Tengo 7 años, hace un año que nos mudamos a Dock Sud con mis viejos, hace solo dos meses falleció mi abuela Haydee. Estamos en 1986, el año en que de la mano de Maradona salimos campeones en México. Es un lunes a la noche, mi mamá debe estar cursando alguna materia de Ciencias de la Educación, yo estoy solo con mi papá en casa. En la tele van a pasar Rocky, le digo a mi viejo si la quiere ver y me dice que sí. Mi viejo en general no ve cine, dice que no le interesa, que antes, cuando era joven, le interesaba pero que ahora ya no. En general mi viejo tiene la misma respuesta para todos los temas; cuando yo era chico y le proponía ver algún partido importante de la selección o del campeonato local me decía: “No, a mí no me interesa, cuando era joven sí me interesaba el fútbol pero ahora ya no”, y entonces procedía a contarme que él era fanático de un número 5 de Boca que se llamaba Lazatti y que nunca vio un prodigio así, y que vio a Arsenio Érico que saltaba hasta por las nubes para cabecear y era una máquina de hacer goles, pero que después eso (el fútbol) sencillamente le dejó de interesar. Con el cine le pasaba lo mismo, de joven había visto muchos westerns (él les decía películas de “convoys” o yo lo entendía de esa manera) y ya de más grande se había enamorado del cine de Bergman y de Kurosawa; decía que eso era un cine de puras imágenes y que a él le gustaba eso. Porque para mi viejo el cine, al comienzo, era sólo imágenes pero después todo se empezó a distorsionar y entonces a él todo eso (el cine, en este caso) dejó de interesarle. Cuando yo nací mi viejo ya era un tipo de 55 años con 4 hijos de 4 mujeres distintas al que sólo le interesaba la filosofía y la música clásica: los juegos del lenguaje de Wittgenstein, Platón, Heráclito, Freud y la teoría del inconsciente, Mozart y Bach. Esos eran los intereses de mi viejo, todas cuestiones muy lejanas para un chico de 8 años.
Pero esa noche de 1986 tal vez mi viejo tuvo ganas de construir un recuerdo con su hijo y aceptó la invitación que le hice de ver la película, así que comimos temprano y nos sentamos a mirar la tele.
A esta altura de mi vida Rocky debe ser la película que más veces vi en mi vida y es, sin dudas, una de las películas que más quiero. Para mí, es misteriosa. A veces creo que lo que más me atrapa de la película de Stallone y Avildsen es la historia deportiva, el campeón arrogante multimillonario y aburguesado que duerme en sus laureles (Apollo) contra el ignoto perdedor que no tiene nada más para perder. A veces creo que lo que hace que considere a Rocky una película fundante en mi vida es la relación que tiene su protagonista con Adrianne (Talía Shire): su conmovedora historia de amor, dos solitarios que se encuentran y se aferran a ellos mismos. Los veo patinando en una pista desierta y se me llenan los ojos de lágrimas. O recuerdo la escena en la que Rocky y Adrianne están en la casa de ella hasta que irrumpe Polly (el genial Burt Young) y comienza a reprocharle a Adrianne su relación; él la insulta, la ofende, entonces Rocky se levanta y amenaza con golpearlo, pero sólo lo levanta por los hombros y lo deja para terminar yéndose a vivir con ella. También me conmueve la historia entre Rocky y su entrenador; me emociona sobre todo, como el primer día, la escena en la que Micky (grandísimo papel de Burges Meredith) va a la casa de Rocky y le empieza a contar los detalles de su vida, los golpes que recibió en su carrera, y luego empieza a hablarle del talento natural (y desperdiciado) que Rocky tiene para el boxeo. Entonces Rocky comienza a hacerle reproches, le recrimina por haberle sacado su casillero en el club donde él entrena, le pide a los gritos que por favor se vaya de su casa y le recuerda que nunca estuvo con él cuándo lo necesitó: sólo ahora que Rocky tiene la oportunidad de pelear por el título mundial Micky tiene la gentileza de ir a su casa.
Desde chico siempre me fascinó la manera en la que se resuelve esa escena: mientras Rocky le grita a su entrenador la cámara se aleja, se lo ve a Micky irse cabizbajo de la casa y, de repente, Rocky deja de gritar, por unos instantes se lo ve a Micky solo, con la hermosa y melancolica música de Bill Conti de fondo, y el silencio y la tristeza de la atmósfera se quiebran cuando Rocky baja y la cámara muestra cómo ambos se funden en un abrazo fraternal que oficia de reconciliación.
