
Sin caer en el facilismo del análisis sociológico que engloba un lineamiento lógico-causal directo e inamovible para una actividad artística repleta de subjetividades, es imposible desligarse de ciertas ansiedades ligadas a las (¿nuevas?) tecnologías, dispuestas para la creación de formas de interacción, de aprendizaje, desarrollo y crecimiento tan cercanas a los seres humanos que suscitan debates éticos en relación con los organismos creados. M3GAN (Gerard Johnstone, 2022), coescrita y producida por James Wan, tensiona estas ansiedades poniendo en crisis a la familia nuclear tradicional para mostrar a sus personajes embebidos en la tecnología a tal punto de ser consumidos por ella, creando formas de socialización nuevas, distantes, deshumanizadas, porque, como buen exponente del género, verá a la ciencia como un arma de doble filo.
Un accidente de auto durante un viaje vacacional deja huérfana a Cady (Violet McGraw), abandonándola al cuidado de su tía Gemma (Allison Williams), un prodigio de la programación tan absorta en su creación que relega el rol materno a su reciente invento: un androide dispuesto a ser vendido como juguete de compañía y educacional. En ese sentido, el conflicto principal de la trama se da en la tensión entre Madre (o tutora) e Hija. La familia y sus integrantes se van modificando a medida que avanza la trama: la familia nuclear, encabezada por el padre y la madre, es rápidamente reemplazada, y su lugar será terreno de disputa entre la IA y el familiar consanguíneo. En ese entramado, los comportamientos de ambos personajes están subvertidos: quien vela por la niña, quien demuestra valores loables como el interés por el otro, quien lleva a cabo los roles de compañía y cuidado es la muñeca, mientras que Gemma muestra una desconexión total del mundo y de las personas que la circundan. Esto conduce al espectador a empatizar primero con M3GAN, para luego abandonar ese lugar de complicidad al momento en que ésta devenga en un ente peligroso. Es así como se va tensionando el límite entre lo artificial y lo natural, donde los roles aparecen trastocados, planteando la humanización de la máquina y la deshumanización de las personas como parte de un mismo proceso: mientras el androide parece mostrar preocupaciones maternales, la protagonista se destaca como una promesa para la evolución del mercado de juguetes, absolutamente lógica, desligada de los sentimientos y de quienes la rodean. Su conexión con los otros está mediada también por la tecnología: su relación con compañeros depende de su prototipo y la posibilidad de una relación amorosa depende de Tinder.
Por su parte, a Cady se le da una tablet “para que no moleste en el viaje” y ella misma responde a una serie de comandos -por ejemplo, antes de jugar con un dispositivo pregunta cuánto tiempo tiene de pantalla-. No demuestra conexión con el mundo exterior, en parte a causa del trauma, y en parte porque fue educada por y a través de la tecnología (la tablet con sus padres, la muñeca con su tía). Esta imposibilidad de Gemma para asumir el rol materno es reiterada en demasía e innecesariamente y la película se estanca, se ralentiza, en esa iteración. Además de esto existe una línea problemática que se insinúa para quedar rápidamente trunca: el tema del robo de datos, de información, que viene aparejado con las nuevas tecnologías.

La histórica crítica del género hacia los avances de la ciencia hace mecha desde el principio con la relectura del mito de Frankenstein, compartiendo ciertos de sus rasgos románticos: un monstruo con sensibilidad, sufriente, arrojado al principio a un mundo hostil. Es en esta primera parte de la película donde el espectador comparte el punto de vista de la nena, quien empatiza con el androide y se aleja de su tía. Sin embargo, mientras en Frankenstein la creación se va en sollozos, acá asume un rol de activa venganza al comprenderse en peligro, al comprender su finitud. No es casual que lo que termina de cerrar al algoritmo de programación en algo absolutamente humanizado sea el entender el concepto de la muerte. Casi heideggerianamente, el androide cumple su rol de adquirir humanidad a través de su programación absorbente de contenidos al saberse ella también un ser destinado a la muerte. Es por eso por lo que, desligándose de cualquier tipo de leyes de la robótica de Asimov o similares que contuviera su comando madre, comienza a priorizarse y a ganar ese atemorizante libre albedrío (“Tengo un nuevo usuario primario: yo”).
Es cierto que más allá de Frankenstein son inevitables las ligaciones con grandes muñecos malditos del género como Chucky y Dolly, pero la vuelta de tuerca se produce acá al salir del misticismo gótico, donde el elemento del mal aparece vehiculizado por “la brujería” para encarnarse, en cambio, a través de la ciencia (al igual que Frankenstein), en la modernidad tecnológica -de hecho, aparece un castillo en la primera escena al que nunca se llega, negando de entrada esa herencia gótica-. Es ese lugar del avance tecnológico que funciona como crisol de ansiedades -pensemos en la transposición de El hombre invisible (Leigh Whannell, 2020), donde la invisibilidad no era otra cosa que un gran dispositivo panóptico-. Con los avances de la IA, estos debates éticos no son descabellados, porque básicamente lo que no se puede controlar desde el código es el aprendizaje que haga el programa de la sociedad, que ya está corrompida. Eso fue lo que pasó, por ejemplo, con el bot de Microsoft lanzado en Twitter en 2016, Tay, que a las 16 horas debió ser dado de baja por “mensajes inapropiados” -eufemismo del equipo desarrollador para los mensajes de odio, racistas y misóginos-, entre ellos su intención de exterminar a la raza humana porque los usuarios –“trolls” dirán algunos- lo llenaron de ese tipo de mensajes.
No obstante, lejos de la ampulosidad de la crítica adusta, Wan propone una lectura de la realidad en tonos paródicos en relación con las propias leyes de un género que entiende en vías de agotarse a base de las repeticiones de fórmulas. Para escapar de ese lugar común, se elige el de la parodia y el comic relief, una relectura analítica sin dejar de ser disfrutable y amena para el espectador.
M3GAN (EUA/Nueva Zelanda, 2022). Dirección: Gerard Johnstone. Guion: Akela Cooper, James Wan. Fotografía: Peter McCaffrey. Edición: Jeff McEvoy. Elenco: Allison Williams, Violet McGraw, Ronny Chieng. Duración: 102 minutos.