Una primera pregunta amanece apenas uno lee la sinopsis de esta película: ¿Qué carajo hace el ejército danés apostado en Afganistán? Lindholm, de manera muy inteligente, como en el resto de la película, la responde -en la voz del comandante Claus Pedersen- apenas transcurridos los primeros minutos, luego que una unidad del ejército danés entre en crisis al ver la muerte de uno de sus soldados descuartizado por una mina: “Estamos acá para ayudar y proteger”.
La respuesta es infantil y trillada, pero es la única respuesta posible que estas tropas danesas pueden llegar a aceptar para estar tan lejos de su casa y civilización, patrullando peligrosamente día tras día en un país fracturado por una guerra cruel e interminable de la que ellos, en teoría, no tendrían nada que ver.
Pero la tienen. Están ahí apoyando el expansionismo de Estados Unidos y sus aliados con todos los beneficios que dicho expansionismo en esa zona del mundo le puede reportar. Dinamarca está allí como un ariete (más) de invasión y control. Dinamarca está ahí porque esos beneficios obtenidos les son altamente redituables -directa o indirectamente- a sus propios ciudadanos que habitan esas gélidas partes del norte de Europa.
Sin embargo, responderse de esta manera, con estas palabras, no es políticamente correcto ni para las tropas danesas ni para sus propios ciudadanos que las financian con sus impuestos. Mucho menos para la Academia y sus nominaciones al Oscar a “mejor película extranjera”. Lindholm lo sabe y por eso se excusa de dar “otras respuestas” a lo largo de la película más que la que el comandante Pedersen le dio a sus tropas al comienzo de la historia.
Caminan, entonces, los daneses en el desierto afgano. Entre sus caseríos. Entre su miseria. Patrullan, según ellos. Cuidan. Muestran a su paso todo lo “progre” que son -como sociedad y ejército- al incluir en sus tropas hijos de inmigrantes árabes ya asimilados como daneses. Muestran que la civilización “es” necesaria. La civilización occidental. Y, por eso, matan cobardemente con francotiradores a talibanes malos que usan a niños de escudos humanos. Por eso salvan con asistencia médica a nenas que recibieron quemaduras durante los enfrentamientos. Por eso dejan que asesinen a una familia entera por negarles refugio en su cuartel invasor.
Lindholm muestra este “progresismo” sin aparente (pre)juicio moral -apenas uno estético con sus primeros planos- mientras la familia de Pedersen (su hermosa mujer e hijos) sufren el “abandono” de su padre en Dinamarca: los problemas propios de una madre sola, con niños pequeños a su cargo y los traumas que estos sufren al tener a su padre tan lejos de casa, combatiendo.
Por eso la película fue traducida al inglés como “A War” (Una guerra) y en su original danés se llama “Krigen” (Guerra). No hay “otra”, ni “una”. Hay esta guerra simplemente, y eso estalla cuando Pedersen debe masacrar a una aldea afgana con tal de salvar a uno de sus soldados gravemente herido durante una emboscada (el árabe justamente). A partir de acá, Pedersen será llevado a juicio en Dinamarca y una primera y única alarma moral -con mucho regustón a El extranjero de Camus- emergerá: ¿Cuál es la moral de una guerra? ¿Cuál es la moral de esta guerra? ¿Por qué Pedersen anda “protegiendo” supuestamente a los afganos mientras descuida a su propia familia en Dinamarca?
En el juicio y el veredicto estará, en cierta forma, la(s) respuesta(s) a estos interrogantes sin dejar mayor análisis que el que uno quiera hacer: lejos de querer asimilar una teoría justa, la película casi se planta como documental y planea una objetividad (falsa) a partir de la cual el espectador puede tomar su propia decisión, hacer su propio juicio de valor según identifique a víctimas y victimarios en todo este conflicto absurdo pero altamente redituable, económicamente hablando, para Occidente y sus dueños.
Sobria, bien interpretada, bordeando la mayoría de las veces el golpe bajo, La otra guerra intenta plantear tibiamente una contradicción -si es que la hay- entre un Estado (el danés) que manda a sus tropas a matar pero que las juzga cuando estas matan. Les juzga, más bien, el valor de esas muertes y, sobre todo, la justificación para llevarlas a cabo. Matar no es malo siempre y cuando se justifique un porqué. Entre medio, soldados aplicados a la ley de obediencia debida y familias de soldados que sufren los daños colaterales de esta ley intentan convivir en una sociedad de las más “civilizadas” del mundo que, no obstante, para continuar siéndolo, tiene que seguir diferenciando “barbaries” a las cuales invadir, atacar, destruir, controlar y, al parecer, «proteger y ayudar». Entre medio, Europa y sus víctimas de siempre; Estados Unidos y el hijo de Pedersen ubicándolo en un mapa. Entre medio, familias que mueren intentando vivir como pueden y familias que viven como pueden porque las otras, precisamente, murieron.
La otra guerra (Kriguen, Dinamarca, 2015), de Tobias Lindholm, c/Pilou Asbæk, Tuva Novotny, Dar Salim, Søren Malling, 115′.
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