Todo comienza con un encuentro tan fortuito como extraño, que recuerda a la manera en que Ernst Lubitsch juntaba a sus protagonistas; encerrados en el diminuto baño de hombres de un restaurante chino, donde la mayor parte del plano sofocante se encuentra reinado por un espejo que multiplica las risas de los personajes hacia una infinidad de personalidades. Esa diversidad ciclotímica se apersona tanto en los protagonistas como en el anclaje genérico. La situación de esa primera escena, típica de la comedia de situación, sufre rápidas vejaciones a partir de la transición que da inicio a los títulos de la película: la música gimotea dejos dramáticos y la fotografía se enfría en las tonalidades azules que buscan inútilmente escapar de las sombras contrastadas.
A partir de ese momento, el incipiente tono cómico se troca en drama al instante en que se anuncia el embarazo, para, una vez concretado el nacimiento del hijo, inclinarse estéticamente hacia procedimientos propios del cine de terror (como los bloques de color saturados en contraste y el uso de la lente gran angular que deforman la imagen), porque los padres son el peligro, la salvación o sencillamente la ausencia. Dentro de esas tres categorías, la suprema protección del niño se muestra enferma y peligrosa. Los personajes se hacen cada vez más extraños, guiados por las situaciones raras pero cotidianas, no del estilo fantástico, sino del horror llevado a la cotidianeidad; por lo que el relato varía el punto de vista tratando de escapar de la consternación en algunos casos y tratando de comprender a los consternados en otros.
El enredo que los une al inicio de la película responde a la idea del Destino, y este ente celeste vuelve a mostrar sus costuras en forma de premonición dada a través del sueño, pero en este caso lo fantástico se revela como férreamente anclado a la realidad del mundo, donde todo es extrañamiento y relaciones violentas que no cuentan con el sosiego de la entelequia. La recorrida que la cámara narra sobre la historia de los personajes muestra el paso del inicio al decaimiento, adaptándose a cada etapa de la relación, en la que la elipsis cercena todo plano de cortejo idílico.
Las relaciones, lejos de perderse en el idealismo romántico, sacuden con la materialidad de las sensaciones y las vicisitudes de las dependencias humanas. El amor es de antemano condenado al ostracismo, salvando al espectador de los bochornosos lloriqueos de expiación amorosa ficcional y dejándolo enfrentado a la preocupación de una problemática real, tratada desde una distancia justa, efectiva.
Hungry Hearts (Italia, 2014) de Saverio Costanzo, c/Adam Driver, Alba Rohrwacher, Roberta Maxwell, 109’.
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