Más allá de sus aciertos en tono, en la actuación, en la narración elíptica, probablemente la idea más interesante que maneja Mauro esté en la precisión de su puesta en escena. No se trata de que sus planos fijos estén perfectamente encuadrados, de la belleza y duración exacta de esos planos, sino de algo que parece mucho más simple: la idea de usar planos fijos.
Las veces en las que el cine argentino decide filmar el conurbano bonaerense, la apuesta suele ir por otro lado: encuadres sucios, cámara inestable, movimientos abruptos. El efecto generado (y buscado) tiene que ver con una cierta inmediatez, con la velocidad, con una vaga sensación de urgencia y marginalidad, con un enfoque levemente sociológico que parece suponer que las historias de las personas que viven en el conurbano solo pueden entenderse como parte de su contexto. A través de un artificio más rígido (pero no mayor, la cámara que se sacude es un código estilístico como cualquier otro), Mauro logra saltar sobre esa brecha que separa la cámara sociológica de su sujeto de estudio para entrar directamente en la intimidad de sus personajes. Mauro es una película íntima, una película que sabe encontrar sus ritmos.
La medida de esa intimidad le permite a un personaje que trabaja esporádicamente en negocios ilegales no quedar definido por ese trabajo ilegal (“la historia de un falsificador de billetes”), sino ir y venir por espacios, trabajos, relaciones, definiciones, momentos. Mauro es mucho más una hermosa nariz de perfil que un pasador de billetes.
La ilegalidad lo rodea, pero en el contexto de Mauro esa ilegalidad es una simple cuestión técnica: fabricar billetes no supone querer convertirse en Tony Montana sino que representa una opción entre otras para tratar de salir adelante. No se trata siquiera de una suspensión del juicio moral: en el enfoque seco, material y fundamental con el que se muestra el trabajo, Mauro no queda definido exclusivamente por lo que hace. Mauro no queda definido. Lo vemos armar billetes, lo vemos pasarlos, lo vemos coger, lo vemos trepado a un árbol juntando paltas, lo vemos nervioso cuando tiene que hablar con una mujer, lo vemos viajar en tren, lo vemos entrar a un telo, lo vemos en un boliche y luego con su madre hablando de cine. Cada nueva escena, cada nuevo plano nos muestra una línea tangencial que roza ese centro que es Mauro pero que nunca intenta atravesarlo o explicarlo. Mauro no es nunca una pieza en una trama o una pieza en un entramado: esa libertad es la que permite la intimidad que vibra en la película, que la justifica y le da sentido.
Mauro vive en el conurbano y, en buena medida, Mauro se dedica a retratar ese espacio, pero lo retrata como espacio y no como contexto. Liberado de la idea de denuncia o de urgencia, el espacio vuelve a cobrar espesor. El espesor de un lugar que existe al lado de otros lugares, con gente que vive una al lado de la otra.
Parece una idea simple. Pero no lo es.
Aquí puede leerse un texto de Mauro Zanier sobre la misma película.
Mauro (Argentina, 2014), de Hernán Rosselli, c/ Mauro Martínez, Juliana Simoes Risso, José Pablo Suarez, Victoria Bustamante, Pablo Ramos, 80′.
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