Oliveira termina Una película hablada con una explosión intempestiva, inesperada dentro del tono llevado por la película hasta entonces, que recuerda a las del período francés de Buñuel, ecos del festivo afán destructivo surrealista. Esto último le quita, aunque no del todo, crueldad al hecho, que se cobra un par de víctimas que no son cualquier víctima si atendemos tanto a los personajes en sí como a la relación entablada con ambos por el espectador. También cabría pensar que esa bomba hace estallar un determinado orden social, económico y cultural, una idea de burguesía un poco más sensible y menos despiadada que la actual, propia de un director como Oliveira, quien podría decir, si no lo ha dicho ya, como Borges lo hiciera, que es un hombre del Siglo XIX filmando todavía en el XXI. Por otro lado, nunca vemos a los personajes morir. Sólo asistimos al incendiado estupor del rostro de Malkovich (¿su meliflua exageración se debe únicamente a las órdenes de Oliveira?) ante el casi seguro destino fatal de las víctimas. Y los personajes, en realidad, no alcanzan del todo a ser tales, o no se configuran como tales de una manera usual. Uno de ellos se limita durante toda la película a oficiar de guía de turismo histórico amateur, mientras el otro escucha. Pese a todo, pasar una hora de película junto a ellos nos familiariza con ambos, y así Oliveira desarma, o transparenta, el proceso de identificación usual entre espectador y personaje, demostrando que este último no es otra cosa que discurso encarnado. Oír no es uno de los placeres menores de su cine, así sea el más rutinario, codificado o inexpresivo de los monólogos.

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