También me emocionan las escenas deportivas: Rocky golpeando salvajemente una res mientras el entrenador de Apollo lo observa preocupado por televisión mientras su pupilo se encuentra en una reunión de negocios. Siempre pensé que esa escena funcionaba como una gran metáfora de lo que son el deporte profesional y el amateur, y de las tensiones múltiples que operan irresueltas entre ambos. Rocky levantándose por las mañanas para hacer ejercicio con la radio como única compañía y saliendo a correr siempre acompañado por las melodías icónicas de Bill Conti; Rocky persignándose antes de salir a pelear; Rocky diciéndole a Adrianne que no le importa ganar la pelea, que lo único que le interesa es mantenerse en pie cuando termine el último round, para, por una vez, dejar de ser algo más que un vago más del vecindario; Rocky saliendo por primera vez con Adrianne, llevándola a patinar, después yendo a su casa, sacándole los anteojos y el gorro, diciéndole que es hermosa; ella diciendo que no tiene que estar ahí, que nunca estuvo sola en la casa de un hombre y, finalmente, los dos besándose; Rocky y Apollo desechos en el último round, golpeándose salvajemente hasta que las campanas melancólicas anuncian el final de la pelea y Apollo abraza a Rocky, le dice que no habrá revancha (cuando todos sabemos que sí la habrá, habrá revancha y habrá franquicia, claro que sí) y Rocky grita que quiere a Adrianne y Adrianne entra desesperada para abrazarlo y pierde su gorro hasta llegar al cuadrilátero, y se abrazan, y él grita que lo logró y que no le interesa escuchar el resultado (que a esta altura ya todos lo sabemos) que da por ganador a Apollo Creed.
Hace 29 años vi Rocky por primera vez y estoy casi seguro de que es la primera película con actores de carne y hueso que realmente vi con interés en mi vida. Todavía hoy, si cierro los ojos, veo a mi papá gritando que le pegue a Apollo, que lo tire, pidiéndole al árbitro que cuente, que a Rocky le están robando la pelea. La imagen de mi viejo gritando como un salvaje por una pelea de ficción fue toda una revelación. Nunca vi a mi viejo así de poseído con una película y eso es algo que -ahora comprendo- se debe a que Rocky (a pesar de todos los prejuicios que la figura de Stallone genera) es una gran película, una película honesta y noble, real en el sentido en que documenta esa porción de la realidad que capta nuestras emociones.
Lo bueno de haber visto Rocky a los 8 años es que la vi siendo virgen de cualquier discurso esteticista. Entonces no sabía lo que era el cine de autor, ni la nouvelle vague, ni el neorrealismo italiano, no sabía lo que era la crítica cinematográfica ni tenía la menor idea de lo que era usar la cámara como una lapicera. Cuando yo vi Rocky a los 8 años era un nene que quería ver una película con su papá, éramos simplemente dos personas construyendo un recuerdo que no sé realmente en qué reside.
Quizás en la historia de perdedores hermosos que presenta la película radica parte de su belleza honesta. La película de Avildsen y Stallone reproduce milimétricamente el american way of life con todos los ingredientes del cine clásico estadounidense y, tal vez allí, radica en parte el secreto de su éxito. Un don nadie que tiene la oportunidad de salir del barro del anonimato y la pobreza a los golpes, una chica tímida y solitaria que lo acompaña contra viento y marea, un entrenador gruñón que también quiere tener una revancha. Como en toda gran película los personajes secundarios son claves para generar empatía con el espectador y para acompañar al protagonista en esta travesía. Aunque Rocky se levantara a la madrugada y saliera a recorrer solo las calles de Filadelfia nunca estaría definitivamente solo, y eso también es un consuelo y un aliciente para los que estamos del otro lado de la pantalla haciendo real lo ficticio, apretando los puños como si la pelea por el campeonato entre Rocky y Apollo se tratara de algo real. Aunque, en realidad, quizás sí se trataba de algo real, quizás se trataba de esa materialidad híbrida entre la realidad y la ficción de la que están hechos los sueños.
