Hay cineastas en cuya obra predominan ciertas constantes y que, de pronto, sorprenden con algo distinto. Y hay otros que, de sorprender con algo distinto, hacen una constante. Santiago Loza pertenece a este exiguo segmento de realizadores de quienes se espera lo inesperable.

Luego de doce largometrajes dirigidos, a los que podemos sumar sus obras teatrales y la incursión en la TV, el director cordobés ha logrado forjar una trayectoria. Y no hay palabra que se ajuste mejor a su producción artística, puesto que, más allá de ciertas persistencias en sus obras, lo suyo es un trayecto, un desplazamiento constante hacia nuevas búsquedas, acostumbrando al espectador a realizar un ejercicio similar al de los cazadores, quienes ante una presa en movimiento, no apuntan hacia ella, sino al lugar en el que estima que se encontrará al momento de llegar los perdigones. No esperen encontrar a este director en el último lugar donde lo vieron. ¿Los dividendos de esta apuesta por el desconcierto? Ser uno de los autores argentinos con mayor reconocimiento internacional y experimentar lo más parecido a la libertad creativa que puede tener lugar en el cine. ¿Las desventajas? Presupuestos modestos y estrenar su última película en tan sólo dos salas de cine-arte de la ciudad, más algunas del interior, a pesar de los premios cosechados en el Festival de Berlín y el BAFICI. Santiago Loza lo sabe. Es consciente de que la imprevisibilidad de sus pasos es alimento para su creatividad y hiel para el mercado.

Justamente sobre lo raro y lo mutante versa Breve historia del planeta verde, en donde lo inteligible y llano de su pequeña fábula se complejiza con una mixtura temeraria de elementos y tonos que exige al máximo el pacto con el espectador. Cuando sus elementos realistas predominan, irrumpen componentes sobrenaturales. Cuando nos acomodamos para una road movie de aventura, el film se sumerge en una exploración interior de los personajes. El film desalienta constantemente cualquier intento de clasificación.

La película se inicia con una bellísima y cautivadora presentación de los personajes. Una secuencia de montaje muestra el despertar de los tres. Tania, una chica trans que hace shows nocturnos. Daniela, que transita el duelo del fin de la relación con su novio, pero cuya melancolía pareciera acompañarla desde mucho antes. Y finalmente Pedro, sobre el que mucho podemos especular, pero de quien sólo podemos asegurar que le gusta mucho bailar y que es un amigo de fierro. El montaje los vincula uniendo sus movimientos, como si se tratara de un solo sujeto. Pero en el dormitorio de cada uno de ellos impera un color distinto: rojo para la vehemente Tania, azul para la desangelada Daniela, finalmente verde para Pedro. Este juego de asociación y oposición entre estos tres seres extraños es toda una declaración de intenciones del director. El vínculo entre ellos no está dado por sus semejanzas, sino por su complementariedad. Los raros amanecen e inician una marcha que no se detendrá.

Estamos frente a una pieza audiovisual que se declara (y reclama ser reconocida como) única y particular, al igual que los seres que la protagonizan, cuyo acto de insurrección contra este planeta opresor no consiste en la oposición de una identidad común contrahegemónica, sino al contrario: la exaltación de la singularidad, desplegando una desafiante estética de la diferencia. Esta Breve historia de Loza se emparenta, así, con los pequeños relatos del filósofo Jean-François Lyotard. Con la aventura de la diferencia de Gianni Vattimo, su mundo de dialectos y el fin de la dictadura de lo Uno. Con la performatividad queer de Judith Butler. Como demostró toda esta corriente del pensamiento posmoderno, las breves historias pueden contener ambiciones tan grandes como la de dar cuenta del decurso de un planeta. Quizás el mejor ejemplo sea la Misiva sobre la historia universal, donde a Lyotard le bastan las pocas hojas de esa “carta” para augurar el fin de los grandes relatos totalizantes.

Un día a Tania le informan la muerte de su abuela, con quien ella se crió, y junto a sus dos amigos parte de Buenos Aires con el fin de encargarse de la casa, ubicada en las afueras de un pueblo del interior. El regreso a aquel espacio los devuelve al pasado, en el que los tres forjaron su amistad, lamiéndose mutuamente las heridas que les provocaba la hostilidad e intolerancia ajena. Pero, a su vez, los impulsa hacia delante, a partir de una extraña herencia que recibe Tania. Durante su ausencia, un extraterrestre se hizo presente y fue la compañía de su abuela, quien lo cuidó y crió como a ella. Tiempo después, el alien comenzó a debilitarse. Antes de que pierda sus signos vitales, la abuela decidió congelarlo. Hoy, Tania debe cumplir con el legado de trasladar a ese ser al lugar donde apareció por primera vez, para que pueda finalmente “descansar en paz”.

