Invasión. Allá por los comienzos de los 80 supe que la Cinemateca iba a dar Invasión en el Sha. Pedí verla antes del día fijado -reverla, para resfrecarla en la memoria- y escribí un artículo. Por mi nota, Invasión tuvo una afluencia de público como no había tenido hasta entonces. Muchos ni la conocían. Ernesto Schoo no la había visto y me agradeció que lo hubiese impulsado a verla. Estaba encantado.
Otros sintieron lo mismo.
Un fulano, amigo mío entonces, que hoy y desde hace rato luce jerigonza pretenciosa, avalado en ocasiones por gente que no me explico (suelen ser más lúcidos en otras cuestiones), vanidoso por natalicio en el día de la fundación de Roma, mentiroso sobre todo, me lo reprochó.
Me reprochó el artículo.
Decía que era una película secreta, para iniciados, para pocos. Él, yo, algún otro -pretendía estúpidamente. Y que no había que alertar a los otros.
– Andá a cagar -le dije. Lo reitero ahora.
La exhibición en Encuentro, y algunos diálogos de la película puestos por mí aquí, ha levantado una módica y jugosa ola de asociaciones, opiniones, placeres por ciertas palabras y no tanto por otras, recuerdos, seguramente olvidos, nunca indiferencia.
Invasión está viva y, entre nosotros, los espectadores, más que nunca, o como casi siempre en todo caso cuando la vemos y revemos.
Los otros, bueno, los otros se joden.
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Invasión 2. Hace unos treinta años, creo que en Río Hondo, me sentaron durante la cena -para mi alegría- cara a cara con Olga Zubarry. Una mujer madura, guapa, de hablar amable, y suelta en el estar y en el decir. Estábamos allí, con otros, para una especie de festival de cine que ni me acuerdo.
Le dije: Aprovecho este azar de conocerla para felicitarla por su trabajo en Invasión.
– ¿En serio lo dice? Yo nunca supe qué estaba haciendo ahí.
– De todos modos lo hizo muy bien.
– Muchas gracias, entonces.
No sé si, sin quererlo, no reproducíamos el tono de algunos de los diálogos de la película. Me gusta pensar que sí.
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Hope (Bob Hope). Si hay algo que alienta la esperanza de un futuro mejor, en algún futuro que, tal vez, yo no vea, pero sí hijos, o nietos, es el premio a Magnetto por defender la libertad de expresión.
Me enternece casi tanto como cuando se dan los premios Konex entre ellos, los que compartieron cenas y negocios y camas.
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El demonio nos gobierna. “El diablo vence porque no tiene programa” (a cumplir, esa es la idea. Se puede hacer cualquier cosa).
Oí la frase en la película de Ingmar Bergman por vez primera cuando no tenía veinte años. Jamás la olvidé.
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Los travellings hacia atrás en Mad Men son sublimes. Lentos sin querer ser majestuosos, son una retirada visual de la acción. Los ojos abandonan a los personajes de a poco, en la medida que lo sucedido entre ellos va entrando en nosotros. Como si dejáramos sobre la mesa el frasco de perfume mientras el aroma impregna nuestras solapas y nuestros sentidos.
Algo está sucediendo ahí, en el decorado, y algo ha empezado a suceder en el espectador.
Con eso vivimos cuando apagamos el televisor.
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Favor. Soldado: No se puede vivir así, mitad soldado, mitad hembra.
Otro: Un hombre debe tener descendencia.
¿Estaban diciendo, en esa película argentina con Francisco Petrone que no reconozco, que los soldados se hacían el favor los unos a los otros?
(Fue hace diez minutos, por el canal del Incaa. Sospecho que es Pampa Bárbara, pero hace décadas que no la veo).
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Mea culpa o meando fuera del tarro. Ya desde pibe no me gustaba Doris Day; la rechazaba, en realidad. Y además me parecía insulsa, lavada.
Me equivocaba.
Hace un par de noches la vi en Love me or Leave me, con un James Cagney desatado (más). Seguramente, una de las películas que rechacé en aquéllos años.
Un hembra, la Doris era un hembra.
Y una de esos tiempos. Un escote y una gamba al aire como anzuelo, y todo el ancho mar sospechado o intuido a descubrir.
Lástima que Hollywood, en la película, haya preferido su enamoramiento por un Cameron Mitchell pasado por lavandina, y no el amor loco por Cagney, que está loco y dispuesto a todo.
(Ahora leo en Wikipedia que es una historia biográfica, y entonces me repito: en arte hay que inventarse la realidad, no copiarla. Y también leo que fue Cagney quien convenció al productor de que sea ella la actriz, y digo: 1) Señal de que Cagney sabía quién le levantaría la libido, y 2) Que no se me da mal -es decir, aprendí- este asunto de ver películas).