A casi 40 años de su estreno, y a 29 años del día en que yo la vi por primera vez con azorados ojos de niño en la casa de mis padres en Dock Sud, Rocky se ha transformado en una franquicia que ya va por su séptima parte. En la parte 2 la lógica revancha mantiene algunos rasgos de la nobleza de la original; en la 3 -la peor película de la saga- Rocky enfrenta a Míster T en un episodio absolutamente innecesario; la 4 es una película más interesante por su dimensión simbólica que por sus valores cinematográficos, ya que allí Rocky va a Rusia a derrotar a Iván Drago (una máquina de matar) para vengar la muerte de Apollo, aquel primer rival luego devenido en entrenador y amigo. Drago representa la frialdad del comunismo soviético y Rocky representa la humanidad y bondad del capitalismo: estamos en 1987, el bloque soviético está por derrumbarse luego de 70 años, Rocky hace tiempo dejó la sencillez y simpleza de la primera entrega, y la película de Stallone se adelanta en dos años a la caída del muro. La victoria de Rocky sobre Drago adelanta la década del 90 a nivel global y la hegemonía feroz del discurso único propio del capitalismo financiero del fin del siglo XX. La quinta parte, ya en 1990, muestra a un Rocky destruido por las secuelas de la pelea con Drago y es un intento de Stallone por volver a contar una historia pequeña en torno a la relación entre Rocky y su hijo. Rocky Balboa, estrenada en 2006, es prácticamente una remake de la original, pero aquí Rocky ya es un boxeador veterano que busca la redención en una pelea final. Es la película más fiel al espíritu de la primera Rocky y quizás también por eso es la mejor de las secuelas.
Mientras escribo estas líneas se está por estrenar la séptima entrega de Rocky, en la que el bueno de Stallone será el entrenador del hijo de Apollo así como Apollo fuera entrenador suyo en la tercera parte de la saga.
Mi biografía está atravesada por la historia de Rocky desde mi nacimiento. Soy del 78 (el año en que ganamos el primer mundial), dos años después de la primera entrega de la saga, cuando a mi país lo gobernaba la dictadura más sangrienta que haya tenido lugar en estas tierras. Para el estreno de la cuarta parte estaba en cuarto grado de la primaria. Cuando estrenaron la sexta en 2007 (película que, conjeturo, a mi papá le hubiera gustado bastante), mi viejo ya hacía tres años que miraba todo desde el otro lado de las cosas. Para la séptima, que está por llegar, mi hijo ya tiene un año. Con Rocky, atravesamos juntos la dictadura del 76 al 83, los 80 con las democracias débiles sometidas al poder del capital global, los regímenes neoliberales de la década del 90, y los 2000 trastornados por el impacto brutal de la caída de las torres gemelas y por una América Latina convulsionada por una serie de gobiernos que le daban la espalda a las ortodoxias del primer mundo desde lo político y lo cultural.
Muchas veces me interrogo por la pasión cinematográfica y pongo en duda si ésta sería igual si otra hubiera sido la primera película de mi infancia, si otras hubieran sido las circunstancias que me hubiera deparado el azar. Si mi primera película hubiera sido Karate Kid y la hubiera visto solo, hoy, 29 años después, ¿estaría intentando recordar como un poseso las circunstancias de esa noche tan significativa para mi memoria? Lo dudo seriamente. Para mí sigue siendo un misterio por qué Rocky es una película que quiero con tanto fervor. Quizás sea que las calles de Filadelfia son similares a las calles de Dock Sud. O quizás sea ese retrato tan real, casi documental, de la película de Stallone, esa capacidad para describir con imágenes a esa población trabajadora, con sus miserias y sus bondades. Quizás sea ese uno de los secretos aciertos y logros máximos de la película. La verdad es que no tengo claro en qué consiste ese embrujo magnético que esta película ejerce sobre mí; lo cierto es que mi relación amorosa con el cine es parte fundamental de mi educación sentimental. Esto es tan cierto como que yo no sería el tipo que soy si no hubiera visto las películas que vi en cada exacto y preciso momento de mi vida.
Rocky no fue la única película que más marcó mi infancia. Recuerdo que, con mi mamá, en Sábados de Superacción veíamos Doce del patíbulo e Infierno en la Torre, y que con ambas películas quedamos fascinados. Un lunes por la noche, solo, vi la primera Rambo en El mundo del espectáculo y también quedé fascinado por la historia del sobreviviente John (años después comprendí que tanto Rocky como Rambo son y cuentan historias de sobrevivientes y que en eso radica el simple y brutal encanto de las películas de Stallone). Cuando mi vieja compró la videocasetera en el año 92 (lo único que se compró en mi casa con el uno a uno del menemismo fue esa videocasetera y una tele colores de 14 pulgadas) aprendí en un año casi todo lo que sé de cine hasta la actualidad: en un año vi casi todo Hitchcock, la nouvelle vague, Polanski, Visconti. Volvía corriendo del colegio, donde me aburría como un hongo, y me encerraba a ver las películas que me alquilaba mi mamá en Liberarte. Me vi casi todas las de Delon y Belmondo, porque mi vieja estaba lo está todavía) enamorada de las dos; por ella conocí a José Giovanni y a René Clément, a Bertolucci, a Bresson y a tantos otros.
A lo lejos, casi siempre imperturbable en su mundo de libros de autores presocráticos, mi viejo observaba todo sin intervenir. Cada tanto mencionaba a Kurosawa o a Bergman; se había olvidado de Rocky para siempre, nunca volvimos a hablar de esa noche de 1986. Otra noche, siete años después, a mis 15, pasaron Fanny y Alexander en Función privada. Cuando mi papá se enteró de que la iban a dar nos dijo a mí y a mi vieja que la viéramos en familia, que Bergman era uno de los grandes (y nos repitió que “el maestro sueco había sido el que más y mejor había entendido que la belleza del cine radicaba en la imagen y que era el maestro único en el lenguaje cinematográfico”). Yo, naturalmente, había depositado muchas expectativas en ver esa película con mis viejos, pero cuando la película empezó nos aburrimos mucho. La película de Bergman nos resultó pesada y lenta, y a mí, por momentos, me parecía inentendible. Mi vieja y yo seguíamos sentados firmes, viendo la película, respetuosos de la investidura de Bergman en el mundo del cine. De pronto, al cabo de 45 minutos de película, mi viejo se puso a dormir. Todavía hoy lo veo ahí sentado en la silla, durmiendo profundamente, primero en silencio y después con ronquidos cada vez más sonoros.
A veces pienso que si mi viejo se hubiera dormido con Rocky y se hubiera quedado fascinado con Fanny y Alexander mi historia con el cine sería diferente, quizás mis gustos serían distintos y diversos. Quizás no amaría a Truffaut y a Visconti, quizás sería fan de Kurosawa y de Bergman. Pero todos estos argumentos son contra fácticos porque yo a los 8 años no vi Fanny y Alexander, ni Aguirre, la ira de dios. A mis 8 años vi Rocky un lunes a la noche mientras esperábamos que mamá volviera de la facultad como todos los lunes de ese año, mientras nos invadía la tristeza por la muerte de mi abuela Haydee.
Hoy creo que se puede trazar la historia sentimental de un hombre a partir de las películas que ha visto a lo largo de su vida. Hace unos días enganché en la tele, de casualidad, Primavera tardía de Ozu. Vi los últimos diez minutos mientras le hacía upa a mi hijo, que dormía sobre mis hombros, y lloré desconsolado con la última escena en la que el protagonista vuelve a su hogar, solo, luego de que su hija partiera para continuar su vida con su marido. Me conmocionó la belleza de esa escena final y de toda la película (que después vi entera en YouTube) principalmente por la simpleza con la que Ozu cuenta la historia de ese hombre y su hija, que se aman y construyen su vida desde su amor. Y entonces me acordé de Rocky y de Adrianne, esa chica solitaria, y de una rara y singular belleza que acompaña a nuestro héroe en silencio durante toda la película.
Al fin y al cabo, pensé, somos todos sobrevivientes. Nuestros días están atravesados por la carga de esa supervivencia y para seguir adelante necesitamos un poco de amor, un poco de belleza, que buscamos donde sea que los encontremos. En una película que habla de un boxeador que tiene una oportunidad de redimirse y que un padre y un hijo ven en una casa en Dock Sud, o en una película que habla de la relación entre un padre y una hija y que un padre con su hijo ven en su casa de Caballito 29 años después.
O en alguien que ve obsesiva y solitariamente películas toda su vida y las cuenta, las enumera, las recuerda, las revive en su cabeza, hasta sueña con ellas y las vuelve a ver una y otra vez como si eso fuera algo importante, como si ese ejercicio le permitiera retener una escena primaria que se escapa inevitablemente de sus manos: la de un padre y un hijo viendo una película, la de un padre y un hijo construyendo un recuerdo.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: