Presente encendido. Juan Gelman dijo alguna vez que, en tanto se radicaliza, la poesía habla del mundo a partir de sí misma, concentrándose en su propio quehacer con el idioma, despegándose incluso del control consciente constante del autor. Jean Renoir también señaló que todo arte tiende hacia la abstracción. La poesía de uno y el cine del otro prueban que ese aparente repliegue no constituye fuga alguna hacia una especie de torre de marfil confortable y preciosista, aislada del mundo, políticamente irresponsable cuando no cómplice de la miseria del mundo, sino más bien la clave de la tensión entre el universo autónomo que el sujeto creador concreta en la obra y el contexto del que nace y en el que se inscribe. Así como en la poesía de Gelman hay un núcleo histórico y geográfico objetivo más un punto de vista sobre aquel, que coagulan, no ya sólo en el poema, sino en un discurso propio y nuevo capaz de integrarlos indisolublemente y reverberar en la literatura (el uso de los diminutivos en la poesía nacional de los últimos veinte años está marcado por el suyo) y fuera de ella (el valor político de la búsqueda de su nieta, hijo del compromiso público verbal establecido desde la poesía o el periodismo), y así como sucede lo mismo en varias películas de Renoir de la primera mitad de la década del ’30, como Boudou salvado de las aguas, Toni o El crimen del Sr. Lange, estructuradas según la dialéctica entre cierta cruda rudeza del presente documentado y algunas de las más sofisticadas operaciones de puesta en escena, Hacerme feriante anuda la dinámica social de La Salada con la dinámica (est)ética del propio cine.
Una primera forma original de ese anudamiento no reside en la película misma sino en la presentación del material de prensa, similar a la de las películas truchas que se compran en cualquier feria, o a los manteros en la vereda: el disco envuelto en una carátula colorida con fotografías de baja resolución y adentro de una bolsa transparente. Las diferencias están dadas por el cuidadoso diseño geométrico, la ausencia de errores gramaticales y tipográficos en los textos, el criterio en la selección de imágenes, además de la correspondencia entre aquellas y la película, y la precisión de la ficha técnica. Pero lo que importa es la con-fusión momentánea que ocasiona en quien accede al material sin estar al tanto de su procedencia. Por lo menos en esta instancia de difusión, la película de D’Angiolillo no se despega de los mecanismos de publicidad habituales en ferias como La Salada, a la vez que anticipa tanto como admite su posterior circulación al margen del tránsito legal . En la película no se advertirá jamás un punto de vista evaluador, pero tampoco estoy de acuerdo con algunos calificativos que se le asignan, tales como ‘contemplativa’ u ‘observacional’, que el propio director acepta con reservas en la entrevista subida a http://www.youtube.com/watch?v=KlapWV5Atck. Es que ambos términos importan una frialdad o una distancia pasiva que aquí brillan por su ausencia.
Ya desde el título, Hacerme feriante se incorpora al mundo que filma, se hace parte de él, y esa pertenencia se refleja excepcionalmente cuando la cámara aparece montada a una máquina manual de cortar tela. Antes que nada sentimos la extrañeza del encuadre, fruto de una toma cenital que aplana la superficie y una cámara que no deja de moverse, adherida como está a la herramienta con la cual quedará identificada de allí en más, una vez que pasa la desorientación inicial y reconocemos la figuración enrarecida del plano. Allí la cámara funciona como instrumento de trabajo, pero no responde directamente a ninguna mirada, ya que no es una subjetiva. La cámara no como juez, entonces, sino como parte integrante pero autónoma de una sociedad laboral, de un organismo vivo, inquieto y pluricelular cuya dinámica contagia –conchaba- al ojo tecnológico de los realizadores. Con esto no quiero decir que no hay humanidad, sino que el protagonista es La Salada con todo lo que implica de formación social activa e inestable, cuya institucionalización no se ha cristalizado del todo: un espacio cuya historia reaparece en los fragmentos de Sucesos Argentinos, un paisaje natural contaminado pero no exento de belleza, una comunidad heterogénea y estimulante compuesta sobre todo por bolivianos, peruanos y argentinos, una serie de labores, una lucha de clases y poderes, una organización económica con asambleas y representantes, un sistema de control, entre varios elementos más. D’Angiolillo no le da la palabra formalmente a nadie, ya sea mediante la voz off o con testimonios a cámara, pero eso no significa que no haya presencia humana, posicionamiento del discurso y afectividad en la película, además de discusión y deliberaciones. Entre otras cosas, porque la evidente alienación capitalista no excluye la risa puntual, el placer o el juego, ya sea como acontecimiento captado en el lugar o como construcción dramática que no escoge una sola y tendenciosa nota dramática, sino que ofrece el abanico más amplio de emociones ligadas a un territorio y quienes lo habitan.
