Hay algo vago, amorfo, insustancial en Historia del miedo. Uno podría llegar a creer que dado el tema que se trata, “el miedo”, la forma no podría haber sido otra. Sin embargo, es precisamente al revés: frente a la vaguedad de una sensación tan difícil de definir como “el miedo” (que la película pareciera querer retratar en todo su grado de indefinición) exigía elementos y emociones mucho más fuertes: miedo de verdad, causas del miedo un poco más concretas. O, en el extremo más cercano a David Lynch, un enrarecimiento de la forma tal que nos sumergiera en lo desconocido. Pero Historia del miedo no busca ninguna de estas dos cosas: su forma es vagamente abierta, pero no alcanza nunca (salvo en dos muy breves momentos, los mejores de la película) un enrarecimiento de lo que se muestra, ni tampoco se esfuerza por construir elementos capaces de generar verdadero miedo.
Lo que se retrata con más detalle, a lo sumo, es una paranoia general de clase, y es precisamente ahí donde la película se muestra más ramplona: una y otra vez (y desde su primer plano) Historia del miedo se preocupa por resaltar el conflicto de clase que implica la presencia de un barrio cerrado sin terminar nunca de hacerlo estallar, de presentarlo siquiera, ni de mostrar de lejos a los supuestos agresores a los que le tiene miedo esa familia de clase media alta encerrada detrás de rejas y seguridad privada. Si la presentación explícita de ese conflicto de clase prometía cierta potencia, el trabajo meticuloso, indefinido y “atmosférico” de una multiplicidad de situaciones (y personajes) que no se articulan termina por ahogar toda potencia.
La fuerza que promete ese primer plano aéreo, con sus barrios más pobres y sus barrios más ricos, radica precisamente en su especificidad: conocemos ese espacio, conocemos ese conflicto, podríamos conocer (o no) a las personas que viven ahí. Algo de la fuerza de lo real se cuela en un plano en el que se intuye mucho más de lo que se ve. Y que promete más de lo que ofrece. Pero esa fuerza se resuelve en nada: nunca vemos al otro del otro lado del alambrado y lo que terminan por mostrar las luces que se encienden en la secuencia final no es más que la paranoia de gente que se encierra para evitar algo que no conoce.
Pero esa paranoia no es el único miedo que muestra Historia del miedo. Atravesada por algunos momentos de extrañamiento (principalmente, dos momentos en los que jóvenes aparentemente de clase media baja comienzan a actuar de forma “rara” en espacios públicos), por distintos niveles de realidad (el relato de un sueño que genera miedo, los miedos y el pudor que demuestran la conversación en la mesa de fin de año), por eventos de dudosa realidad (el noticiero con el meteorito que cae del cielo y destruye una casa, la manifestación más abstracta de todas), Historia del miedo termina por ahogar su propia fuerza en la indefinición. Si todas las historias son iguales dentro de esta película, si las imágenes y situaciones se apilan, regidas aparentemente solo por la idea de atmósfera general, unos y otros miedos acaban por igualarse, anularse y vaciarse. La familia del country le tiene miedo a los pobres, así como los comensales de un restaurante de comida rápida le tienen miedo a un chico que de pronto empieza a desarrollar pasos de baile contemporáneo y así como los vecinos le tienen miedo a los meteoritos. Todo se demuestra igualmente vacío y la fuerza de un conflicto social se diluye en la abstracción.
Esa misma abstracción (la película se llama Historia del miedo y está lejos de la fuerza concreta de A History of Violence de David Cronenberg) le saca fuerza a lo que podría haber tenido un cierto poder desestabilizador. La vaguedad narrativa se suma a esa vaguedad ontológica. Lo que queda son viñetas (algunas más logradas que otras) y una lejana sensación de algo que no está del todo bien.
Aquí puede leerse un texto de Hernán Gómez sobre la misma película.
Historia del miedo (Argentina, 2014), de Benjamín Naishtat, c/Jonathan Da Rosa, Claudia Cantero, Mara Bestelli, César Bordón Mirella Pascual, Francisco Lumerman, Tatiana Giménez, 79’.
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