Provistos de un mapa, Tania, Pedro y Daniela colocan al pequeño alien dentro de una valija con hielo y emprenden viaje por territorios extraños, bosques húmedos y profundos, en donde es difícil orientarse. A pesar de la hostilidad del terreno y de sus habitantes, el grupo no declina en su voluntad y, como el Stalker de la película de Andrei Tarkovski, atraviesan la zona buscando cumplir su misión.

Otro aspecto que remarca la celebración de lo individual es que, si bien se trata de una película sobre el compañerismo y el amor sincero entre amigos, la transformación, lo que muta, se encuentra en el plano subjetivo. El trayecto no afianza el vínculo en entre los peregrinos, tal como suele verse en otras películas “de ruta”. Ese vínculo es sólido y profundo desde el inicio. El viaje impacta especialmente al interior de cada uno y de forma diversa. Las largas caminatas en silencio por zonas desconocidas son la representación de una búsqueda introspectiva. La búsqueda de una esencia, de la raíz sana desde la cual resurgir. En el caso de Tania, esa esencia se demostrará íntimamente ligada a la de ese simpático E.T. glam. 

En esta película, la opinión de Loza aflora de forma franca y explícita. Tal vez, la urgencia del vigoroso movimiento en curso a favor del reconocimiento y respeto de las disidencias envuelve al director y lo lleva a apurar el tranco hacia un cine más  directo. “Nosotros no somos de ninguna especie”, le dice Pedro a Tania, adjudicándose una entidad semejante a la de la extraviada criatura. Loza asoma, a su manera lógicamente, dispuesto a hacer una película de barricada, bajo la bandera de la hibridez. Por ello, el plástico se mezcla con la tierra y la madera de los bosques, las luces de neón se alternan con paisajes grises y desaturados. Un extraterrestre de goma irrumpe tendido dentro de un refrigerador, como el cristo de La Piedad, ungido de espiritualidad. Momentos de humor tímido se solapan con una nostalgia constante. Un cocktail atrevido, que no se priva de travellings en cámara lenta ni de una música electrónica seductora que invoca a rituales paganos de los divergentes. A esta oda a la disonancia debemos sumar la actuación. Las interpretaciones no se divorcian de lo naturalista, pero preservan una pátina de artificialidad, un decir marcado, con diálogos cuya fisonomía teatral advierten que se trata de un relato. Una performance discurre frente a nosotros.

El director aprovecha cada imagen para infundir de carga simbólica al film. En un plano fugaz de la película, vemos que Tania encuentra el mapa que los guiará hasta el lugar de destino del extraterrestre dentro de un libro llamado “Nuestros antepasados extraterrestres”. Su autor, Robert Charroux, fue uno de los impulsores de la teoría de los astronautas antiguos, la cual sostiene que extraterrestres visitaron la tierra durante la prehistoria y son los responsables del desarrollo de las culturas de aquel período. Plantea, a su vez, que la mayoría de los dioses venerados por las religiones surgen de la condición divina adjudicada por esas comunidades a los extraterrestres. Charroux rechazó, incluso, la teoría de la evolución, oponiéndole la teoría de la devolución humana. Es decir, que el hombre fue perdiendo la sofisticación aportada por aquel encuentro interplanetario. El vínculo entre esos postulados pseudocientíficos y el relato de Loza queda sellado en la tortuga que encuentran en la casa y que fuera la mascota de Tania durante su infancia.  “Está desde siempre”, dice Tania. “Las tortugas son eternas. Prehistóricas”, responde Daniela. Ese animal, vestigio de un pasado prehistórico intercultural y próspero, es a quien Tania recuerda como “una buena compañera”. La melancolía del film sobrepasa a sus personajes y se proyecta a escala paleontológica.

Sosteniéndose en una historia sencilla, con personajes adorables y su estética cautivante, la película logra trascender el acto curativo y constituirse en un poderoso y esperanzador manifiesto de “los raros”. Y también abre un interrogante. ¿El mundo que no se resigna a oprimir e invisibilizar se desplomará por la erosión que comienzan a ejercer las pluralidades, o para destruirlo será preciso construir identidades colectivas que sinteticen experiencias históricas y se erijan como sujeto transformador? Tania, Daniela, Pedro y todos nosotros estamos en pleno debate. Breve historia de un planeta verde lo estimula y enriquece.

Calificación: 8/10

Breve historia del planeta verde(Argentina, 2019). Guión y dirección: Santiago Loza.  Dirección de Fotografía: Eduardo Crespo.  Montaje: Lorena Moriconi, Iair Michel Attiías. Sonido: Tiago Bello, Nahuel Palenque. Dirección de Arte: Fernanda Chali. Vestuario: Victoria Luchino. Música: Diego Vanier. Elenco: Romina Escobar, Paula Grinszpan, Luis Sodá, Elvira Onetto, Anabella Bacigalupo, Léo Kildare Louback. Duración: 75 minutos.

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