
En cada campo artístico, se produce, a lo largo del tiempo, una guerra sorda entre las obras y los artistas que son considerados dignos de respeto (los canonizados ), y los artistas despreciados por estos guardianes que permiten o excluyen el ingreso a ese territorio sagrado. En la historia del cine contemporáneo, el francés Luc Besson claramente ocupa el lugar de artista despreciado por los que conforman ese canon. Más allá de lo desparejo de su obra (una pregunta interesante que uno podría hacerse es qué obra no es despareja, pero eso sería materia de otra nota), el cineasta francés lleva sobre sus hombros dos obras maestras del cine de acción moderno (o postmoderno), como son las ya clásicas y noventosas Nikita y, sobre todo, El perfecto asesino.

Luego de estos dos films fundamentales para el desarrollo del cine de acción, el cine de Besson se despersonalizó, vagando durante casi dos décadas entre la intrascendencia del mainstream y algunos bodrios inolvidables con sello autoral. Recién ahora, con Anna, pareciera despertarse algo de ese talento, tomando al cine como un juguete sofisticado, que permite hacer de ese rato que uno pasa delante de una pantalla a oscuras un espectáculo más grande que la vida. Anna es una película inverosímil sobre el fin de la Guerra Fría. Besson toma algunas notas sobre ese tiempo histórico y narra desde esa falsa historicidad la historia de una modelo top rusa emigrada a Francia que se infiltra en el mundo de la moda (una típica obsesión besoniana). Así, Anna tiene una doble vida como espía secreta, desarrollando misiones espectaculares y sorprendentes en donde siempre sale bien parada.
Partiendo de este punto, Besson construye un relato en el que narra, a modo de cuento de hadas, el ascenso de esta rubia fatal desde la pobreza extrema -producto de la Rusia de fin de los 80 (minutitos antes de la caída del comunismo soviético)- a ese presente noventoso en el que esa industria de la moda se moldea en la deshumanización que Besson retrata con pinceladas de gruesa ironía. Con una mirada que sintetiza un comentario social simplón pero efectivo sobre el orden político de la última década del siglo XX, Besson pareciera decirnos que la pobreza de la URSS era tan inhabitable como el mundo de la moda y las clases altas de ese capitalismo afrancesado.

Anna se transforma en una heroína porque ella es un ser humano, en un mundo que carece de ese principio básico. Tironeada por izquierda y por derecha en un contexto en donde ya no hay dios ni ningún ismo al cual aferrarse, Anna se enamora por igual de hombres y mujeres de la mala Rusia, de la buena CIA y del mundo de la moda. Esa recreación de un pasado que va del padecimiento privado a la tragedia política del mundo bipolar, se encuentra salpicada por escenas coreografiadas de las que estaríamos hablando si hubieran sido filmadas por Tarantino (deidad canonizada por la crítica y referente indiscutible del buen cine popular desde inicios de los 90). Es justamente en estas escenas brutales en las que el cine de Besson se transforma en un juguete superpoderoso, y en donde observamos a esta superheroína postmoderna vengándose de toda la maldad del mundo. Si el cine sirviera solo para esto, ya su misión en este mundo valdría la pena. Cineastas como Besson, cuando están inspirados, nos muestran que desde ese fondo del artificio están compuestas muchas de las grandes películas de la historia del cine. Anna no es una obra maestra, ni Besson es un cineasta sublime, pero algo de su espíritu juguetón nos hace recordar lo que puede hacer el cine cuando se toma con ligereza sus objetivos.

Besson vuelve en un doble sentido a los 90, por un lado regresa a la época en la que en mejor estado se lo vio como cineasta, y por el otro vuelve a los 80 y 90 para contar una historia imposible de espías. Lo mejor del asunto es que Besson se toma el asunto a la ligera y hace que su cine sea pura pulsión festiva. Además, tonifica su relato con pasos ágiles de comedia y una historia de amor que funciona como una mera excusa argumentativa. El fin del mundo bipolar que describe la matanza iniciática está retratado con la pericia de un noble artesano que sabe bien como representar la otredad de la Rusia comunista con una ironía autoconsciente, que permite al espectador observar el campo de la historia desde un lugar lejano al de una fabula conservadora.
Se luce Sasha Muss, que asume sin prejuicios ni sobreactuaciones el imposible papel de una modelo top convertida en serial killer, y acompaña de modo eficaz y certero una Helen Mirren irreconocible en el cuerpo de una agente veterana, capaz de darle a nuestra heroína tanto la libertad como la muerte. Anna es un blues bessoniano, en el que se encuentran las obsesiones del director pero procesadas desde una puesta en escena que zigzaguea entre el pasado y el presente siempre de modo adecuado. Una puesta en escena que alterna los momentos de acción (hay algo de Kill Bill en la extraordinaria secuencia del bar) con la obsesión por el mundo plástico de la moda. En Anna, el artificio y la deshumanización del mundo capitalista compiten con la frialdad del mundo del espionaje, y eso contribuye a mixturar la vacuidad amorosa con la frialdad del mundo de la moda y el espionaje, que parecieran funcionar casi en paralelo.

Al comienzo, Anna es captada por un cazatalentos del mundo de la moda vendiendo mamushkas en una plaza en Moscú. Es a partir de allí que la película se transforma en una mamushka, y utiliza las idas y vueltas temporales para construir un relato al que no le interesa la descripción hiperrealista del mundo geopolítico de fines de los 80 sino las claves fantásticas de la imaginación bessoniana. Sorteando la realidad por arriba, el actual Besson vuelve a ser el buen Besson, el que hace saltar el cine por los aires cagándose de risa de todas las cosas.
Calificación: 7/10
Anna (Francia/ y Estados Unidos, 2019) Guion y Dirección: LuccBesson. Fotografia Thierry Arbogast. Elenco: Sasha Luss, Helen Mirren, Luke Evans, Cillian Murphy, Lera Abova, Alexander Petrov. Duración 120 minutos.
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