Por Nuria Silva.

Estaba viendo la tele cuando asumió Máxima como reina de Holanda. Un periodista cubría los festejos en la Plaza Damde Ámsterdam. En un momento le pregunta a una holandesa por qué estaba tan feliz con el evento y la respuesta fue categóricamente estúpida. Dijo que Zorreguieta era un ejemplo para todas las mujeres del mundo porque se había casado con un príncipe y tenía tres hijos. Botón de muestra de los que se comieron el cuento a la Disneycontemplando sólo la parte aristocrática del asunto sin asumir su lugar de plebe. Aunque la película de Hilde Van Mieghem no sea una historia de princesas, tiene bastante de este raciocinio retrógrado en su enfoque sobre el amor. En su intento de ser un retrato de la mujer moderna recurriendo a escenas de sexo procaz y conversaciones a lo Sex and the City, no puede sortear su discurso conservador en tanto la define como incapaz de ser feliz por sí misma sin la presencia de un hombre a su lado como garante de bienestar económico y buena posición social.
Hacía mucho que no odiaba una película tanto como odié Locamente enamoradas. Su tono de comedia romántica con olor a rancia burguesía sólo logró que sus personajes, su fotografía y su argumento me parezcan odiosos y bobos. Con una estructura coral, cuenta la historia de cuatro mujeres (madre, hija, hijastra y tía) que viven juntas. El relato principal recae en la voz off de Eva, la más pequeña de la familia. La perspectiva de la adolescente se vuelve infantil en el peor de los sentidos y, desde esa subjetividad, la directora elabora una puesta en escena en la que no queda claro si se toma en serio el asunto o lo parodia. Su madre, Judith Miller, es una actriz de cine que no puede estar sin la compañía de un tipo. El motor que la impulsa a buscar su pareja ideal es el de asegurarse un buen pasar, una posición “respetable” en la sociedad. El peor perfil de una promiscuidad que ni siquiera está centrada en un deseo verdaderamente físico y placentero, sino meramente acomodaticio. Entonces ¿debo sentir algún tipo de empatía por esta mujer? ¿Debo sentirme reflejada sólo por una cuestión de género? Es cierto que, como mujer que soy, a lo largo de mi vida siempre me he sentido “afuera” de los discursos que aluden a cierto universo femenino (desde el amor idealista hasta la moda). Tal vez sea un bicho raro, pero ni de chica me atraían las películas románticas o los cuentos de princesas, y me parecería descabellado que cualquier mujer, incluso quien eleve sobre su cabeza la bandera de la femineidad, pueda reconocerse en cualquiera de estos personajes. A menos que, claro, tenga las mismas metas en su vida. Tristísimo.


Dejemos de lado a la madre y pasemos a la tía, una mina más joven que está buscando tener un hijo con su novio, un rubión bastante zopenco, pero en cada visita al ginecólogo descubre un problema o una “malformación” distinta que, aunque no anulan las chances de lograrlo, las disminuyen notablemente. El sexo para ella –y esto no es invento mío, está expresado verbalmente- tiene a la procreación como único fin. De pronto conoce a un nuevo compañero de trabajo que, sin ton ni son, le propone coger en la oficina, ahí, en el piso, sea como sea. La muchacha en cuestión descubre que el sexo también puede ser placentero y corre a contárselo a sus compañeras como si hubiera descubierto la octava maravilla del mundo. La escena es indescriptiblemente insufrible. Tanto por lo exagerado de su voz agitada y su sonrisa estúpida –perdón que insista con el término, pero quien se atreva a verla verá que no hay otra forma de adjetivar- como por el movimiento de la cámara, y el montaje acompañando su movimiento corporal alborotado, que consiste en tirarse sobre los sillones del lugar y luego pararse, una y otra vez, mientras describe los efectos de un orgasmo. La relación con su amante se mantiene durante buena parte de la película. ¿Todo para qué? Para que finalmente sienta una profunda culpa (¿por el engaño o por el placer?) y tome la decisión de volver a los brazos de su insatisfactorio novio que le propone casamiento en otra escena empalagosa e insufrible. Pero no se termina ahí. Los vaivenes emocionales y las fluctuantes relaciones parecieran no terminar nunca (como la película), llegando a límites ridículos que ni siquiera se corresponden con el acento cómico que el relato intenta tener.


Entre todos los hombres que transitan las pasarelas de estas mujeres, el de mayor relevancia es el ex marido de Judith, Bert, un alcohólico recuperado que, pese a estar divorciado de la protagonista, le sigue prestando su hombro para llorar todos sus posteriores fracasos amorosos. También es quien le pasa guita cada vez que la necesita. Buenas cantidades de guita cuyos gastos ella justifica en la crianza de las nenas, mientras la vemos comprando ropa de marca junto a Eva en un shopping de alta categoría. Bert, además, es el padre biológico y jefe de Michelle, una chica de veintitrés años que decide mudarse con su madrastra cuando su viejo estaba en la peor de sus etapas depresivas. Michelle y Bert son, tal vez, los personajes más afables y humanos de todos y, por eso mismo, los que más lástima dan. Sobre él particularmente se inscribe cierto patetismo, aun cuando el final corra a su favor por recuperar a su verdadero amor.

Michelle es, de todas las mujeres, la que demuestra tener un nivel más alto de independencia emocional y económica en su relación con los hombres. Si bien la conocemos trabajando para su padre, termina renunciando, y a partir de esa decisión puede cumplir con sus metas profesionales. Lo mismo con su novio, un prototipo de nerd al que termina abandonando cuando se da cuenta de que la cosa no marcha ni para atrás ni para adelante. Termina involucrándose con otro hombre pero sin dobles intenciones, aunque sea una relación de raíz enrevesada porque es el ex de su tía adoptiva. No voy a entrar en detalles al respecto porque no vale la pena. Ah, y la nena que nos cuenta la historia se enamora de un compañerito de colegio de una belleza muy publicitaria. Comedia destinada a un público ultra conservador que quiere ver cómo se pueden transgredir ciertos límites, siempre y cuando todo termine volviendo al lugar que corresponde con lindas sonrisas, vestidos de fiesta y música elegante de fondo.

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