Robin Maugham (1916-1981) nació como vizconde, hijo de un lord y sobrino de un notable autor e importante personalidad de la sociedad inglesa, W. Somerset Maugham. Se le dio la mejor educación que el dinero podía comprar y se le preparó sistemáticamente para cumplir con las más altas expectativas de la clase alta (fue tal vez la última generación educada en la mentalidad del Imperio). También creció en una época y en un lugar -en la Inglaterra en los años 1930 y 1940- en el que sus pasiones eróticas por jóvenes amantes de la clase trabajadora no solo eran mal vistas, sino que también eran ilegales. No es de extrañar, entonces, que haya llamado a su autobiografía Escape de las sombras (1972). Su carrera, primero como militar durante la Segunda Guerra, y luego como parte del servicio de inteligencia inglés, se vio frustrada por su personalidad desafiante y el choque contra las rígidas estructuras de la sociedad inglesa de posguerra. Desde su muerte en 1981, las sombras lo han cercado de nuevo: a diferencia de la de su tío más famoso, su trabajo fue en gran parte olvidado. Hay una excepción significativa: su primera novela, El sirviente, publicada en 1948, es un clásico y todavía se sigue editándose de tanto en tanto.

Hay dos temas que recorren la novela corta de Maugham: la rígida estructura de clases que define a la sociedad inglesa; y la hipocresía y doble moral que configura su comportamiento social. La elección de la figura ambigua del narrador testigo le permite filtrar los hechos que suceden en la vida de Tony a través de la mirada de su amigo y compañero de ejército, Richard Merton. Los sucesos se interrumpen cuando Richard viaja, luego se reconstruyen a través de la voz de Sally, una amiga y posible enamorada que se ve desplazada por la llegada del sirviente, y se materializan en las afiebradas cartas que escribe Tony a lo largo de todo su periplo. Las intervenciones de Richard son escasas pero decisivas –es él quien descubre al sirviente en la habitación de Tony con su “sobrina”-, y se convierte en quien finalmente disputa el alma de Tony frente a la perfidia y el dominio del sirviente. Aquí Maugham utiliza este vínculo como fuerte sugerencia de la corriente homoerótica que une a ambos personajes: en los párrafos finales queda claro en la voz de amor que Richard emite y en el intento de inclinar la elección de Tony en su favor. Si bien Maugham realiza una dura crítica al mundo social en que se mueve, decide convertir a la tentación en Vera, una adolescente menor de edad, y a Barrett en un eficiente sirviente que descifra las debilidades de su amo y las utiliza para ejercer su dominio. El Barrett de Maugham es un personaje más cerebral que seductor, un miembro de la clase explotada que invierte las relaciones de poder para su propio beneficio. El elemento social es clave: la clase alta inglesa que vive de rentas y se vanagloria de un pasado nobiliario extinto se convierte en el retrato de la decadencia y el patetismo. Sus pecados son la glotonería y la pereza, cifrados en esa abulia en la que discurre la vida de Tony, entre proyectos laborales que no se realizan, ambiciones que no se concretan y una constante tendencia a la desidia y la inacción. Maughan observa en esa clase los restos de un orgullo imperial herido de muerte, una estructura social caduca y la emergencia de una disconformidad social que se manifiesta por los atajos menos pensados.

La decisión de llevar la novella al cine parte del dramaturgo Harold Pinter, una de las figuras claves de la renovación de la escena inglesa de los años 50, e inicialmente estaba pensada para otro director, Michael Anderson. Finalmente fue el emigrado por el macartismo en Gran Bretaña quien se hizo cargo del proyecto y la película se convirtió en el despegue definitivo de la carrera del estadounidense Joseph Losey. Si algo definió la carrera cinematográfica de este director fue su gusto por las adaptaciones literarias, y El sirviente fue la primera de tres colaboraciones (las otras fueron Accidente y El mensajero del amor) junto al dramaturgo que sería esencial para ese período del cine inglés. Una de las claves de la adaptación es la concentración del espacio en el cómodo departamento de Chelsea Royal Avenue, convertido en un laberinto de espejos y pinturas, de pasadizos y decoración, decadente y claustrofóbico, escenario de disputas y pasiones. Las salidas al exterior son mínimas y la fotografía abigarrada elegida por Losey, junto al uso de extrañas angulaciones de la  cámara y reflejos distorsionados en espejos circulares, le permiten la construcción de un mundo hermético, oculto tras la fachada de respetabilidad que detenta Tony (James Fox), y que comienza a emerger en grietas y pequeñas disonancias y termina adueñándose del espíritu de la película hacia el final.

