Desde un principio Fango pareció ser el proyecto más ambicioso de José Campusano. El estreno no sólo confirmó esa intuición, también demostró que era su película más sofisticada, además del estreno nacional del año en un año con muchos estrenos nacionales relevantes y/o rimbombantes. Entré en contacto con ella cuando vi una primera versión del work in progress que estaba preparando, y una segunda meses después, cuando lo presentó en la competencia de películas en construcción del festival de Mar del Plata. De inmediato pensé que tenía todo para ser su mejor película: el regreso de Oscar Génova, protagonista del primer largo, la ausencia de motociclistas que vuelvan irreversiblemente icónicos a los planos y entorpezcan otras lecturas (Vikingo es su película más popular, más clásica y más convencional), la combinación de tango y metal, y la fauna, término que no uso para designar peyorativamente a los hombres y mujeres que aparecen, sino a los animales con los que esos personajes conviven en la mayoría de ellas (porque no habitan el conurbano, sino la provincia de Buenos Aires, territorio en el que lo urbano deviene rural), y a los caballos de esta en particular. Uno de ellos nos llamó poderosamente la atención a todos los espectadores de la cocina de ese work in progress: estaba en una esquina baldía, pero asfaltada, y el rigor mortis se extendía a las cinco tiesas extremidades. La cámara pasaba delante de las verijas sin detenerse ni acercarse, lo que le daba un aire de visión ligeramente irreal, si no obsesa. Campusano lo había encontrado recorriendo el barrio y decidió incorporarlo al rodaje. Su presencia funcionaba como un disparo al inconsciente del espectador. Cuando proyectó el work in progress terminado en la competencia del festival, el plano ya no estaba. En una charla posterior le expresé mi desacuerdo con la sustracción porque la violencia persistente de esa imagen fugaz era un nuevo eslabón en la cadena de revueltas perceptivas causadas dentro del cine nacional por las películas que había filmado hasta el momento. Sus escrúpulos me parecieron mucho más atendibles una vez que miré la película completa, no porque ahora piense que ese plano haya dejado de valer la pena, sino porque creo comprender que, sacándolo, buscó ubicarse más allá del impacto sensacionalista, intención que parece haber dejado atrás incluso mucho antes que los espectadores, más exactamente al final de su ópera prima. Quizás lo terrible de la resolución de Vil romance –que puede ser vista a través del prisma de lo grotesco como una tragedia deforme- ya no retorne más bajo esa apariencia. Fango indica que Campusano quiere afinar el pulso sin quitarle cuerpo al trazo, y que sabe cómo hacerlo.
Pocos inicios son tan poderosos y precisos como el de esta película. El plano y la edición giran alrededor de la mirada. Primero, la del Indio, músico que pasa sentado en un carro tirado por caballos desde donde mira fuera de campo al Brujo, que está tocando la guitarra solo, parado contra una baranda y, segundos después de que aquel lo salude da vuelta la cabeza, también mira fuera de campo. La continuidad de miradas nos vuelve a trasladar de espacios para mostrarnos el contraplano de Nadia, piba robusta enfundada en equipo deportivo con capucha. El dibujo mayor del tapiz está en ese firme entramado inicial: el triángulo como figura elemental de las relaciones, la jerarquía dramática ascendente de los personajes según el orden de aparición, la melancolía intrínseca del hombre campusanesco, el duelo final no ya como cliché resolutivo sino como lugar común o punto de encuentro de equivalencias, la música –o el arte colectivo- como factor de unión y aliciente espiritual intenso aunque arduo de instrumentar en determinadas condiciones socioeconómicas, la mujer masculinizada que, más que un discurso de género, materializa el trauma del abuso. La cuestión de los actores es central en sus películas, valoradas por muchos que sienten la necesidad de señalar un defecto que no es tal. El ‘sí, pero’ crítico suele ser una versión laica de la clerical búsqueda de la paja en el ojo ajeno. La viga que se les pasa por alto a los detectores de agujas en los pajares es la de que el actor es una pieza más del conjunto de operaciones organizadas por el director y no puede ser juzgado al margen de ellas. La mayoría de los personajes de las películas de Campusano no sólo son encarnados por actores eventuales y no profesionales, sino que, en lo posible, tienen que haber vivido experiencias similares a las de los personajes, o que les resulten familiares. Algunos funcionan mejor y otros peor, pero incluso esta última circunstancia queda contemplada por la heterogeneidad de la propuesta y, hasta ahora, también superada por la voluntad expresiva, que es una voluntad de reunión a sabiendas de la diversidad y en busca de un todo autónomo pero nunca cerrado, del cual ellos y sus desniveles son parte nuclear.
A uno de los personajes de Fango le dicen El Híbrido, significante adecuado para saber con qué horizonte de expectativas tenemos que manejarnos al analizar sus películas. Hibridación que conjuga, entre otros elementos, el desarrollo causal naturalista pero friccionado, la veracidad antropológica, restos de la materialidad más repulsiva que sensacionalista de los subgéneros de explotación de los 70, destellos fulgurantes de realismo ontológico, y un trabajo radical con la palabra, además del mestizaje racial y sexual que lo constituye y que antes pone en crisis el imaginario del espectador que el de los personajes. Si en los dos largos de ficción previos siempre hubo un par de protagonistas excluyentes, aquí ya no sólo se reparte en tres, sino también en varios secundarios que forman un caleidoscopio de puntos de vista que la edición de Leonardo Padín tensa y equilibra. La lógica tribal es menos férrea y más volátil que en Vikingo y Fantasmas de la ruta porque la unidad de acción, propósito y vestuario de los motociclistas no tiene lugar en el barrio, configuración social mucho más individualista que aquella y con expectativas de ascenso social. Si la hibridación manda, entonces no hay pureza posible ni deseable, aunque sí la procura de una homogeneidad dramática relacionada a ese retrato de grupo que es Fango. Maravilla ver cómo se traslada el foco de atención de unos a otros con soltura, pero sin desatender el progreso de las dos vías narrativas principales de la infidelidad a la que se quiere poner fin, y de la banda que quiere armarse y nacer. Bajo, viola, violín, bandoneón y batería terminarán tocando La ñata contra el suelo en una escena que recuerda la gran combinación de imágenes y música ya probada por el clip de La Rockabilera del Sur para Vikingo. El mentado título del tango trastoca la ilusión del pibe (en este mundo ya no hay lugar semántico para chiquilines) que mira a través del vidrio esas cosas que nunca se alcanzan por el sometimiento de quien es forzado a morder el polvo, y entronca más con la lógica letrística tanguera de la guardia vieja que con la melodiosa y lírica del tango canción, sin ser del todo ajena a sus vínculos sentimentales. Sus protagonistas son también hombres heridos sin falso pudor ni culpa alguna, incluso Nadia, quizás más radicalmente que ninguno. Fango tampoco obedece ni arremete contra ningún criterio estético. La experiencia física –sexual o de la índole que sea- tiene un valor intrínseco que incluye pero excede al de la belleza en tanto canon estético mercantil.
Fango (Argentina, 2012), de José Celestino Campusano, c/ Oscar Génova, Nadia Batista, Claudio Miño, Olga Obregón, 106′.
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me parece super genial el trabajo como describes a brevedad la pelicula, podria tomas apuntes de tus comentarios para un escrito de la universidad Andres ortiz, U distrital, gracias