1. La historia de Isla de perros transcurre en un Japón distópico, en la ciudad de Megasaki. Por orden del alcalde Kobayashi (Ken Watanabe), quien por su dinastía es adepto a los gatos, quieren deportar a todos los perros a un lugar llamado Isla Basura. Mediante la narración de Júpiter (F. Murray Abraham), el perro sabio de la película junto a el pug oráculo (Tilda Switon), sabemos que hace mucho tiempo pasó algo similar, aunque en otras condiciones, y un niño rebelde del mismo linaje Kobayashi salvó a los canes. La excusa para deshacerse de ellos, en esta oportunidad, es una epidemia de gripe y fiebre de hocico que puede extenderse a los humanos. Mientras que sus ciudadanos apoyan la decisión del gobernante, el profesor Watanabe (Akira Ito) se opone, asegurando que puede encontrar la cura junto con su asistenta Yoko Ono (sí, ella misma). Finalmente, se lleva a cabo el destierro progresivo.

¿Cómo regresa un perro desde una Isla a su hogar? No queda otra, su dueño debe ir por él. Allí aparece Atari Kobayashi (Koyu Rankin) en busca de su perro Spots, pero también otros niños de 12 años reaccionan e intentan la revolución en su apoyo. Este gesto no es casualidad en la obra de un director que siempre destaca la esencia de la infancia, donde el aprendizaje es la variable más importante. Los personajes, para encontrar la redención característica de su cine, apelan a su niño interior. Por otro lado, todos los actos que realizan son en función de su salvación espiritual en vida, a los ojos de quienes lo rodean y a quienes alguna vez perjudicaron con su postura de adulto resignado. Por eso se puede sospechar, por ejemplo, que el profesor Watanabe, aunque esté a favor de salvar a los perros y sea uno de los pocos mayores que apoya la causa, seguramente ha realizado experimentos atroces con ellos en el pasado, y hoy quiere redimirse intentando encontrar una vacuna efectiva, quizás gracias al amor que siente por Yoko Ono más que por los perros.

El argumento, entonces, trata de miles de cuadrúpedos abandonados a su suerte en un basurero, alejados de los humanos. Esto podría ser un verdadero problema para un espíritu sensible. Todos los que adoptamos a un perro como mascota, padecimos de forma ineludible el peor de los riesgos que implica su compañía: su muerte. Sin llegar a los extremos, un solo plano del animal con mirada triste podría desembocar en lágrimas espontáneas de toda una sala de cine o, al menos, en la profunda congoja de varios de los espectadores (si es el efecto que el cineasta quiere provocar). Lo que duele es quizás su vulnerabilidad, o la exigua comunicación que se puede mantener con él; su amor dedicado, sin miramientos.

2. Que el director que tiene récord en ejecuciones perrunas realice Isla de perros es temible para el espectador distraído. Me refiero a aquel que, por ejemplo, recuerda con indignación la muerte de Snoopy, el fox terrier asesinado por una flecha que le atraviesa su cuello en Moonrise Kingdom (2012), pero no la del niño en el río correntoso de la India en Viaje a Darjeeling (2007). Es que, repasando el historial de los asesinatos caninos de Anderson, encontramos dos ejemplos representativos: en Los excéntricos Tenenbaum (2001), Buckley, el beagle de los hijos de Chas (Ben Stiller), luego de sobrevivir en su jaula a un accidente en avión es atropellado por Eli (Owen Wilson), quien choca el frente de la casa de sus vecinos afectado por las drogas; otro perro es envenenado por Foxy en Fantastic Mr Fox (2009), gracias a que «los beagles aman las blueberries». En realidad, el cine de Anderson rebosa de todo tipo de muertes, por lo general más de humanos que de animales: algunas sorpresivas, otras probables, pero siempre justificadas por la trama. Nunca hay golpes bajos, ni lágrimas provocadas por cuestiones efectistas, sí por la redención propia y grupal que consiguen sus personajes, acompañado siempre con un happy ending que complace y deja una sonrisa.

