Se murió Jean-Louis. La noticia es de hace apenas unas horas; pudo ser hoy o hace unos días. Eso no importa. En su discreto retiro provinciano, junto a Marianne, su última pareja, el tiempo pasaría distinto para él, más lento quizás, retrasándole el final que esperaría con alivio.  La noticia no sorprende; a sus 91, luego de una vida de éxitos y prestigio artístico, pero marcada por dos tragedias, la muerte de las hijas de su matrimonio con la cineasta Nadine Marquand, Pauline en 1971, muerte súbita a los pocos meses de vida, y la bella Marie en 1988, su heredera artística asesinada a golpes por su pareja, un cantante adicto y vividor que apenas estuvo unos pocos años en la cárcel. Jean-Louis habrá concentrado su mellada energía vital en sobrevivir lejos del mundanal ruido. Por eso hacía años había anunciado un retiro que solo interrumpió en contadas ocasiones, refugiado en un pueblo de provincias. Hizo unas pocas películas, hizo teatro, con un grupo semiprofesional de su zona y en unipersonales como el que lo trajo por última vez a la Argentina en 2010. Jacques Prévert, Boris Vian, Robert Desnos, debió ser un privilegio escucharlos en su voz (también hizo una película dirigida por Santiago Otheguy, de la que no tengo noticias). La fama se le habrá hecho puro cuento, mientras que la convivencia con el entusiasmo aficionado de sus compañeros de grupo le habrá dado una menguada razón para seguir adelante.

Me autorizo a llamarlo por su nombre como si lo hubiera conocido. Me pasa, nos pasa, con algunos de aquellos que hicieron el cine que nos formó, los que dejaron marcas en nuestra sensibilidad, los que nos ampliaron el mundo. Entre ellos estuvo para mí Jean Louis desde los tempranos años sesenta. Un tipo callado y serio que descubrí en El conformista, del que desconocía su ya entonces larga carrera y su fama, una y otra tan largas como la de su tío Maurice, quien corría en otro tipo de carreras; era un automovilista, que competía con Fangio, que gano en Le Mans y al que creo recordar participando en algún Gran Premio internacional en Buenos Aires. Por eso el apellido Trintignant me resultó familiar desde el principio. Pero Jean Louis era  famoso desde Y Dios creó a la mujer, en 1956, dirigido por Vadim y acompañando a Brigitte Bardot, nada menos, con la que tuvo un romance, nada menos. Ese muchacho agradable y callado que atraía a las mujeres por su timidez, el fundamento de su particular atractivo, nunca fundado en la belleza física. Después se había ido a Argelia a cumplir con el servicio militar en plena guerra de independencia del país africano. Al regreso se casó con Stéphane Audran (luego esposa de Chabrol) y siguió con su carrera. Jean Louis trabajó mucho y siempre con éxito, sacándole partido a su apariencia apocada que parecía pedir cuidado y afecto. Vittorio Gassman se encargó de ventilarlo por Italia en Il Sorpasso (1962) de Dino Risi, arrastrando al cohibido estudiante de derecho que interpretaba, concentrado en un examen, a un fin de semana de desenfreno gassmaniano. Mujeres, autos, paisajes, alcohol y desparpajo; cuando el inocente empezaba a despertarse, Vittorio lo mataba en un accidente carretero producido por su prepotente irresponsabilidad. Curioso, Jean Louis, sobrino de Maurice, automovilista profesional, moría estrellándose en un auto en la ficción de aquella película. Décadas después otro accidente, esta vez real, lo dejaría maltrecho y lo obligaría a un alejamiento del cine, que se acentuó con la muerte de Marie.

