No deja de ser curioso y llamativo que una película cuyo título es El silencio de los hombres, solo tenga –con la excepción de la voz de la directora y alguna otra mujer que aparece- la voz de los hombres. Y de la misma manera puede plantearse que en tiempos en los que la voz de la mujer se ha levantado para defender sus derechos en una sociedad patriarcal, sea una mujer la que decida explorar el territorio de lo que dicen los hombres. No es que el documental intente poner en primer plano las formas en las que el discurso masculino –cuando no machista- somete a cualquier otro. La exploración busca justamente eso que está más allá, lo que las palabras no han dicho y que, en algunos casos, recién aparece como un balbuceo de un punto de vista diferente.

En principio, la directora recurre a su hermano y a su padre. En el relato que va enhebrando de ambos, lo que aparece en primera instancia es la idea de mandato social: los hombres de cada una de las generaciones familiares tenían marcado un sino que debían obedecer, so pena de ser “excomulgados”. El padre de Lucía, la directora, aceptó ese mandato y continuó con el trabajo en el campo que había comenzado su padre. El hermano, no: abandonó la carrera de Agronomía que lo iba a ligar indefectiblemente al campo familiar y dedicó su vida a otra cosa (y de hecho, el documental se desinteresa de eso, en tanto solo importa la ruptura de ese orden). En ambos aparecen elementos que definen la aparición de esos silencios. En el padre el silencio implica no oponerse al mandato familiar y se termina prolongando, como lo admite en algún momento, con los años, hasta reconocer que alguna de las cosas que cuenta en la película, ni siquiera las había hablado con su esposa. En el hermano, el silencio se impone en la relación con su abuelo, en tanto su voz había roto esa herencia tácita, para continuarse por años en los que ni uno ni otro se hablaron.

Pero luego, ese espacio se amplía a otras historias –que van desde el trans hasta el bailarín- e incluso a personajes a los que se accede por entrevistas. Y allí lo que se pone en juego son los planteos en los que parece no haber respuestas posibles y contundentes. Si la pregunta sobre qué es ser hombre o varón, abre el juego al reconocimiento de la imagen estereotipada (el proveedor como figura más o menos delineada), la pregunta respecto de las posibles conductas machistas, complejiza esa dinámica en tanto pasa de una definición más o menos teórica a una práctica en la que se encuentra involucrado cada individuo. Y justamente por ello, hay una imposibilidad: por un lado, de reconocer y poner en palabras la admisión de esas conductas; por el otro, cuando se reconocen como posibles, identificarlas como parte de la práctica cotidiana. Es la reunión de los amigos que se ve más cerca del tramo final, la que pone en el centro esas actitudes. El Pájaro, uno de los personajes, el más verborrágico de la reunión, es el que plantea un discurso claramente machista, pero eludiendo una y otra vez su reconocimiento como tal. En tanto pasa de lo cotidiano –la forma de relacionarse con su novia, que dice que es violento- a lo colectivo –“No me gusta que una mujer me mande”-, construye una representación acabada de las formas en que opera una sociedad marcada por el patriarcado. “Las mujeres hacen lo que quieren, por eso la odio a Cristina (Kirchner)”, dice El Pájaro, retorciendo el orden real de las cosas para crear uno diferente, y a la vez, esconder el odio en una justificación de dominio que se ha inventado. La tergiversación de la realidad que opera el personaje es otra forma de un silencio que, en todo caso, es tapado por la voz estruendosa de un dominador que se convierte a sí mismo en dominado, una víctima que en verdad es victimario.

Pero esas formas del odio se cristalizan en otros relatos en los que aparecen prácticas tempranas de bullying o castigos al diferente, habitualmente relacionados con la identidad sexual. Si allí debajo subyace un mandato más profundo y enraizado que el de la herencia familiar, su circulación admite diferentes lecturas. Lo que en algunos casos deriva en el relato de situaciones en las que no se actuó –la incomodidad de uno ante lo que otro decía a las mujeres en la calle-, en otros se transmite como un silencio forzado por la idea de la masculinidad transmitida por el entorno –la persona cuyo hermano era gay y no podía hablarlo-. Es en Valentín, el hermano de la directora que esa marca parece más evidente. Cuando señala que la presión social respecto de la sexualidad del macho, implicaba una puesta a prueba constante, lleva la situación a un punto en el que lo sexual se disuelve entre la mentira y la exageración o el silencio que, en ese caso, se impuso sobre los problemas durante varios años.

A partir de ello, pueden pensarse dos momentos del documental que implican caminos abiertos al pensamiento de una masculinidad despojada de esos atributos conculcados por la sociedad. En el primero, uno de los entrevistados relata su propia adolescencia como un duelo continuo bajo el formato de bandas adolescentes, remarcadas por la pertenencia futbolera. De allí no solo surgen las peleas territoriales y de defensa de los propios, sino el reconocimiento de las muertes absurdas y, por sobre todo, la idea de que fue una mujer, su novia de entonces, quien lo rescató de ese espacio (y no parece casual que esa misma persona se dedique hoy a recibir denuncias por violencia de género). En el segundo, otro entrevistado invierte los términos y plantea, sin explicitarlo como tal, una falacia social: según su perspectiva, los hombres son realmente débiles y sus actos están orientados a demostrar una fuerza que no tienen. Allí, en esos momentos, parece haber una punta de un camino, no tanto de lo que actualmente se llama deconstrucción, sino de una exploración en la cual los hombres puedan salir de la propia mitología acunada por siglos para encontrar por fin, la forma de salir de sus propios silencios y de allí también la voz que podrá decir efectivamente qué es ser un hombre.

El silencio de los hombres (Argentina, 2023). Guion y dirección: Lucía Lubrasky. Fotografía: Lucas Palacios. Edición: Ignacio Ragone. Duración: 79 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: