Antes de que aparezcan los títulos de inicio de la película, lo primero que vemos es una sucesión de tres placas que explican: “ESTE NO ES UN FILM DE FICCIÓN” / “EXISTE UN LUGAR LLAMADO ISLA DE LAS FLORES” / “DIOS NO EXISTE”.
Sólo con esas tres placas podemos deducir una toma de posición sobre lo que veremos, que podemos adivinar absolutamente radical. Efectivamente, no es una película de ficción. Es un documental. Todo lo que relata y cuenta se atiene con precisión al mundo real, pero el relato que construye, el lugar desde donde se posiciona el narrador de los hechos, es un lugar tan extraño que lo envuelve todo de una atmósfera de irrealidad cuyo efecto inmediato es el humor. Un tipo de humor desesperado, de quien ríe para no llorar.
Desde un abordaje puramente argumental, la película descubre la lógica que impera en la Isla de las Flores, Porto Alegre. Toda la basura desemboca allí, donde la pobreza es extrema. Los dueños de las tierras tienen privilegio sobre los desperdicios que llegan de la ciudad y seleccionan lo mejor de los residuos orgánicos para alimentar a los cerdos que crían. Sólo después de que los dueños de la tierra hayan seleccionado lo mejor de esa basura, pueden disponer de ella los seres humanos que acuden buscando alimento.
De buenas a primeras, no parece un argumento sobre el que sea posible forzar ningún chiste y la tarea parece casi imposible si la estructura de la película debe atenerse a los límites del cine documental. No obstante, la película es rabiosamente hilarante, sin correrse jamás de los límites que el propio género supone. Conseguir arrancar una sonrisa en el espectador, partiendo de un tema tan delicado es, sin lugar a dudas, lo que vuelve a la película tan original.
La fórmula es sencilla y efectiva, aunque muy difícil de llevar a cabo. Consiste en posicionarse desde una óptica extraterrestre, forzando explicaciones innecesarias y extremas, que revelan lo estúpido del orden que aparentemente tienen las cosas. Damos por sentado que las cosas son como son porque responden a algún orden natural. Sin embargo, nos apresuramos a naturalizar todo lo que sucede a nuestro alrededor. Si consiguiéramos salirnos de nosotros mismos y tuviéramos que explicar de manera objetiva el orden del mundo, desde el detalle más chico hasta la organización política de las diferentes sociedades, descubriríamos que nada es tan obvio ni tan sencillo.
Inconscientemente, incorporamos una serie de premisas que nos permiten mantenernos erguidos sobre nuestras piernas, que nos hacen sentir orgullosos de nuestra inteligencia. Sin embargo, esas premisas pueden no ser ciertas. El mundo es menos ordenado de lo que parece y el lugar de privilegio, que el ser humano ocupa con respecto a otros mamíferos, debe ser severamente cuestionado. Se supone que el ser humano es el más inteligente de las criaturas que habitan el planeta. Sin embargo, cada vez que otro ser humano muere de hambre (cuando los recursos naturales alcanzan para producir alimento para todos sus habitantes) esa premisa se descubre menos verdadera de lo que queremos asumir e inventamos razones disuasorias para eludir una verdad incontestable. No hay que ser un genio para llegar a la conclusión de que el ser humano es menos inteligente de lo que se supone, toda vez que no ha sabido erradicar la pobreza, incluso disponiendo de los recursos.
Ver una película como Isla de las Flores nos invita a pensar estas cuestiones y a reírnos de nosotros mismos, incluso cuando la conclusión es obligatoria y necesariamente amarga. Mientras exista la pobreza, la idea de la libertad no es otra cosa que un sobreentendido, una suposición, un acto de fe.
Isla de las flores (Brasil, 1989), de Jorge Furtado, 13′. Documental.
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