Ascensos y caídas, después de su éxito mundial con Un hombre y una mujer en 1965 (su papel, un corredor de autos. Lelouch lo eligió por, otra vez, su parentesco con el tío Maurice) y el relumbrón político de Z (Costa Gavras, 1969), llegó a la consagración definitiva con su magistral trabajo como el espía fascista Marcello, en El conformista (Bernardo Bertolucci, 1970). Su timidez y su aura de desprotección, dieron un vuelco. Marcello era un traidor sombrío. Traidor a sí mismo antes que a otros, su mutismo y doblez moral guardaban secretos íntimos y autoengaños que Trintignant afrontaba con una falta de expresión llena de paradójicos matices. Era el Trintignant oscuro, el que expresaba con recursos en apariencia escasos (no, no hablaré de minimalismo) tormentas interiores, pasiones, frustraciones o deseos apagados. Hubo pocos, si alguno que llegaran tan lejos como él en ese camino. De entre tantas películas de esos años setenta y primeros ochenta, elijo una: El cordero enardecido (1974) de Michel Deville. Otra vez un tímido, Nicolás, reprimido hasta la inercia por su apocamiento. Nicolás será “salvado” por su amigo Claude (Jean Pierre Cassel), un intelectual cínico que lo manipula para obligarlo a enfrentar desafíos antes imposibles. Nicolás triunfa, en los negocios, con las mujeres (por ahí andaban Jane Birkin y Romy Schneider. Juntas). Claude se suicida como conclusión del éxito de su experimento. En El cordero enardecido Jean Louis demuestra su cualidad proteica, del muchachón cohibido al hombre de mundo exultante, extrovertido, un cretino brillante como tantos. Un giro magistral en los pocos minutos de una película. Versatilidad sin límites, ya no tenía nada por demostrar. Seguiría entonces repitiéndose con gloria;  una película con él era ya “una película de Trintignant”, una que mirábamos para ver cómo Jean Louis bordaba, pespunteaba y hacía suyo el papel de que se tratara.

Solo podía compartir cartel con otro grande como Truffaut. Encuentro delicioso y final, última película de François, Confidencialmente tuya (1983) es un placer perpetuo, el de dos hombres que amaban el cine en todos sus aspectos, tanto como amaban a las mujeres (es cierto, François un poco más). Bárbara (Fanny Ardant, entonces pareja de Truffaut) se enamora del detective Julien, para el que trabaja como secretaria. Julien es seco y autosuficiente, no parece necesitar protección, pero debe esconderse al ser acusado de un crimen que no cometió. Julien se oculta en un sótano. Bárbara va y viene trayéndole noticias, alimentos, lo que el jefe necesite. El sótano tiene una ventana al nivel de la calle, por ellase ven las piernas de Bárbara (¡Las piernas de Fanny!) que desfilan de ida y vuelta. También vemos la cara de Jean-Louis, transformándose, enamorándose, de la mujer o de sus piernas, poco importa, sabemos que para Truffaut el amor y las piernas de mujer eran lo mismo. El crimen, la persecución, son McGuffins para celebrar al amor, a la belleza femenina. François y Jean Louis son los oficiantes, ligeros, alegres, comprometidos. Como los grandes ¿Qué más?

Pero habría más. Una, menor, poco conocida,Fiesta (Pierre Boutron, 1995), basada en las memorias de José Luis de Villalonga. Es la guerra civil y el joven Marqués de Villalonga es alistado para pelear con los franquistas. Lo destinan a servir a un coronel falangista, homosexual, histérico y amanerado en la intimidad. El coronel es Jean-Louis, por supuesto. Hay que verlo en sus pequeñas manías, sus domésticos desplantes fascistas, enfundado en una redecilla para el pelo, con ruleros (Como Monzón en “Soñar, soñar”). Sus ínfimos gestos y movimientos van más allá de cualquier método de actuación; son el resultado de una comprensión íntima de lo humano, en cualquiera de sus matices. Lo más alto y lo más bajo, lo íntimo y lo público, lo secreto y lo ostentado. Esa comprensión, imbuida de dolor y autoconocimiento, llegaría a su cima en Amour (2012), la coda de otro grande, Michael Haneke, junto a Emmanuelle Riva y Jean-Louis. El encierro hanekiano es el del final de la vida; dos ancianos que viven sus últimos días de enfermedad y decadencia en su departamento parisino. Amor hasta la muerte, amor a la muerte y a lo que queda de vida, estar, dejarse ir, recibir a una misteriosa paloma sacramental. Compenetración absoluta, compasión absoluta. No hay actuación, hay vida, de la última pero vida a punto de saber si existe algo distinto. El círculo se ha cerrado. El actor discreto, el que actuaba sin que lo notáramos, ya no actúa, es. No hay nada más allá después de Amour.

Hay, sin embargo, al menos otra película de 2019, una continuación de Un hombre y una mujer también dirigida por Lelouch. No la vi ni la veré. La vida física de Jean-Louis terminó hoy, su vida artística se fue, a conciencia con Amour. No habrá otro Jean-Louis Trintignant, hubo y quizás habrá distintos. Nos despedimos de él en esta tarde fría. Adiós al león sosegado, inadvertido, fuerte por sabio, que vivió junto al cordero.

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