Una de las cuestiones que hace de Parásitos (Parasite, 2019), del director surcoreano Bong Joon-ho, una película llamativa es el trabajo de hibridación de los géneros (drama social, comedia negra, western, terror, policial y melodrama familiar) y un guion capaz de sorprender en cada giro de la trama, con los cuales aborda la problemática actual de la segregación y el odio al diferente.

Corea del Sur ha tenido un vertiginoso crecimiento económico en los últimos tiempos, producto del su inserción en el capitalismo. Pero este mismo discurso, al constituirse a través de la concentración del capital en pocas manos, consecuentemente determina que no todos estén invitados a la fiesta. Es mucha la población que sigue relegada en los residuos de la sociedad agraria y sumida en la pobreza. A partir de esta polarización social, Bong nos presenta primero a la familia de Kim Kae-Taek (Kang-ho Song). La familia Kim ocupa una vivienda en un semisótano, se cuelga de internet, vive de las changas que pueden encontrar (de paga bajísima) y recibe fumigación gratis del exterior (a costa de ser intoxicados ellos mismos). Con la aparición de una cucaracha en la mesa familiar y el consiguiente estrago de la fumigación, el director equipara a estos personajes a esos desagradables insectos (a lo que en la lógica de nuestro país serían los llamados cabecitas negras), olvidados por el Estado y despreciados por la clase alta al punto de desear su desaparición. En este sentido, la condición social de los Kim no es la del tradicional proletariado sino la del desclasado, el excluido, o más precisamente la del desecho del sistema capitalista (como nos lo hace saber más adelante la referencia a la mierda, tanto a partir del olor como de aquella que los inunda durante el diluvio).

La lógica de la diferencia de clases está planteada por la contraposición entre la familia Kim y la de los adinerados Park, que a partir de diversas escenas Bong establece entre los últimos, quienes tienen bienes en abundancia (y que incluso no llegarán a utilizar en toda su vida), y los primeros, que no tienen nada y viven de prestado y de la caridad. Además, es interesante reparar en la localización geográfica y en la cualidad de la vivienda que habitan las dos familias que entrarán en discordia y que las definen en su estilo y su modo de gozar. La familia Kim vive bajo tierra en los suburbios relegados de la ciudad. Que su vivienda se sitúe bajo el nivel del suelo conecta a los personajes con lo que no se quiere ver, con la suciedad, la vileza y los bajos instintos. En oposición, la familia Park habita en una fastuosa casa, que fuera propiedad de un reconocido arquitecto, en un barrio límpido y acomodado, que está situada en lo alto de una pequeña colina. Que la vivienda de la familia rica esté elevada la vincula con un mundo cerrado, una propia burbuja de fantasía que los aísla de los males externos, pero que los vuelve torpes e ingenuos para lidiar con el mundo exterior.  Al mismo tiempo, su situación en la altura es metáfora de aquello inalcanzable y deseado por la familia de clase vulnerable. 

La llegada de Min (Seo-joon Park), amigo universitario de Ki-Woo (Woo-sik Choi) – el hijo de la familia Kim-, quien trae como obsequio una piedra de colección de su abuelo (de la cual se dice que trae la abundancia material), anuncia que la suerte de la familia va a cambiar. A través de su amigo (que parte en viaje de estudios al exterior), Ki-Woo obtiene la oportunidad de insertarse laboralmente como profesor de inglés de Da-hye (Ji-so Jung), una adolescente de la familia acomodada. 

A poco de avanzar el film, vemos que los miembros de la familia Kim, si bien pobres materialmente, tienen un gran talento para la simulación y la estafa. Con diversos artilugios, poco a poco se las ingenian para que la familia Park se deshaga de sus viejos sirvientes y los vaya incorporando como nuevos empleados. Entonces, la familia Kim lentamente va penetrando en el hogar, ocupando diversos puestos: el de profesora de arte del traumatizado niño escolar Da-song (Hyun-jun Jung)  por parte de la adolescente hija Ki-jung (So-dam Park), el de chofer por parte del padre de familia Kim (Kang-ho Song) y el de ama de llaves (objetivo más difícil ya que ella permanece desde los tiempos en que vivía el arquitecto) por parte de la madre Chung-sook (Hye-jin Jang). Y así hasta llegar a la usurpación total de la imponente casa de los Park durante el fin de semana que la familia se ausenta debido al campamento por el cumpleaños del pequeño Da-song. En esta línea en la cual la clase baja y oprimida usufructúa las anheladas comodidades de los ricos, la película se emparienta con la argentina Los dueños (Toscano-Radusky, 2013) narrada en clave de realismo social, y con El sirviente (Losey, 1963), en clave de suspenso psicológico.

Un parásito es un organismo viviente que subsiste a costa de otro de distinta especie, alimentándose de él y debilitándolo, sin llegar a matarlo. En este sentido, el título de la película define lo común a todos los personajes. La familia Kim parasita a la familia Park, se sirve de sus necesidades, de su ingenuidad y de sus bienes para poder sobrevivir; y al mismo tiempo la familia Park parasita a la familia Kim, ya que explota su fuerza de trabajo a cambio de un sueldo irrisorio, para satisfacer su cómoda vida dedicada al hedonismo de los bienes. El discurso capitalista, que funciona por su propia lógica con segregación, degrada la humana empatía por el diferente, convirtiéndola en utilitarismo. Hasta aquí, aún en la lógica de la segregación discursiva, los dos mundos conviven en una cierta comunión. Pero, en la familia Park, el pequeño Da-song, fanático de los indios, se comporta como un salvaje y expresa así, en su desorden, el síntoma de lo que no funciona en ese mundo de apariencias armónicas y de formas asépticas y políticamente correctas. Que el mundo infantil sea el más conectado con lo pulsional, es lo que explica que sea Da-Song aquel que menciona por primera vez la cuestión del olor.

