el-séptimo-hijo-posterEl viejo espíritu de la clase B sigue vivo y viste efectos digitales pulcros y brillosos. Lo cual, dicho sea de paso, nunca fue un elemento ajeno a este cine de bajo presupuesto y alto impacto/narratividad. Hoy podemos ver esas viejas películas y deleitarnos con la tosquedad de las maniobras analógicas de lo fantástico, pero en su momento lo que hoy nos puede parecer sofisticada rusticidad era lo más nuevo y mejor que podía ofrecer la fantasía del cine.

¿Qué era el cine de monstruos de la Universal más que el despliegue aparatoso de los más avanzados efectos de maquillaje y trucaje fílmico? ¿Qué era esa ciencia ficción de maquetas e hilos casi visibles más que la puesta en escena más transparente posible de aquello que no se puede filmar? Al verlas hoy notamos la evidencia pasmosa del gran pacto de verosimilitud que le exigen al espectador esas películas de la fantasía anticuada, pero probablemente la percepción de ese pacto haya cambiado. Los efectos digitales (omnipresentes, ineludibles, más o menos berretas) no son más que la continuación de esa alegre (aunque a menudo lúgubre) fantasía del cine.

El séptimo hijo es un nuevo producto de Hollywood que continúa ese espíritu mercantilista/carente de toda pretensión/fuertemente narrativo/tosco, y en esta oportunidad habitado por dos de las grandes estrellas del star system actual: Jeff Bridges y Julianne Moore.

La clave para entender esta película está en las expresiones faciales de Bridges: gran actor entre los grandes, capaz de las sutilezas más sutiles, Bridges porta a lo largo de toda esta película una expresividad que parece sacada de un dibujo animado viejo y ya ridículo. Su brujo es una máscara de brujo con bigotitos y barba, pura plasticidad facial, exageración, ridículo y elasticidad bucal incontenible. Es imposible tomarse a Bridges en serio y, lo que es más importante, nunca buscaría que nos lo tomáramos en serio. La presencia de Bridges (pura fotogenia) es la presencia gozosa de (a estas alturas) una gran figura que bajó del Olimpo del cine para jugar. El campo de juego se despliega esta vez entre montañas, lagos cristalinos, bosques verdes verdes, brujos, brujas, monstruos de la más surtida y grotesca calaña y dragones francamente feos que se despliegan por los aires.

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Frente a la caricatura de Bridges, Julianne Moore ofrece una máscara más seria, levemente más grave, pero su participación en este gran campo de batalla infantil no le suma peso a una propuesta que apuesta siempre y exclusivamente a la narración: nada de narradores de voz graves que nos expliquen las reglas fantásticas de este mundo, nada de profecías sobre el elegido que vendrá a restaurar el orden en el universo, nada de grandes verdades ni descubrimientos profundos personales. En la primera secuencia tenemos un dragón que sale volando por los aires. A los diez minutos de película, el aprendiz de brujo muere asesinado por la dragona y Bridges se lanza inmediatamente a buscar a su nuevo aprendiz. Nada de explicaciones lentas o cuidadosas psicologías baratas. Palo y a la bolsa. Acá lo que importa es otra cosa y, en realidad, lo que importa es nada.

Liberada, aceitada, lustrosa, El séptimo hijo se ve libre de jugar y retorcerse, de enroscar los (pocos) elementos que pone en escena, de jugar sin consecuencias a este mundo mágico y dejarnos jugar a nosotros con ella.

Eso puede resultar mucho mejor que una obra maestra y es muchísimo mejor que una mala película buena.

El séptimo hijo (Seventh Son, EUA/Gran Bretaña/Canadá/China, 2014), de Sergei Bodrov, c/Ben Barnes, Jeff Bridges, Julianne Moore, Kit Harrington, Olivia Williams, 102′.

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