El abandono de un perro es, sin embargo, aún más impactante que una muerte. Peor si el animal sólo tiene tres patas y se entrega ciegamente a un posible nuevo amo como es Steve Zissou (Bill Murray), quien a pesar de su egoísmo (wes)andersaneano característico lo adopta de inmediato y lo nombra Cody. Esto pasa en Vida acuática (2004), y posteriormente, cuando la tripulación del Belafonte va a rescatar a su financista secuestrado por piratas en una isla, Cody es olvidado sin remedio. Corre  por la orilla, tras la embarcación, entre las piedras y el agua con sus tres patitas, mientras esta se aleja hacia el horizonte. La escena concluye con Zissou diciendo con tristeza «Goodbye Cody».  Por eso, no es extraño pensar que Wes Anderson, tal como lo hacen sus personajes, quiera redimirse de este acto cruel y rescatar a los Codys que son expulsados a la Isla Basura.

3. Mi experiencia personal en el cine fue más o menos así: empieza la película, al minuto y medio ya empiezo a reír, convirtiéndome probablemente en la molesta de la sala. Me da un poco de pudor, siento que todos se preocupan por la deportación del primer perro, ya que nadie emite un sonido; a mí me causa gracia, no puedo hacer nada al respecto. Siento que lo van a superar, pero no, las risas no aparecen y las mías intentan ser cada vez más disimuladas. Sentada al lado mío una espectadora intenta sufrir los 100 minutos de metraje, con exclamaciones en voz alta de todo tipo. Mismo hacia el final, donde ya era claro que no se trataba de una de Disney ni mucho menos, escucho que dice: “¡No! ¿se murió el perrito?”, algo totalmente irrelevante a esas alturas para la trama. Le iba a decir «tranquila amiga, todos los perros van al cielo», pero no hizo falta, Wes Anderson esquiva su suspicacia constante con un travelling de arriba hacia abajo excepcional, digno de su magia, y ella se va contenta a su casa (o no). De hecho, salvo por algún lengüetazo conmovedor, es difícil emocionarse aquí con el mismo nivel que en sus primeras películas. A pesar que existe la redención del ser como es habitual, no causa el efecto «lágrimas». Se nota que junto con Roman Coppola, Jason Schwartzman y Kunichi Nomura intentaron resguardar en la historia el nivel de ternura, para que ella, la espectadora que no se pudo reír al nivel esperado, tampoco se lleve una mala impresión.

En realidad, el destierro, que filmado por otro sería algo tremendo, no genera tristeza porque no dejan de ser personajes que emergen del mundo del director. Si uno vuelve a Rushmore después de ver Isla de Perros, por ejemplo , y observa los gestos de Max Fischer (Schwartzman) cuando mira a Miss Cross (Olivia Williams) con su cabeza torcida en la biblioteca, no dista su actuación de las reacciones caninas. A pesar de caminar en cuatro patas (no son bípedos como los animales de Fantastic Mr. Fox) y comportarse, por momentos, como perros, no dejan de ser humanos provenientes de una película del director, con la brusquedad y apatía que caracteriza a sus personajes. Ellos no piensan en el abandono, ni en porque están ahí, ni ofrecen la mirada triste que nos cierra el estómago, sino que intentan sobrevivir. Además, sus ladridos no son tales, sino que están traducidos al inglés, en un juego explicado al principio, que está lleno de recursos (como su cine), además de estar al frente las voces y la dicción de Edward Norton, Bill Murray, Scarlett Johansson o Jeff Goldblum, entre otros. Por lo tanto, entendemos exactamente  lo que les pasa. Cada perro tiene su personalidad y la sostiene a pesar de estar lejos de quien se la indujo. Lo que se ve reducido en el basural son sus necesidades básicas, comida, hospedaje y galletas de premio. Pero queda demostrado que pueden subsistir perfectamente en manada, a pesar de estar en su gran mayoría acostumbrados a los privilegios. Al fin y al cabo, son perros y, antes que el humano los adopte, eran salvajes, como bien lo demuestra el personaje de Chief (Bryan Cranston).

4. El stop motion le da rienda suelta a Anderson para realizar sus planos simétricos, sus travellings, sus cámaras cenitales, para jugar con los gestos contenidos, para subir a sus personajes a transportes, para crear las paletas uniformes destacando por contraste sólo algunos colores. Es decir, las maquetas y los muñecos le dan total la libertad para jugar sin límites con su estética. Para ciertas secuencias más complicadas, utiliza animación convencional, porque, como en todo su cine, los recursos disponibles y que puedan ser usados lo serán. A pesar que todos crean que es su segunda película con esta técnica, cabe destacar que es algo recurrente en su filmografía, donde mezcla partes animadas en la diégesis, por ejemplo en Vida acuática con el enorme y hermoso Tiburón Jaguar. La animación le brinda al director la autonomía para dejar volar su imaginación, y en Isla de perros llega hasta Japón, justamente los pioneros en los dibujos animados para adultos.

La elección del país donde transcurre la historia es otro recurso para mostrar su gusto por lo oriental.  Aunque fue acusado de apropiación cultural y algo de eso hay, de la misma forma que en Viaje a Darjeeling la intención parece ir por otro lado. Sin embargo, no deja de ser un acierto llevar la película a Japón para poder homenajear las pinturas de Katsushika Hokusai, el teatro Kabuki,  o su cinefilia, con citas a Kurosawa, Miyazaki o a la saga Evangelion, entre otras.  En lo musical, a pesar de  mantener la esencia rockera con el temazo que acompaña a los personajes en el largo viaje atravesando la isla como Won’t Hurt You de The West Coast Pop Art Experimental Band, aprovecha para rememorar el score de Los siete samuráis a través de la orquesta Sinfónica de Toho. Pero, sin lugar a dudas, el punto fuerte y lo mejor de esta elección cultural es la utilización de los tambores Taiko, que junto a voces guturales y melodías compuestas por Alexandre Desplat, crean una banda sonora digna volver a escuchar en Spotify.

5. Esta parece ser su película más radical, a excepción de la anterior El Gran Hotel Budapest (2014), donde abarca algo más que un círculo familiar o de reducido alcance. Acá la injusticia es hacia los perros, pero fácilmente puede trasladarse como una denuncia a la deportación masiva que pretende Trump para los inmigrantes ilegales en el país natal del director. Además, más allá de la similitud que tiene el alcalde Kobayashi con Toshiro Mifune, es identificado por algunos planos con el Charles Foster Kane de Orson Welles, que a la vez tiene conexión con el magnate que sí llegó y es el Presidente de Estados Unidos en la actualidad. Por eso, que la líder de la revolución pro-perros sea Tracy (Greta Gerwig), una niña rubia de rulos y pecas y de nacionalidad estadounidense, puede ser un auspicio de Anderson que señala que los jóvenes tal vez sean los únicos que sin dejarse llevar por discursos puedan virar las cosas para el bien, a pesar del claro whitewashing presente con esta elección.

Isla de Perros, en definitiva, es otra gran obra con la huella del autor, en la que se desvela por los detalles en la puesta en escena y por la psicología de sus personajes. Pero esta vez intenta redimirse de ciertas tendencias criticadas de su cine, como su posible indiferencia social o su presunto odio hacia los perros. Su obsesión lo lleva a pensar en todo, y a realizar esta historia llegando hasta las últimas consecuencias para limpiar su imagen. Para aquellos con buena pronunciación el inglés, pueden verificar al decir el título original en voz alta “Isle of dogs” fonéticamente suena como I Love dogs. Hermoso, ¿no?

Isla de perros (Estados Unidos, 2018). Director: Wes Anderson. Guion: Wes Anderson, Roman Coppola, Jason Schwartzman, Kunichi Nomura. Fotografía: Tristan Olivier. Edición: Edward Bursch, Ralph Forster, Andrew Weisblum. Elenco (voces): Bryan Cranston, Bill Murray, Scarlett Johansson, Frances Mac Dormand, Greta Gerwig, Tilda Swinton, Edward Norton. Duración: 103 minutos.

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