabrosos de su vida familiar. La que muestra su relación con Botana y el camino que la lleva de La Protesta a Crítica. Allí, aquella voz se esfuma, desaparece. Lo que queda son otras voces: la de un relato armado entre los recuerdos de su nuera, de su biógrafa –Sylvia Saitta-, y del biógrafo de Botana –Alvaro Abós-, pero desprendidos de las imágenes rescatadas del pasado.
Las dos películas que hay en Salvadora son irreconciliables.
La primera es profunda e hipnótica. Parte del rescate de una voz política –la interpretación es un hallazgo que sostiene esos resultados- pero encontrando en el camino un vínculo poderoso con la poesía. Desde el “Soy anarquista como se nace genio, como se nace imbécil” al “Ser mujer es admirable: las descentradas somos las que pensamos como los demás”, se construye la imagen de la mujer política, la de la escritora, pero, por sobre todo, la de la mujer inadecuada a su época. Ni esas palabras, ni las de la carta que dirige al presidente de facto Uriburu para que no la libere ante el pedido de sus colegas escritores, ni las que escribe después del suicidio de su hijo mayor, son las de una mujer común y corriente. De allí que la elección de los textos que hace la película sea tan precisa como revalorizadora del poder de la palabra. En esa primera película, Salvadora refulge en referencia a su época y también en contraste con el presente, donde su palabra sigue manteniendo toda su vitalidad.
La segunda, en cambio, es plana y superficial. Se refugia en la seguridad que brinda la linealidad de lo biográfico, como si en ese lugar estuviera el origen y la explicación de las palabras. Las imágenes no pueden, no logran, acercarse a la intensidad de lo dicho, en parte por ausencia de material fílmico, pero también porque el relato va perdiendo su eje por momentos. Ese excesivo celo biográfico lleva a que elementos laterales a su discurso político o literario se conviertan en el centro del relato: de allí que algunos segmentos parezcan estar contando más la historia de Natalio Botana o la del Diario Crítica que la de Salvadora. Peor aún, cuando logra sostenerse en su figura, lo hace con cierto desenfoque: tiene más peso la Salvadora narradora que la poeta, la que se acerca a la teosofía que la escritora de obras de teatro en las que el centro es la mujer.
El problema central es que esta segunda película más que a buscar cierto equilibrio tiende a anular el desequilibrio, que no es lo mismo. Salvadora pide a gritos ser esa película desequilibrada que plantean las palabras y el personaje. De allí que, a la larga, se convierta en un territorio de disputa inútil al poner enfrentadas dos dimensiones de un personaje que el relato no puede congeniar. Y que determina, entonces, algunas paradojas. Que Salvadora, a pesar de intentar entrar en el personaje y poner su voz, termine siendo contada más desde afuera que desde adentro y sin pasión. Y lo peor, que tratando de centrarse en una mujer dueña de una voz poderosa, no pueda evitar en largos pasajes que sea apenas alguien en segundo plano de la historia de otros.
Salvadora (Argentina, 2017), de Daiana Rosenfeld, 60′.
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