En un documental reciente –Jinetes de Roca (Díaz, 2024)- Marcelo Valko señala que “las estatuas parece que no molestan, pero no dejan de hablar”. Una escultura que está en un espacio público, ocupa un lugar incómodo. Es el producto de una voluntad política de homenaje, de recuerdo, de perpetuación de una figura representativa de una comunidad. Pero también, es la reducción de esa figura a un modelo en tres dimensiones al que la mirada rápidamente se acostumbra hasta sumirla en la indiferencia: está allí, las multitudes pasan a su lado, pero nadie las mira. Son un objeto más en el plano de calles de una ciudad.
Cuando una comunidad deja que el tiempo trabaje sobre los objetos logra que se diluya la potencialidad simbólica original de una imagen. Pierde el significado que se perseguía en el momento de ser erigido. Se lo olvida. La diferencia se plantea cuando esas esculturas irrumpen en la comunidad como un sismo que abre grietas en el espacio público. Allí lo que se produce no es una discusión, sino una tensión social que expone más que la relación con un conjunto escultórico, esos conflictos irresueltos que se esconden en el interior de todo pueblo.
La escultura de un indio de cinco metros de alto, desnudo, es erigida a fines de la década de 1930 en la entrada de la ciudad de Resistencia, en la provincia de Chaco. Proyectando lo que debe haber sido la ciudad en aquel momento, la sensación es que esa imagen debería verse desde todas las casas. La historia, recuperada en (El Indio…) (Fiel, 2024), señala que la encomendó un intendente socialista a Crisanto Domínguez, artista chaqueño, y que la decisión de hacerlo desnudo puede haber provenido de otras obras similares que el intendente había visto en un viaje por Europa. Que después la obra fue primero cercenada –se le cortaron los genitales al indio- y luego derribada y enterrada en el espacio que hoy ocupa el Parque 2 de febrero, sin que haya podido ser encontrada para su recuperación.
Una serie de piezas diseñadas por Crisanto sobreviven al paso del tiempo. Esas cabezas talladas en el pasado son una especie de misterio que la cámara pareciera querer desentrañar. Las recorre, se detiene en sus pliegues, las deja recorrer por luces y sombras que van revelando facetas diferentes. Las convierte en el centro de su relato, entendiendo que esas formas pueden hablar, pueden decir algo más allá de ellas mismas. La banda sonora de (El Indio…) entonces, se transforma en los sonidos posibles que surcan el interior de esas cabezas. Como si fueran ellas las que pudieran recordar la historia a partir de retazos de voces e imágenes que se superponen y confunden.
Una parte de esas voces emergen con mayor claridad, despejadas de confusiones y de otras sonoridades. Son ellas las que reconstruyen la historia del monumento. Las que despejan la imposición de la excusa de la genitalidad supuestamente exacerbada del indio como punto de partida para cuestionarlo. Las que vuelven a señalar que lo que se produjo allí es una desaparición, un ocultamiento de la historia. Una negación de los pueblos originarios y una reescritura de la historia emplazando una estatua del David de Miguel Ángel en el lugar donde estuvo el Indio.
Las otras voces se empeñan en la reiteración, como si fueran ecos que rebotan en el interior de esas cabezas talladas. La atmósfera entonces se vuelve onírica. Pero no es el sueño de la cineasta el que se impone, sino el de esas cabezas que parecen dormir eternamente. Las voces de los noticieros del pasado –en especial esa que se repite y que habla de Crisanto en la Casa de la Provincia de Mendoza- se entremezclan con imágenes de otros tiempos –las del mismo Crisanto tallando una cabeza con un hacha- como resurgiendo del interior, como recuerdos que pugnan por salir a la superficie. Las voces se superponen. Forman un coro extraño que se confunde. Solo algunas palabras parecen emerger por momentos, sin encontrar el camino de una significación posterior. Se vuelven sonidos puros, discursos que al compartir un mismo espacio elaboran otro en el que lo chirriante, lo distorsionado, lo indiferenciado se colocan en primer plano.
(El Indio…) propone entonces una doble tensión. Una que se sostiene en la historia del monumento como producto de una tensión ideológica, y en la que su narrativa está organizada a partir de una serie de voces que se complementan. Construye a la historia del monumento como un hito más del intento clasista de construir una historia en la que lo originario, lo popular, quede desterrado (la historia es similar, en un punto a lo que ocurrió con el fastuoso Monumento al Descamisado que la Revolución Libertadora tiró al Riachuelo). La otra es la de la forma que asume el relato desde la conjunción de las imágenes y los sonidos. Tan alejado del documental tradicional como cercano al cine experimental, consigue que imágenes y sonidos tengan un poder más evocativo que demostrativo. Que el misterio del destino del monumento se potencie en la aspereza que se deriva de la aparente distancia que se formula entre lo que se ve y lo que se escucha. Pero es allí donde la película encuentra su potencialidad: en la forma en que interpela al espectador para que reconstruya esos universos, despojado de certezas y evidencias –al punto que las voces no tienen rostro en ningún momento- que no sean la de los hechos y las obras.
(El indio…) (Argentina/2024). Guion y dirección: Cecilia Fiel. Fotografía: Carlos Lasso, Sebastián Tolosa. Edición: Emiliano Serra. Duración: 62 minutos.
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