Hacerme feriante es un dispositivo de conocimiento, y ello implica hablar tanto de una mecánica ligada a un conjunto de aparatos que incluyen aquellos con los que se hace cine, como de voluntad, disposición, convicción y búsqueda. Hay muy poco cine, incluso de ficción, con tantas variadas y estimulantes decisiones de puesta en escena, con tanta vitalidad e inteligencia reflejadas en la cantidad de planos que debieron requerir tiempo, logística, desplazamiento, gestiones y curiosidad a la hora de ser obtenidos, y en la sofisticación juguetona de los raccords para otorgarle complejidad y fluidez a una película estructurada alrededor de un centro en el que se despliega el funcionamiento de la feria con un sentido coreográfico de la edición que proporciona un placer similar al de un musical, pero sin canciones. Antes y después, unos marcos que no son meros decorados, sino elementos imprescindibles para que el cuadro complete su sentido. Además del contexto histórico dado por las imágenes de archivo enlazadas con el mismo timing rítmico cuyo clímax se alcanzará luego, allí nos topamos con dos secuencias en las que el lenguaje corporal del poder, y la palabra como herramienta de discusión política, se exponen a la radiografía de una cámara lúcida cuya impertinencia no reside en la actitud de quien la empuñe, o en el momento y el lugar en que lo haga, sino en el mero hecho de estar ahí, continuamente presente y encendida.
¿A quién le molesta esa cámara? A un hombre pulcro de no más de 35 años, vestido de traje y corbata, el cabello ligeramente largo, que discute con los feriantes sobre los puestos instalados en la ribera del Riachuelo, cuyas márgenes deberán desalojarse para construir un camino de sirga por iniciativa de la Nación. Lo primero que nos llama la atención es el vocabulario de Martín Insaurralde, intendente de Lomas de Zamora, lleno de términos como ‘guita’, ‘morfi’, ‘laburo’, ‘mango’, que se acumulan en un lapso muy breve de tiempo con la impostura de quien intenta congraciarse con su interlocutor, y revela una condescendencia muy similar a la del adulto que simplifica su lenguaje y modula sin naturalidad cuando habla con chicos. Ni el chicle que mastica durante la conversación, ni los dos o tres custodios que lo rodean, favorecen nuestra empatía, pero la piedra de toque es el pedido que le hace a un primer camarógrafo para que deje de grabar mientras pronuncia una frase que el corte deja inconclusa, y luego a otro, cuando se da cuenta de que son dos las cámaras usadas por la producción de Hacerme feriante en ese momento. No hay violencia física, ni la película se vale del incidente para conseguir la identificación del espectador victimizándose, pero en una conversación posterior entre otros representantes del Estado y los feriantes, uno de estos dice que no puede confiar en alguien que manda apagar las cámaras mientras negocia.
Ese intervalo es magnífico porque evidencia el lugar y los efectos del poder, tanto de las autoridades oficiales en esa situación de conflicto particular, como el de los realizadores de esta y de cualquier otra película. También revela la enorme fractura que hay entre los poderes globales constituidos y los sujetos que exploran nuevas formas de organización socioeconómica. Esa fractura queda expuesta en los primeros planos de la película, que arman un diálogo virtual entre esta noticia publicada en una página web: “La Salada, la feria ilegal más grande de América latina, fue identificada recientemente por la Unión Europea (UE) como un emblema mundial del comercio y la producción de mercadería falsificada”, y esta declaración aparecida en una revista que funciona como respuesta inmediata a aquella otra: “¿Y si yo digo que en la Unión Europea son todos transas, son todos trolos, son todos chorros, borrachos?”. En medio de ambos, este otro intercambio verbal cercano al final de la película que mi memoria selecciona y extrapola, en el que la búsqueda de una contraseña comunicativa se revela fallida y ambigua:
– Somos peronistas, compañeros, es un gobierno peronista y jamás nos meteríamos con el trabajo o el puesto de trabajo de ningún compañero.
– El gobierno peronista de Menem se robó toda la plata del Riachuelo ¿entendés?
(Publicado en El Amante)
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