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Nobleza obliga. Alguna cosa podemos reconocer, al menos para no quedar como demasiado sectarios. Hace dos o tres días, la TVP daba una de Sandro (se anuncian varias más), y anoche Get Shorty (El nombre del juego), con Hackman, Travolta, DeVito, doblados al centroamericano.
Un salto de calidad donde la mano de Lombardi se nota.
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Anoche, cansado, ya listo para dormir, me topé con Scorsese en Encuentro. Hablaba y mostraba las distintas etapas del cine norteamericano. Enseguida entró en el mundo de los policiales, y habló del pasaje del gángster en las primeras películas al lugar que ocupó después: jefe de grandes corporaciones económicas socialmente aceptadas.
¡Bingo, sincronía! -me dije.
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Hace unos años vi a Emmanuelle Béart en Luxemburgo; había ido a presentar una película y, por azar, la tuve a dos o tres metros. Nada que ver con lo que era. Los labios hinchados, la cirugía, más -sospecho- una secreta o no tan secreta histeria, le daban a la cara un viento de locura que, a veces, puede adivinarse en alguno de sus mejores papeles: La femme française, El infierno, los momentos de bravura con el violín y la borrachera en Un corazón en invierno. Porque es una gran actriz, de eso no tengo dudas, y de las intensas, de las que sacan todo y se juegan más.
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Fuiste vos, Mauricio, no fueron otros, fuiste vos. Me tendrías que haber cuidado más, yo soy tu hermano. Fuiste vos…
Nido de ratas.
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En la TVP, ayer, volví a ver un documental sobre Atilio Stampone, valioso por lo que el músico cuenta y cómo lo cuenta.
Dice que Homero Expósito visitaba a su madre y se quedaba a comer, y un día, mientras estaban en ese menester, Stampone tocaba al piano una música propia, en la sala, lejos del comedor. Homero se fue, al fin, y se metió en el bar de la esquina. Más tarde llamó por teléfono a Atilio -«con la voz de vino que tenía en persona y por teléfono»- y lo hizo ir al bar:
– Tomá, fijate si la métrica está bien con eso que estabas tocando -le dijo a Atilio mientras le entregaba un papel con una letra.
Stampone fue a la casa, tocó su música, comprobó que la letra entraba perfectamente en la música, volvió al bar y se lo dijo a Homero.
– Ya lo sé -dijo el poeta.
Así nació el tango Afiches.
Stampone también dice que Goyeneche sabía más de música que los músicos, y que había inventado, en el último tramo de su carrera, una nueva manera de cantar, «la del chamuyo».
El mejor pianista del tango fue Horacio Salgán -dice en el documental-, que la gran orquesta para bailar y escuchar fue la de Troilo, y que Piazzolla fue el gran músico argentino, que arrancó con arreglos para Troilo y terminó haciendo lo suyo, «para escuchar». No para bailar.
– Si querés bailar con la música que Piazzolla compuso antes de morir, te rompés una pierna -dice.
Altri tempi.
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Me divorcié de un votante pelotudo. Próximo proyecto de Suar para cuando todo se vaya a la mierda.
(Está apalabrado Campanella para dirigirla, que incluiría detalles autobiográficos).
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Fellini. Hay un momento en su cine, creo que fue en Fellini Roma (qué importa cuál película), donde se ve un grupo de gente privilegiada en la Via Veneto, en una terraza con sus bebidas, mirando cómo la policía apalea a un grupo de menesterosos y protestones.
En el contexto de la película, donde la acción va y viene del presente al pasado y al revés, la secuencia actúa en el espectador -y otras también- como lo que perdura del pasado en la actualidad, que no ha muerto y vive en las personas, en los hechos, en los sistemas políticos y económicos, en los hábitos y en las costumbres.
Y ahí está lo perenne de la injusticia y lo perenne de la rebelión. Y en los espectadores del apaleamiento -en las gradas del Coliseo, digamos- vemos a la clase dominante, divertida, y a los esclavos rebeldes y a los leones y sus dentelladas en la arena que, con el tiempo, se ha hecho asfalto.
Otro tanto sucede en la secuencia del teatro romano (Amarcord), donde en la platea un grupo de pobretones vulgares y cómodos en su pobreza y en su vulgaridad se ensaña con el grupo de hombres y mujeres comunes y patéticos de arriba del escenario, que pugna por salir de la mediocridad a través de alguna forma de arte posible, o del sueño loco de alguna forma de arte posible.
Viejas historias.
Reiteradas y viejas como el mundo.
Un mundo donde cada uno juega su juego.
