la-bicicleta-verde-cartel-estrenoUn par de zapatillas rockeras asoman debajo de una túnica islámica. Es evidente que algo no encaja. Y quien no encaja es Wadjda, con sus simpáticos cuestionamientos, sus frescas impertinencias, su túnica y sus zapatillas, y el sueño de andar en bicicleta. Mostrar inequidades profundas y arraigadas eludiendo el tono altisonante de la denuncia es uno de los grandes méritos de La bicicleta verde. Bicicleta que es el símbolo de una rebeldía amable y sin consignas, sin intelectualizaciones ni resentimientos. Esa rebeldía que nace de la mirada transparente de la temprana adolescencia, mirada incontaminada que el film de Haifaa al Mansour adopta como propia.

Las provocativas zapatillas de Wadjda no pueden dejar de evocar en este sentido a las de Marjane, la atribulada protagonista de Persépolis (Vincent Paronnaud, Marjane Satrapi, 2007), quien en un contexto de ocultamientos y delaciones, se atrevía a postular en medio de miradas acusatorias -y aunque el trazo se tensara ante el peligro- que el punk no estaba muerto. Marjane se sacudía con sus auriculares entre la sofisticada filigrana de la animación, mientras la dolorosa historia política de Irán se delineaba en cada cuadro. Cerca de allí se abrían paso también los gastados zapatos con los que Nogreh recorría empecinada el suelo polvoriento en A las cinco de la tarde (Samira Makhmalbaf, 2003), a la vez que pugnaba, en medio de ese sol áspero y abrasador, por la utópica e improbable idea de dirigir los destinos de Afganistán.

Wadjda es una habitante más de ese exótico universo de rostros ocultos, misterios recónditos y prohibiciones ancestrales. Lejos se encuentra, sin embargo, de los exilios y los desengaños que hostigaban a Marjane, y más lejos aún de las ambiciones electorales de Nogreh. A Wadjda la desvela un tabú más lúdico y cotidiano: la imposibilidad -para las mujeres musulmanas- de andar en bicicleta con el solo pretexto de proteger su virginidad.

Las mujeres no nacen, se hacen, denunciaba una radicalizada Simone de Beauvoir a fines de la década del cuarenta, lo mismo que repetiría cansada y tristemente en los sesenta, ya decepcionada porque la situación del segundo sexo hubiera registrado una evolución tan magra. La bicicleta verde (primera película de ficción en un país que además carece de salas de cine) también se inscribe en esta corriente política y cinematográfica feminista que hace de las injusticias de género el eje de su relato, aunque se sitúe a enormes distancias del tono enfático de cualquier manifiesto o de la denuncia testimonial del drama. Sin golpes bajos, la directora decide mostrar esas injusticias como parte de esos quehaceres diarios que la silenciosa acción de los mandatos y la rutina han vuelto naturales. Por su condición, Wadjda no forma parte del árbol genealógico que se exhibe en una pared del interior de su casa, motivo por el que su padre busca una nueva esposa para procrear un hijo varón, mientras su madre rumia calladamente esa extraña mezcla de aceptación y descontento.

Actriz La bicicleta verde

Para Wadjda, que recibe una educación rigurosa con una pléyade de preceptos religiosos inflexibles, una educación femenina en una sociedad que reserva para las mujeres ese lugar subalterno, la bicicleta -otra restricción entre tantas- se concibe como una trasgresión y un escape,un desplazamiento placentero más allá de ese ambiente familiar y cultural enrarecido. Andar en bicicleta puede ser, después de todo, una conquista de proporciones en una sociedad donde mirar a un hombre a los ojos se cuenta para las mujeres entre los mayores desafíos.

Pero allí está la libertad, una vez más, palpitando agazapada en el mismo lugar donde residen las proscripciones. Por eso Wadjda recurrirá a todos los medios para obtener su bicicleta: burlando primero la vigilancia del colegio para traficar por dinero misivas románticas clandestinas de sus compañeras mayores, alquilando luego la fachada de su casa a ocasionales candidatos políticos y -el más sacrificado de todos sus recursos- inscribiéndose en un concurso que la obliga a recitar el Corán con erudición y con gracia.

En el gesto último de la madre de resignar un vestido (símbolo de la sumisión a un hombre que no le otorga el lugar que merece) a cambio de la soñada bicicleta, la película hace emerger un callado e inevitable diálogo generacional entre madre e hija. Un gesto que, junto a la promesa futura del amigo de Wadjda de casarse con ella más allá de su desobediencia, muestra a las claras los resquicios de una atmósfera represiva que se abre, en la película, paulatinamente al cambio.

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La bicicleta verde recuerda, por el empecinamiento con el que se la reclama, a la rampante bicicleta de Cyril, el protagonista de El chico de la bicicleta (Le gamin au vélo, Jean-Pierre y Luc Dardenne, 2011). Pero a diferencia de ese personaje, rabioso y espasmódico, pataleante ante sus circunstancias, con aquel vehículo que huía, zigzagueaba y se evadía a toda velocidad, Wadjda y su bicicleta verde son un símbolo plácido de la autodeterminación y la independencia. La bicicleta, ya lo había demostrado Jacques Tati en Día de fiesta (Jour de féte, l949), es la libertad en movimiento. Por eso la película de al Mansour es luminosa y alegre, y elige, esquivando todos los calvarios posibles, el camino de la alegorías cálidas, sencillas y directas.

La bicicleta verde (Wadjda, Alemania/Arabia Saudita, 2012), de Haifaa Al-Mansour, c/Waad Mohammed, Reem Abdullah, Abdullrahman Al Gohani, Ahd, Sultan Al Assaf, 98’.

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