Dormía mal y despertaba como si no hubiera dormido,
pero seguro de que ese día la encontraría en alguna parte,
por la simple razón de no tener fuerzas para seguir
viviendo sin ella.
(…)
-Mirá, la gente desaparece. Uno rompe con una persona
y ya no vuelve a verla. Siempre sucede lo mismo.
Máscaras venecianas. Adolfo Bioy Casares.
Alguna vez, entre las muchas madrugadas adolescentes que me pasé oyendo La venganza será terrible, le escuché decir a Dolina que uno siempre se enamora de la misma persona. No sé si la idea le pertenecía a él o si la dijo parafraseando a alguien, no importa, pero al pensar en las mujeres que hasta entonces habían pasado por mi vida, y al pensarlas incluso hoy que han pasado algunas más, me doy cuenta de que si bien a simple vista todas me parecían distintas había algo que las unía, algún rasgo, alguna característica que siempre me llamó la atención y que hizo que me enamorara de ellas. No podría precisar bien cuál es ese punto en común ni mucho menos describirlo. El amor, como bien lo señala el alter ego de Bioy Casares en la película Invasión de Hugo Santiago, Lebendiger, se supone menos lúcido que otras pasiones como la amistad, y es justamente esa carencia lo que le confiere un grado de ceguera y lo acerca al arrebato y la desmesura. Uno se deja ir, o deja de ver, y se lanza sin pensar, desbordado, hacia el vacío o el mar, que a veces son la misma cosa.
La mirada del amor (The Face of Love en el original), segunda película de Arie Posin, encuentra a una mujer en sombras, Nikki (Annette Bening), pensativa, bebiendo una copa de vino frente a la piscina de su casa. Las imágenes alternan los momentos de esa noche con los recuerdos de su marido Garret (Ed Harris), que ya no está. La copa cae al piso y se rompe, la mujer recoge los vidrios y los aprieta en su mano; hay sangre pero no hay dolor. Esa mujer ya no es capaz de sentir, no tiene fuerzas ni siquiera para sufrir, está muerta. Más adelante, la referencia explícita a Sunset Boulevard (obra mortuoria si las hay) reforzará la idea. De hecho no es casual que la protagonista esté peinada igual que Norma Desmond en aquella película de Billy Wylder. Pero aquí no hay gloria perdida ni añoranza de luces pasadas; no es el mundo el que le ha pasado por arriba a Nikki, sino que parece ser ella la que se ha quedado sumida en los recuerdos de ese amor perdido.
Una elipsis informa el paso del tiempo. Cinco años. Por consejo de su hija, Nikki vuelve a frecuentar los lugares que antes solía recorrer junto a Garret. Va al museo de la ciudad y allí cree ver a una persona idéntica a él. El hecho parece devolverle las ganas de vivir al menos por un rato. Ella misma se encarga de decirlo y de forzar el encuentro con ese hombre, que no es otro que el mismísimo Harris. Como en el cuento de Bioy, al que pertenecen las citas que preceden este texto, en el que un hombre emprendía un tour afiebrado por el carnaval veneciano, perdiéndose entre máscaras, góndolas y arlequines para finalmente comprender que la mujer que amó (y de la que se alejó) en Buenos Aires ya no existía, ya era otra y estaba lejos de su alcance, Posin también narra la búsqueda de un amor imposible, de un amor irrecuperable, que ya no puede ser. Bening encuentra, literalmente, a un hombre que es exactamente igual a su esposo fallecido. Y lo que en principio puede pensarse como producto de la imaginación de la protagonista, consecuencia tal vez del duelo aun no superado, el posterior quiebre del punto de vista se encarga de otorgarle entidad y cuerpo al personaje de Harris, eludiendo así el tono fantástico que se revelaba sobre el final en el texto de Bioy, simplificando y debilitando el desarrollo de una historia que en principio se anunciaba con mayor dramatismo y complejidad.
En La mirada del amor hay referencias a otras películas. En una de las casas que Nikki reacondiciona para ser vendida luego (esa es su profesión), se dejan ver dos cuadros con los afiches de Nostalgia y de Vértigo, películas de Andrei Tarkovsky y Alfred Hitchcock respectivamente. Dichas referencias son antojadizas y gratuitas. Lejos está el film de Posin de alcanzar el sentido trágico religioso que había en la obra del director ruso, y mucho más lejos aún de igualar el aire trágico y fantasmal que respiraban las imágenes en la obra maestra de Hitchcock, resultado acaso de la espiral psicológica en la que caía el personaje de James Stewart y, más tarde, también el de Kim Novak. Allí el propio periplo de la pareja se iba retorciendo y oscureciendo a medida que la relación avanzaba. Aquí la relación entre Bening y Harris se asienta con liviandad sobre una serie de malentendidos que nunca van más allá de un ligero reproche o de un ataque repentino de nervios que se resuelve con un abrazo. No hay obsesión sino necedad; no hay fiebre ni arrebato sino cierta resignación.
No hay una sola escena en toda la película que trasmita vitalidad. Cada momento de los protagonistas juntos se ve contaminado por la duda, la sospecha o la confusión. Los aparentes conflictos, con el vecino (inexplicable inclusión de Robin Williams), con la hija de Nikki y los de la pareja misma son anulados, sino olvidados, por una elipsis final que no sólo no se justifica sino que se saca de encima, con facilidad y sin compromiso alguno, la resolución de la historia, banalizando infantilmente la tragedia y disfrazando de aprendizaje y superación del dolor una relación que nunca termina de configurarse, ni de enfermarse. En La mirada del amor no hay salto al vacío ni mar que reencuentre a la protagonista renovada. Apenas una mirada complaciente a cámara y un chapuzón en la piscina como toda sanación.
La mirada del amor (The Face of Love, EUA, 2013), de Arie Posin, c/Annette Benning, Ed Harris, Robin Williams, Jess Weixler, Linda Park, 92′.
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