En el comienzo está la leyenda de la Iguazú, la madre del día y de la noche, a la que está prohibido invocar. Después, una mujer blanca está sentada frente a la cascada. No la menciona, pero la invoca. Le pide que le devuelva a su hijo. El llanto que se escucha es la manifestación de que el pedido ha sido concedido. Pero también deja implícito que sobrevendrán las consecuencias del quiebre de la prohibición.
Estamos ante una situación básica en los cánones del cine de terror: el traspaso de la frontera de lo posible que implica traer a alguien de regreso de la muerte. Sin embargo, esa escena fundante de Los que vuelven será retomada en el final del segundo segmento, cuando el recorrido cronológico alterado nos lleve nuevamente a ese punto de partida. Lo que se practica es una interesante variación de ese esquema que presupone el punto de partida y que funciona, en todo caso, como un vértice alrededor del cual se organiza la historia.
En la primera parte, el relato juega con la ambivalencia que implica la continuidad de esa escena inicial, pero sin referir directamente a ella. Propone al espectador la disociación temporal –no sabemos cuánto tiempo pasó entre la escena del comienzo y el primer capítulo- y permite sugerir en la presencia de Manuel (Sebastián Aquino), el hijo que Julia (María Soldi) logró que vuelva de la muerte con su ruego. No se trata solamente de la complicidad y el vínculo amoroso que se percibe, sino incluso de ese momento en el que el trabajador parece reconocer en el niño una fuente de lo que lo atormenta en su cabeza. El enrarecimiento de la escena que relata esa primera parte comienza a advertirse en la relación que el niño mantiene con el espacio donde duerme la criada de la casa, y al que Julia decide prohibir su regreso (le dice a la mujer que quite ese catre extra porque “no va a volver”, sin aclarar a quién se refiere). Hay características específicas que marcan esta parte. En primer lugar, la construcción del espacio de lo terrorífico a partir de lo sonoro. Lo desconocido entra en los personajes desde lo auditivo: un sonido que llama y que enloquece, pero que no tiene dimensión corporal. Viene del monte, de la selva, pero ni el trabajador yerbatero que corre huyendo de manera desesperada ni el niño Manuel ven más que esa selva que los llama a entrar en ella para perderse. El terror es lo desconocido ante el cual el adulto huye porque no puede esperar nada bueno de allí y el niño hace el camino inverso porque no hay en él, todavía, esos rastros de la cultura que instalan el miedo. Ni siquiera se trata de curiosidad, sino una naturalidad en la que entra en el paisaje comprendiendo que el mensaje le está destinado. No hay terror en el niño, sino, en todo caso, en el observador, en los padres que salen a buscarlo.
En segundo lugar, el relato se deja trasvasar por el clima propio que genera el espacio de la selva misionera, acercándose al universo de la literatura de la mano de Horacio Quiroga como posible síntesis de la fusión entre la maravilla y la tragedia que involucran a la naturaleza. Hay una escena que bien podría ser parte de uno de esos cuentos de Quiroga –como “El almohadón de plumas”, aunque también podrían referenciarse en otros momentos a “El hijo” o a “El hombre muerto”-, en donde la realidad termina transformándose imprevistamente en un espacio terrorífico: es la escena del juego de las escondidas entre Julia y Manuel donde la tensión se sostiene, no solamente porque Manuel no parece estar en ningún lugar de la casa sino porque el montaje paralelo con la huida del mensú por el monte se cruza remarcando el efecto.
Hay otro momento notable en esa dualidad que tiene que ver con el título de la primera parte. “La pesadilla de Julia” hace alusión al momento en que despierta en la noche y sale al parque de la casa para ver desde allí abajo que alguien ingresa por la ventana a la habitación de Manuel. El corte de la escena al momento en que Julia despierta le da el carácter onírico, pero dejando la duda instalada, en tanto hay cierta precisión realista en la puesta de la escena –que aparentemente Julia no vea las presencias que la rodean y las vea el espectador genera una inestabilidad que no se despeja con la referencia pesadillesca-.