Al mismo tiempo, regresa Moon-gwang, la vieja ama de llaves, aduciendo haberse olvidado algo en el sótano. Más allá de la despensa, una falsa estantería conduce a un búnker secreto (construido en caso de guerra con Corea del Norte). Allí los Kim descubren que la antigua criada oculta desde hace cuatro años a su esposo. El extraño “ocupa” que habita bajo tierra y que dispone de los bienes de la casa (mientras los dueños no están o mientras duermen), adquiere el tono de una presencia terrorífica del tipo del doble fantasmagórico, estrategia aprovechada por diversas películas del género, siendo la más reciente Us (2019, Jordan Peele).

Moon-gwang y su esposo son de la misma condición social que los Kim (no tienen vivienda, ni dinero, sino deudas de cuyos acreedores se esconde el esposo). Descubiertos los mutuos secretos, Bong traslada la lucha de clases a una lucha por la supervivencia dentro de individuos de la misma condición social de excluidos, que deberían considerarse hermanos o incluso vecinos (al aludir a la disputa entre Corea del Norte y Corea del Sur). En este nivel, nos encontramos en lo que Freud llamó narcisismo de las pequeñas diferencias. Se trata de esas disputas que se dan al interior de un mismo conjunto por diferencias nimias, con el fin de de desmarcarse y sostener la identidad, algo que también trabaja la reciente película Downton Abbey (Michael Engler, 2019), a partir de las chicanas que se dan entre la servidumbre de los Crawley y la servidumbre de la realeza. En la encarnizada lucha por sobrevivir, la miseria de los personajes alcanza su máximo nivel. Al expulsarlos, el capitalismo los vuelve inhumanos y dispuestos a pisar las cabezas de sus semejantes, con tal de conservar las migajas que les da el sistema.

Por otra parte, es mediante un video capturado con el celular, como la vieja Moon-gwang amedrenta a los Kim. Aquí Bong da cuenta el enorme poder de amenaza y destrucción que tienen hoy los celulares, similar al que antiguamente tenían las armas nucleares en tiempos de la guerra fría. Mediante la viralización de videos íntimos, se puede escrachar y matar simbólicamente a una persona e incluso una familia.

Antes de la inserción laboral, e incluso para realizar las triquiñuelas con las cuales deshacerse de los empleados antiguos, vemos a la familia estudiar los guiones para componer su actuación. El afiche comercial de la película tiene un slogan que es: “Descubrí al impostor.” La película plantea que a nivel de los semblantes, del arte de la simulación de un papel o una función, los integrantes de la familia Kim bien pueden pasar por lo que dicen ser e incluso ser confundidos con los verdaderos dueños de la casa y camuflarse entre la clase acomodada. Incluso hoy día ya no es tanto el color de piel lo que oficia de barrera entre las clases sociales, sino que todo se reduce al dinero. Pero lo que no puede fingirse es aquello que no entra en la simbolización y que se escapa indomesticable: el modo de gozar. El particular modo de goce de clase se puede expresar en ese olor (o incluso en un modo de decir) que se pasa de la raya de lo tolerable, dando cuenta de cómo vivimos, de nuestras costumbres, es decir, de los singulares vicios y placeres del modo de vivir la pulsión. Por eso en Parásitos, Bong Joon-ho nos recuerda que aunque haya una armónica convivencia entre las clases sociales siempre hay un muro invisible e infranqueable que las separa.

El olor pestilente de la pobreza deviene entonces el signo que anuncia la tragedia de lo irreconciliable, que se desmadra en la fiesta del tramo final del film. Aquí ya no estamos a nivel de la segregación como efecto discursivo (que implica que para constituir el conjunto de los ricos, tengo que dejar a otros excluidos de él), sino a nivel del fenómeno del odio que apunta a eliminar el ser de ese otro, cuyo goce diferente se me vuelve insoportable porque lo sitúo como causa de mi infelicidad al no poder compartirlo. Es así que Kim ataca al ser del señor Park (Sun-kyun Lee), buscando aniquilar el goce de clase que él representa.

En una primera lectura, podría pensarse que la mirada de Bong sitúa a la clase baja como vil y despiadada, en relación a una clase alta ingenua y benévola por la cual tomaría partido. Pero hay que recordar que es de Park de quien parte el gesto injuriante de taparse la nariz y, por ende, ese rechazo al ser del otro. En este sentido, aquello que fue primero expulsado de lo social, retorna como respuesta en la virulencia de ese caos de violencia descontrolada. De esta manera, Parásitos, con su inusual ritmo y humor, funciona como una invitación a repensar el modelo social construido en la lógica del muro social. Esa sociedad indolente delimita un adentro seguro y bueno, en contraposición a un afuera temido y malvado, ignorando que el mal partió de sus propios miembros en el brusco rechazo de ese otro que podrían ser ellos mismos. Constituir lazos fundados en la empatía y la solidaridad, con igualdad de oportunidades y donde se puedan soportar las diferencias, es un desafío aún por conquistar.

Calificación:7.5/10

Parasite (Gisaengchung, Corea del Sur, 2019). Dirección: Bong Joon-ho. Guion: Bong Joon-ho, Jin Won Han. Fotografía: Kyung-pyo Hong. Montaje: Jinmo Yang. Elenco: Woo-sik Choi, So-dam Park, Kang-ho Song, Sun-kyun Lee, Jeong-eun Lee. Duración: 132 minutos.

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