“Todos nacemos y todos morimos y nadie sabe por qué y para qué/ de ese misterio se ocupan los sabios/ y yo me ocupo de poder vivir”.
(Esto va para atrás, Moris, 1969)
Ufa. Parece que la última de Kawase que uno encuentra va a ser (joya) más de lo mismo (¿otra vez?): eso que nos permitió descubrir Shara (2003) embobados y seguir teniendo esperanza de que la muerte no sea otra cosa que una sutil puerta de bambú o un fuera de campo donde esconder el cuerpo para siempre mientras lo que fuimos baila antes del viaje junto a nuestros deudos. Pero Kawase (1969) empezó un tiempo antes a filmar y en cada película mantuvo como orfebre obsesiva sus preguntas sobre la existencia humana, el tamaño de sus envases (fundamentalmente, adolescentes y viejos) y la muerte. Como metáfora o como interrogante, Aguas tranquilas (2014) se pregunta recurrente, casi infantilmente, qué pasa después. Le calienta un espárrago que quien se siente a ver sus películas apruebe o no sus no tan intempestivas variaciones en la forma de ver la vida terrenal traducida a través de las sensaciones y las relaciones, la significancia de sus tiempos insignificantes, los rasgos que confieren a cada rostro esos tiempos, la inocencia curiosa de los adolescentes, la sapiencia de los viejos y, en medio de todo esto, la naturaleza como escenario principal. Ella misma lo explica.
Epa. “Más que parar el tiempo, lo que yo busco es registrar los momentos de la vida de la gente normal. Los libros de historia reflejan la vida de los grandes, pero a mí me interesa poner la mirada en las personas normales y especialmente en las marginadas. Todas estas personas tienen su historia importante y eso es lo que yo quiero registrar”, dice Naomi. No es la primera cineasta que persigue tales objetivos despojándose de recursos y cámara en mano. Hasta parecería que hace la más fácil, la de muchos, la de quienes se autoetiquetan fácilmente como cineastas del pueblo y del ciudadano común y no pueden descorchar ni un plano auténtico de la mismísima realidad, cosa que a ella le sale fácil. Puede que su único problema sea cómo hacerlo mejor en su próxima película: de ahí que cada tópico es casi especularmente retomado como una continuidad de los mismos personajes y de sus acciones. Kawase puede reflexionar sobre la muerte mostrándola casi en forma casual, fantasmal, simplemente como una supresión repentina (Shara) o con el desarraigo (Nanayomachi), así como trasladarnos a lo largo de un extrañamente doliente como celebratorio final de vida de una madre enferma, que es lo que sucede a lo largo de Aguas tranquilas.
Cámara chamana. «Entiendo que mis películas son poéticas porque intento llegar a las emociones del público a través de las imágenes más que con las palabras. Es la vida rural y su tiempo los que juegan un papel importante en mi vida. En Nara tengo un campo donde cultivo verduras y eso necesita tiempo. En el campo la vida transcurre más despacio, todo se desarrolla más lentamente. Todo eso se refleja en mi cine». Este dogma y su background documental que incluye a tíos y abuelos a falta de los padres separados cuando Kawase era niña, explican la redondez de Aguas tranquilas, que no dudó en considerar su mejor película por razones desde técnicas hasta del corazón que aquí sería inútil detallar (están en varios reportajes en la web), porque la más válida forma de asimilar el cine de Kawase es que transcurra mediante ojos y oídos.
Mar madre. La frondosa isla de Amami bañada por el mar es donde transcurre Aguas tranquilas, que propone acompañar a Kyoko y Kaito en el incierto trance de lo que aquí llamamos “amigovios” con lastres de duelos que complican sus adolescencias. Ella, propensa a zambullirse vestida en el mar y sentirse contenida por su inmensidad, no puede terminar de entender por qué su madre enferma va a morir, aunque como chamana está “entre los humanos y los dioses”; pero esto no es suficiente para la hija porque ella no lo es y como simple mortal necesita tocarla, mirarla, acompañarla (hay momentos muy conmovedores que comparten ambas junto al padre). Kaito, que teme al mar «porque está vivo y es pegajoso», tiene problemas más terrenales, pero no menos complicados, y tienen que ver con la relación con su madre separada, muy ausente de casa y de una vida aparentemente disipada que la vincula al misterio del punto de partida de la película: un cadáver flotando en la costa, algo impensable en la tranquila Amami. La confusión de Kaito se hace más profunda cuando en los paseos y charlas con Kyoko (las bicicleteadas en las películas de Kawase son un preciosísimo hilvanado de secuencias que a la vez revelan sutilmente a sus personajes) ambos se dan cuenta de que el despertar al sexo está íntimamente ligado a sus conflictos.
Naomi, con los patitos en fila más que nunca respecto a sus obsesiones, ataca de nuevo con naturaleza y humanidad tanto en plácida brisa como en reales huracanes (en plena filmación tuvieron la oportunidad de registrar uno), y a los diálogos que bordean el existencialismo medio batatón les contrapone miradas, planos, colores y celebraciones de despedidas que amalgaman ternura y tristeza. A diferencia de la anterior Nanayomachi (2008) la cámara no abandona a los personajes y sus canciones y bailes yéndose en un interminable plano por el río mientras los sonidos se pierden, sino que amaga con hacerlo para sorpresivamente brindarnos un epílogo liberador y festivo.
Aguas tranquilas (Futatsume no mado, Japón, 2014), de Naomi Kawase, c/ Nijiro Murakami, Jun Yoshinaga, 121’.
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