En el centro de La hora del lobo -cuando allá por los 47 minutos de película recién aparecen por segunda vez los títulos, rubricando la insistencia confesional de su cine- hay una escena hablada y otra prácticamente muda. Como sucede a menudo en sus películas, entonces Bergman demuestra lo elocuente que puede ser cuando calla y el abuso compulsivo de la palabra al que se entrega con culposa complacencia. Entre otras cosas porque dentro de su sistema el silencio es el Mal, lo que no impide que esos bloques verbales vomitados por sus personajes sean también una manifestación de soledad. Un análisis de la palabra en Bergman referirá siempre a formas del discurso -la confesión, el rezo, la sesión psicoanálitica- que suponen la existencia de un otro en cierta medida virtual, y pertenecen tanto al orden de la conversación como al del soliloquio. A Bergman no le basta con mostrar: necesita mostrar y decir (mediante la palabra o acentuando el potencial simbólico de la imagen) lo mostrado o lo por mostrarse, anunciar lo por venir y referirse luego a ello. Bergman es un profeta incrédulo para quien la palabra que anuncia es más real que la visión. Hay exhibicionismo, pero también dolor genuino. Ni siquiera cree en sí mismo, sino en las palabras con las que se dice a sí mismo, en las que vive durante el sólo instante en que le presta su voz a esas marionetas que son los actores. Fellini despliega su yo -incluso apareciendo en cámara- para construir un mundo autónomo y habitable en el que hasta su propia identidad se disemina hasta volverse personaje y prescindir de sí mismo. Bergman delega su yo en otros pero no consigue nunca librarse de sí mismo ni librar a su suerte al espectador, liberarlo de su sombra concreta y densa, de su voz de apuntador obsesivo tras bambalinas. «Fellini danza», le hizo decir Pasolini a Welles en La Ricotta. Bergman no, y esa fuerza de gravedad resulta ser su mayor lastre, pero también uno de los más singulares anacronismos. Si Daney decía que ciertos cineastas de la ex URSS atascaban la imagen con materiales acuosos densos, Bergman arroja sobre los hombros del plano el peso de unas preguntas que el flujo audiovisual contemporáneo se niega a formular.

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