La otra clave de trasposición es la eliminación del personaje de Richard Merton y la conversión del relato en primera persona en una mirada en tercera persona que informa al espectador varios elementos que en la novella permanecen ambiguos: de entrada sabemos que Vera (Sarah Miles) no es la hermana –en este caso para sortear el tema de la minoría de edad-, intuimos las intenciones de Barrett (Dick Bogarde) al llevarla a la casa, y luego descubrimos que el regreso de ella a la casa luego de su partida también es parte de una treta. Lo que hace Pinter en su guion es trasladar al personaje de Susan (Wendy Craig) –mucho más enriquecido, convertido en la novia de Tony, y de una pertenencia social aristocrática evidente- varias de las acciones que condensaba Merton: los prejuicios de clase, la desconfianza respecto a la creciente influencia de Barrett en Tony, y el intento final de recuperarlo en vano. A diferencia de Richard Merton, con quien Maugham parecía poner en juego cierta identificación, Susan es construida por Losey y Pinter como un personaje que representa esa férrea e hipócrita concepción inglesa de la estructura social.

La pieza imprescindible, además de Harold Pinter y Joseph Losey, para que la película se llevara a cabo fue Dick Bogarde. El sirviente cambió su imagen y abrió su carrera a personajes oscuros y de moral ambigua que poblarían los tardíos años 60 y los 70. Su Barrett aporta una carnadura que apenas está sugerida en esa figura elusiva y fantasmal que ofrece el libro. Aquí Barrett es quien abre el relato, construye su estrategia a partir de elementos simples –como el uso de los guantes blancos para servir-, estudia las debilidades de su amo, y despliega un plan maestro que consiste en quitar el velo a ese mundo que se ocultaba bajo una apariencia tan limpia como engañosa. La fusión de la predilección de Losey por los espacios y los objetos, sumado al enfoque preciso de Pinter respecto al lenguaje, permitió que la película sugiriera de manera controlada y elíptica el subtexto homosexual que Maugham había desplegado en su obra y que estaba prohibido representar en pantalla en 1963. Al mismo tiempo la fecha de estreno permitió que la película se tiñera de los ecos del Caso Profumo –la relación del Ministro de Guerra, John Profumo, con una corista que había sido amante de un espía soviético y que motivó su renuncia y puso en jaque al gobierno conservador-, síntoma de la ambigua moral que sostenía la sociedad británica y preludio de los cambios que traería el Swinging London de los próximos años. En términos estéticos, el barroquismo formal de la fotografía de Douglas Slocombe anticipa los cambios que llegarían al cine inglés al final de esa década luego del apogeo del realismo del Free Cinema de los primeros años 60.

Las dos estrategias que Losey maneja tienen que ver con el ejercicio del poder y la sexualidad. Si bien es la joven Vera la que seduce al indolente Tony –la relación incestuosa, ya sea hermana o sobrina, es el eufemismo que usó Maugham para consignar lo “antinatural” de las relaciones-, es Barrett quien maneja los hilos de la creciente influencia aún antes de la llegada de la joven. La sexualidad se convierte así en una herramienta para alterar definitivamente un orden que parecía firme solo en apariencia. Por ello lo perturbador de la película en su tramo final –y el impacto que tuvo en su momento- consiste en la subversión radical de los lugares tradicionales de amo y sirviente. El momento en el que Barrett exige a Tony que prepare la comida, lo maltrata por su desidia y comodidad, y luego expulsa a Susan junto con las prostitutas, demuestra que algo ha sido alterado para siempre, que esa apariencia de civilidad ya no se puede sostener. Por ello el juego en la escalera es neural: porque en esa circularidad del espacio se pueden reordenar las posiciones, y el arriba y el abajo se descubren como lugares alterados. La toma del poder en lugar de ser mediante una sublevación violenta requiere el ejercicio de una táctica sutil y desafiante, que pone en crisis el mundo conocido de manera tan radical como el cine inglés no había visto hasta ese momento. Incluso si se piensa a las figuras de Tony/Barrett como las dos caras de un mismo personaje, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson, aún así es esa parte condenada al ostracismo la que condensa el dominio en la resolución final. Las sombras de las que habla Maugham en su autobiografía son las mismas de las que emergen sus personajes, nacidos de ese ocultamiento al que la sociedad inglesa del rígido deber ser y la intransigente moral decidió condenarlos. Son la misma decadencia corporal de Tony, el grotesco retrato de la estupidez de la familia de Susan y sus veleidades imperialistas, y la presencia de los otros ocultos en las conversaciones del restaurant donde almuerzan Tony y Susan, los que condensan la sensación de que en ese mundo no todo es tan transparente como parece. Losey lo sabía porque la constante de su cine había sido quebrar esos falsos discursos probos que lo condenaron a irse de su país para encontrar en Europa un mejor suelo donde posar su inteligente mirada. No en vano fue Harold Pinter quien resultó su mejor aliado.

El sirviente (The Servant, Reino Unido, 1963). Dirección: Joseph Losey. Guion: Harold Pinter, Robin Maugham. Fotografía: Douglas Slocombe. Montaje: Reginald Mills. Elenco: Dirk Bogarde, James Fox, Sarah Miles, Wendy Craig, Catherine Lacey, Richard Vernon. Duración: 116 minutos.

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