Porque es lo que toca, y porque en la tensión, en el conflicto, y en la grieta, la vida se abre camino.
Un grande Fellini.
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La conmoción estética y emocional que produjo Disparen sobre el pianista a mis 18 años me apartó del barrio definitivamente, de los amigos del fútbol, de todo lo que había sido la vida hasta entonces. Cuando comenzó la soledad.
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Rostros. ¿Dónde están hoy, en el cine argentino, los rostros de mujeres como Elisa Cristian Galvé en Emma Zunz, o el de María Vaner frente a la bomba de agua en El romance del Aniceto y la Francisca?
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Películas argentinas. Lo había visto por televisión, y está claro que preferí olvidarlo. Hoy, sin embargo, por el centro lo vi en afiches enormes. Hay una nueva película argentina con Adrián Suar, y yo supongo que además la produce: Me casé con un boludo.
Llamé a algunos amigos de vieja data que todavía frecuentan el medio, pregunté y me informaron: Es la primera de un proyecto que abarca tres, ya en preparación. Los títulos:
Le dije a mi jefe que se meta el aumento en el orto: el drama social y humano de un contador a quien un tendero del Once no le quiere actualizar el sueldo, pero al final sí. La escribe Birmajer y la dirigirá Burman.
Andá a lavarte el culo, vieja de mierda: las penurias de un recién casado a quien su suegra lo quiere seducir para llevárselo a la cama sin interesarle la hija hasta el último rollo, cuando toma conciencia y se abstiene.
Si las cosas funcionan económicamente como piensan -yo no tengo dudas- habría una cuarta:
Andá a ganar guita a la concha de tu madre, desesperanzada y melancólica mirada de un crítico de cine en su última etapa, rememorando el cine de Hugo del Carril, el de Leonardo Favio, el de Hugo Santiago y el de Adolfo Aristarain.
El guión es mío.
Acá sí tengo dudas de que sea un éxito.
Qué vida.
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Policía: queremos ver tus documentos.
Accatò: Yo sé mi nombre, para qué quiero los documentos…
En Accatone, de Pasolini.
Accatò, escucha al profeta. Hoy vendes el anillo, después la cadenita, luego venderás el reloj. Dentro de setenta y siete días no tendrás ojos para ver.
En Accatone, de Pasolini, dicho por un reo de suburbio romano, con las manos alzadas junto a su cabeza.
¿Y qué es el hambre? Un vicio, una impresión. Si no te acostumbas a comer…
Accatò en Accatone, de Pier Paolo Pasolini
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Tiempo viejo, caravana…En un pequeño y precioso documental de Lorena Muñoz sobre Alberto Castillo, emitido por Encuentro, unas personas de su tiempo cuentan cómo, después de la irrupción violenta de la llamada Revolución Libertadora, Castillo emigró para seguir teniendo el trabajo que aquí se le negaba. Chile, Perú, plazas estadounidenses para un público latino y algunos yankees curiosos, y frecuentes giras por España, le dieron cabida. No acá. La gente fina no soportaba esos tangos y esos candombes, tan europea ella, tan civilizada, tan con la conciencia tranquila luego de haber bombardeado la Plaza de Mayo.
Después vino cierta resurrección con Los Auténticos Decadentes, basada en la admiración del grupo hacia el cantor en sus creaciones más explícitamente populares. Poco tango, más farra, quizás sin casualidad que estuviéramos en la falsa alegría de los noventa. Castillo parece un Buda en esas imágenes, y está viejo, y sigue sin desafinar. Algo que Atilio Stampone y otros, en el documental, han dicho un rato antes: Castillo fue uno de los más afinados cantores de tango que haya habido. Troilo ya había dicho una vez: Castillo no desafinó nunca.
Ese tipo es, entre tantos, y tantos otros después con otras dictaduras, el que la Revolución Libertadora dejó sin trabajo en su tierra.
Sobre el final el hijo de Castillo cuenta la noche del velorio, y cómo tres hombres humildes se presentaron queriendo entrar cuando ya casi no había nadie. La policía no los dejaba y el hijo de Castillo abrió el paso.
– Eran tres hombres grandes -dice el hijo. Canosos. Entraron en silencio, y de pronto uno sacó un ramo de flores oculto en la campera. Lo dejaron sobre el féretro, y salieron, como en misa. Uno de ellos se acercó y me dio la mano.
– No podíamos dejar de despedirlo. Él cantaba para nosotros -dijo el señor.
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De la loca cosa de ir bailando entre melodias discimiles, pero un unico y poetico hilo,…. gracias…. y el final con el que le cantó al pueblo me dio dolor de alma, justo ahora que el pueblo paso de moda y hay que respirar hondo porque estamos frente a la refritura de la fiesta noventista recargada…..