“Cuando era chico me encantaba la Edad Media y en el taller me dedicaba a hacer espadas de madera para jugar después con mis amigos”, dice Sebastián Núñez, relatando antes que su relación con la música, lo que lo une a la madera. No es un caso aislado, pero sí tal vez el que mejor resume el encuentro de mundos que implica la infancia y la madera. Muchos de los entrevistados en Ser luthier sitúan el origen en el oficio paterno: carpinteros que trabajaban en sus casas, en sus talleres, sobre la madera. Algo de eso se queda en el inconsciente, se naturaliza con el paso de los años, como si el olor peculiar de las virutas y el aserrín, de los listones preparados para trabajar en algún momento se convirtieran en irremplazables. “Una necesidad de vida”, como dice el propio Núñez sobre su oficio. El aire para respirar.
De la carpintería a la luthiería no hay un paso sencillo: se trata de pasar de hacer muebles, objetos de utilidad cotidiana, a construir instrumentos, objetos artísticos en la extensión total de la palabra. Es como un paso más allá en la artesanía, en la búsqueda del detalle y la perfección. Lo que hay en el medio puede resumirse en dos palabras: curiosidad y aprendizaje. Hay un momento, parecen coincidir, en que la luthiería como forma abraza al carpintero que fue y lo retiene, no lo deja ir más (“No me imagino separándome de la luthiería” dice Silvia Spina, como si se tratara -¿y acaso no lo es?- de la pareja que la acompañó durante toda la vida). Ninguno vuelve a los muebles, como si los instrumentos desprendieran una magia adicional, una relación mucho más especial entre el objeto y su hacedor.
Algo de eso debe haber si alguien como Marcos Martin, que se dedica a fabricar tambores africanos, dice que “cuando uno ve el tronco sobre el que va a trabajar, ya puede ver la forma que va a tener el instrumento”. Dar forma. Crear una nueva forma a partir de otra. Pero es llamativo que de esa frase se desprende que más que un proceso de transformación, se trataría más de sacar la forma que ya está allí, contenida en el tronco. La relación con la madera se vuelve otra. En ese proceso, dice alguien, es inevitable acariciar la madera. La relación se vuelve sensual, íntima, señalan otros. Como si en ese afecto fuera incluida aquella vida que fue –el árbol- y la que está por darse a luz –el instrumento.
No es casual esa mención. “El instrumento es como un hijo que en algún momento se va”, al que se quiere ver triunfar –están los que van a ver a sus instrumentos sonando en un escenario-, del que se quiere saber cómo está –y hay quien cada tanto llama por teléfono para saber si sigue sonando bien-. La idea de familia que implica esa relación con el objeto, se replica en la forma que asume el trabajo: padres que trabajan la madera con sus hijos que en algún momento los sucederán en la tarea; parejas que acompañan el proceso creativo complementando el trabajo del otro. La luthiería asume desde esa perspectiva una doble mirada que podría parecer contradictoria y finalmente no lo es: la del trabajo en solitario en el taller y la de la comunidad familiar involucrada.
Si la curiosidad es un motor esencial en el acercamiento al trabajo –en algunos casos por la necesidad de hacer un instrumento propio, en otros porque se asomaron a ese mundo al intentar reparar alguno dañado-, el aprendizaje aparece como la otra fuerza necesaria. Aprender solo, a ensayo y error fue una constante de quienes tienen más de 40 años hoy, en un momento en el que la luthiería parecía verse como un arte que solo podía transmitirse a unos pocos discípulos, sosteniendo el aura mítica del oficio. Hacer e investigar. Viajar a otros lugares, entender las especificidades y trabajar sobre ellas –instrumentos europeos que deben hacerse con maderas europeas, buscar maderas argentinas que puedan compatibilizar con las africanas, fabricar las propias cuerdas con intestino de cordero, no solo para que no se rompan, sino para que los instrumentos suenen igual que en el momento en que fueron creados siglos atrás- transportarse en el tiempo desde lo sonoro. Partir de las medidas, para entender con los años, que “el secreto de un instrumento está en la persona que lo hace”. Núñez resalta esa idea al hablar de los violines Stradivarius, sobre los cuales se hicieron miles de estudios sobre las formas y las medidas, para constatar que en realidad, el verdadero secreto se murió con su creador, porque es algo intangible, que no puede pasarse de una persona a la otra.
Pero lo que hace una película como ésta es reflejar a un oficio como una militancia por el aprendizaje, por la evolución, por la difusión del conocimiento. Una ruptura con las estrategias de secretos del pasado y una apuesta por el intercambio de saberes. Que va del diálogo entre el creador y la madera, al que se establece con el músico, ese personaje que parece ausente pero es el motor del trabajo. “Hacer un instrumento es como hacer un traje a medida” dice Javier Gandolfo y para ello es necesario el diálogo entre las partes y el respeto mutuo.
“Los clientes que tengo son como mecenas que me permiten hacer este trabajo” dice Núñez, desligando definitivamente la producción y la subsistencia, de la pasión. Y es que si hay algo que Ser luthier refleja es la relación apasionada con un oficio que se ha elegido como forma de vida. Esa felicidad que se trasluce en los rostros y en las palabras de todos los entrevistados ante el trabajo. Eso que le hace decir a Núñez que “No estoy trabajando. Sino que sigo jugando como cuando hacía las espadas de madera”.
Ser luthier (Argentina, 2018). Dirección: María Victoria Ferrari y Rocío Gauna. Edición: Leonardo Cauteruccio. Duración: 61 minutos.
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