Tras más de veinte años de matrimonio, Juana y Juan (María Onetto y Carlos Belloso, en un registro muy grato de ver) se separan. No «deciden separarse», Juana es quien declara al comienzo de la película: «Quiero que nos separemos», y ahí arranca la historia.
Las primeras imágenes nos ubican en la geografía que contiene a estos personajes, una pareja de posición acomodada en sus cincuenta años, ambos profesionales en apariencia exitosos. Acá el dinero no es un problema y eso también se nos aclara de entrada. A la pregunta de Juan: «¿Y cómo querés que hagamos?», Juana responde resuelta: «La plata no es un problema, acabo de cobrar la herencia de papá y tu libro se va a editar en Londres, se va a vender bien, vas a ganar buena plata». ¿A qué vienen tantas aclaraciones? Podemos pensar en las películas de ruptura como un subgénero dentro del macrogénero drama que se presentan como un tipo de relato que abrevan en ciertos tópicos conocidos que hacen a la construcción de esta nueva vida (de los personajes), muchos de ellos ligados con resolver los problemas económicos. En La vida después estas cuestiones quedan resueltas de movida para que el espectador pueda entrar de lleno en la dimensión puramente sentimental (dolor, angustia, celos, culpa) que es el eje propuesto en principio por el relato.
A instancias de Juana (actriz devenida en conductora de programa de TV) el matrimonio se separa. Juan (profesor/escritor relativamente exitoso) apenas reacciona, acepta mansamente la situación y se muda al departamento que Juana, visiblemente culpable, le ha comprado. «Sabés que te quiero mucho y que sos la persona más importante de mi vida», repite Juana todo el tiempo.
El prólogo cierra con Juan de espaldas viendo como todos sus objetos (¿sus últimos 20 años?) caben en la camioneta del flete, llora en solitario en su nueva casa y no mucho más. No hay preguntas, no hay reproches, todo muy civilizado. Como todo escritor de película que se precie hará de su experiencia tema de una novela. Y ahí está nuestro Juan, sólo en su nueva casa mirando porno y empezando a escribir su nuevo libro: «La vida que sigue (título provisorio)».
Aparece un tercero en escena muy cerca de Juana y los celos se desatan pero de forma sutil, no hay confrontación alguna entre nuestros personajes. Lo que queda bien claro es la relación víctima-victimario. Juan es una víctima del desamor de su mujer a la que ni todos los regalos culposos que ella le hace podrán consolar.
Aparecen los recuerdos que van cerrando las sospechas del engaño, esos flashbacks que recrean escenas de los tres completan el tono moral de la historia. Los abiertos juegos de seducción entre Juana y Gonzalo frente a un imperturbable (aunque molesto) Juan hablan, un poco, de lo que quizás fue el camino hacia esta ruptura.
En la última media hora de película el relato se convierte en un thriller, sin abandonar el fuerte tono moral. Y es ahí donde se vuelve innecesariamente aleccionadora. El sexo y las elecciones sexuales son castigados no ya con el escarnio sino con la muerte. Nuestro sufrido héroe ya no es el retraído y manso escritor sino alguien con otra vida, una que ambos eligieron no mirar. En medio de un doloroso duelo Juana encuentra el borrador de la novela y al leerlo su flashback nos lleva al otro lado de la anécdota anterior, aquella que la señalaba sin lugar a dudas como la mala de la película. Pero acá, claro, ella es la víctima, nada nunca es lo que parece y aunque en algún momento el elefante asoma por debajo de la alfombra, con entereza y decisión podemos ponerlo en su lugar. La vida sigue más o menos igual, más o menos diferente.
La segunda película de los directores Pablo Bardauil y Franco Verdoia construye un universo elegante y ambigüo que se enlaza a la perfección con ciertos pasajes de la narración que navegan entre la pesadilla y el recuerdo. Pero hay algo que finalmente no funciona como se anuncia. Tal como dice la gacetilla: «Todos hemos finalizado alguna vez una relación importante. A todos (o casi todos) nos ha pasado que nuestro pensamiento y nuestro corazón (o nuestro odio) quedara pendiente más tiempo del que queríamos en lo que el otro hacía o dejaba de hacer. ¿Cómo llevar adelante la propia vida cuando ha dejado de estar ligada a esa persona que tanto amamos?». Aunque todos (o casi todos) sabemos que las relaciones se establecen con otros, y que las rupturas o las continuidades dependen de alguien más que nosotros, esa parte de la historia no se cuenta. No está mal, pero el juego de miradas en espejo de los acontecimientos (Juan/Juana, el juego de seducción del trío dónde, alternativamente, son espectador asombrado y protagonista) pone de manifiesto una manipulación que raya un poco en lo infantil.
Los directores han señalado en una entrevista que la película «habla de una separación, pero indaga sobre todo en qué le sucede a uno cuando se separa, y cómo ese otro que fue su pareja se va convirtiendo en un desconocido, al punto de que uno se empieza a preguntar quién es ese con el que estuvo viviendo tantos años”, pero en el relato que vemos sólo aparecen víctimas y victimarios; y no debido a una sucesión de acontecimientos sino por la puntuación del mismo relato, que termina poniendo en primer plano una suma de prejuicios sobre las elecciones sexuales, el deseo, el deber ser, el juego de las apariencias que esta pareja -con su pertenencia de clase- sostiene en el tiempo y las consecuencias de ello. Sin manipulación mediante habría resultado mucho más interesante de ver.
La vida después (Argentina, 2015), de Franco Verdoia y Pablo Bardauil, c/ Esteban Meloni, Carlos Belloso, Rafael Ferro, María Lorenzutti, Maria Onetto, Sandra Villani, ’78.
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