El tono cambia en la segunda parte, que vuelve el relato hacia un año atrás. La referencia a lo extraño es aquí lo suficientemente ajena a la película como para que solo circule en el espacio de la cocina en la que se mueve Kerana (Lali González) con su madre, y como una mención que funciona más como una advertencia que como algo concreto. Por el contrario, aquí asoma una normalidad instituida en dos niveles. La relación entre Julia y Kerana, que parece sobrepasar los límites del patronazgo –hay una tensión erótica continua en el roce de los cuerpos cuando la ayuda con su embarazo-, se instala como inevitable referencia a la necesidad de recurrir a la Iguazú. Pero por sobre todo lo que aparece es una relación de poder que se manifiesta de manera explícita en la reunión en la casa –la afirmación de Kerana de su nombre, el desprecio de su belleza por ser salvaje-. En esa escena, entre líneas, la normalidad estalla de manera silenciosa. Los que se reúnen en ese living de una casa señorial son los invasores de una tierra ajena. Kerana es, apenas, la representación de ese salvajismo que han tenido que domesticar para imponer sus reglas. El momento en que la criada dice su nombre no solamente genera una tensión imprevista, sino que afirma la persistencia de aquello que se sigue queriendo borrar. En la reunión se habla justamente de los salvajes y de la necesidad de reducirlos, por la fuerza que encarnan las armas o por las ideas y creencias propagadas por la religión oficial.
No extraña, sin embargo, que sea el episodio retratado de manera más oscura, en tanto preanuncio continuo de una noche que se cierne sobre los personajes. El parto contiene una puesta asociada al cine de terror por la habitación en penumbras, por los gritos de Julia y los primeros planos de la sangre que Kerana va exprimiendo de las toallas y trapos con que la ayuda. El terror se resignifica en el momento en que desaparece de la casa: es la desesperación de la mujer que ha perdido lo único que le importaba. El signo del pasaje hacia el terror más tradicional aparece en el momento en que surge el llanto del bebé en la cascada: un llanto extraño, en el que el enrarecimiento de lo sonoro se liga con el llamado del monte de la primera parte.
La tercera parte no solamente retoma los elementos de las dos primeras para reformularlos, sino que se sumerge definitivamente en los elementos del terror visual, incluso por momentos, coqueteando con el gore y la referencia al cine de zombis. Disuelve la duda sobre la referencia onírica de la primera parte, pone en escena lo que sucedió con Igarzábal en el monte y abre la mirada para descubrir qué hay detrás del momento en que Manuel dice “mamá” cuando llega al arroyo. Pero más que eso, vuelve sobre la historia como la forma en que los sojuzgados, los asesinados por los invasores, vuelven para enfrentarlos. El enfrentamiento que podría reducirse a la simple venganza hecha carne, se vuelve aquí una mirada que se asienta en una lucha de clases que solo pueden dar los muertos que mantienen sus cuerpos para la lucha. Por esa razón, tanto Igarzábal como Mariano (Alberto Ajaka) entienden que la única manera es terminar con los cuerpos quemándolos o cortándoles la cabeza. Los que vuelven cuentan en un momento con la debilidad del otro. Los invasores, desperdigados y de a uno, se enfrentan a algo que los supera y ante lo cual no tienen más remedio que claudicar (es muy significativa la forma en que acaba la vida del cura, suicidándose ante las sombras que lo rodean, casi como una renuncia tácita a sus propias creencias cristianas). Pero lo interesante de Los que vuelven es que en lugar de dejarse arrastrar por el efectismo de la sangre y las mutilaciones, elige ponerlas en el contexto de una historia en la que el espacio y la invasión se resignifican y lo que estalla es un enfrentamiento inevitable que es el corolario de la explotación que el hombre blanco ha ejercido sobre los otros. La sangre que antes derramaron los unos, ahora se vuelve la que deben derramar los otros.
Los que vuelven (Argentina; 2019). Dirección: Laura Casabé. Guion: Laura Casabé; Lisandro Colaberardino; Paulo Soria. Fotografía: Leonardo Hermo. Edición: Daniel Casabé; Luz López Mañe. Elenco: Lali González, María Soldi, Alberto Ajaka, Edgardo Castro, Javier Drolas. Duración: 92 minutos.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: