poster-la-llegada-denis-villeneuveEn los años 50 la ciencia ficción era el género bastardo, aquel que no prestigiaba a quien ponía su firma en los créditos y que todavía acarreaba el demérito del bajo costo y la ausencia de estrellas. Nacidas de la inquietante alquimia entre la literatura fantástica de tradición pulp y la paranoia anticomunista de la Guerra Fría, sus imágenes tomaron prestados estilos de otros géneros sin rastros de burla alguna y como declarada vocación de integrarse al entonces sistema de géneros establecidos. Del cine de terror de la Universal llegaron las figuras monstruosas, como el alienígena de El enigma de otro mundo de Howard Hawks (quien no aparece acreditado y cede ese lugar a su montajista Christian Niby, director luego de infinidad de series televisivas); la exploración de lo siniestro como espacio latente en el fuera de campo llegó del terror de la sugestión, producido por Val Lewton en su ciclo para la RKO a comienzos de los 40 (heredado en realidad del cine alemán de entreguerras, principalmente del Nosferatu de Murnau), y envolvió a los extraterrestres entre brumas opacas y funestas, o en esferas burbujeantes como las que aparecían en Vinieron del espacio exterior; y del film noir llegaron algunos ambientes nocturnos y opresivos como los que enmascaran la persecución en El día que paralizaron la Tierra (no en vano, su director Robert Wise se había formado en la unidad de Lewton y se había fogueado en los policiales clase B de los tardíos 40). Con el brillante technicolor llegarían los escenarios opulentos que antes inundaban el cine de aventuras, sustituyendo los ocres verdosos de los interiores áridos en las chozas selváticas por las tonalidades metálicas de las naves y las máquinas del tiempo, diseño que ha envejecido peor con el tiempo rozando la involuntaria parodia o consagrándose al ceremonial del culto. Pero en cada una de esas aventuras, más allá de alguna parábola anticomunista, propensa a múltiples interpretaciones dentro del arco ideológico -como ocurrió con La invasión de los usurpadores de cuerpos de Don Siegel-, la ciencia ficción clásica no se proponía hablar de «otra cosa», seria e importante, mientras mostraba aliens ythe_thing_from_another_world-395223868-large naves espaciales. O si lo hacía nunca olvidaba el valor de la historia que contaba, la verdad de sus personajes, la materialidad de los conflictos que allí se dirimían. Las películas podían ser malas, berretas, entretenidas, o geniales, pero no se escudaban en discursos rimbombantes para justificar mostrar a un montón de tipos disparando a manchas flotando en el aire o a robots que encendían sus ojos en la noche cerrada.

La llegada, en cambio, nunca se permite quedarse en lo que cree es un primer escalón, ese al que solo había llegado aquel viejo cine clase B. Sus ambiciones son serias y bien fundamentadas: toma como punto de partida un cuento de Ted Chiang, uno de los jóvenes talentos de la literatura de ciencia ficción contemporánea, y propone -en la era de las comunicaciones, las tecnologías y las redes sociales- un tema importante de reflexión: el lenguaje. Su director, el canadiense Denis Villeneuve, filma de manera cuidada, con mucho desenfoque, combina algunas escenas de tensión con algunos flashbacks oníricos, alterna colores fríos para los escenarios burocráticos y racionales habitados por científicos y militares, con colores cálidos y pasteles para los recuerdos/ensoñaciones emotivas y maternales de la heroína. Pone un poco de ciencia, otro de emoción, y logra decirnos que su película no es “una barretada de ciencia ficción” sino una “análisis de las emociones humanas a partir del tiempo y la percepción”. Todo muy lindo, y muy previsible. Porque ya lo había hecho en La sospecha, luego en El hombre duplicado, y coronado la gesta en Sicario. No extrañaría que haya hecho lo mismo en su inminente versión de Blade Runner (con el añadido de un misterioso 2049). Todo en sus manos adquiere aire de seriedad e importancia, todo acusa influencias consagradas y válidas. La venganza, Saramago, el narcotráfico, y ahora los extraterrestres. Acude a Kubrick y Spielberg, y elige quedarse con la fría solemnidad del primero y con la emotividad bienpensante del segundo. Nunca con sus decisiones valiosas, sus arranques geniales, sus pasos incómodos. Siempre el terreno seguro y la caída acomodada. Siempre con personajes y acciones que son las excusas para los discursos importantes, preñados de verdades de Perogrullo y algunas manipulaciones algo traicioneras.

Casi como evocando la relación que Antonioni podía establecer con los espacios y las atmósferas de la ciencia ficción apocalíptica en la onírica El desierto rojo, o intentando remedar los laberínticos escenarios mentales que Bergman define como terroríficos en La hora del lobo, La llegada quiere vestirse con las ropas de la ciencia ficción para luego desnudar sus verdaderas y trascendentales decisiones. Louise (Amy Adams), una especialista en lingüística, es 1024_2000convocada por la CIA, a quien ya había asistido en la traducción de mensajes de insurgentes de Medio Oriente, para traducir el lenguaje de unos extraterrestres que han aterrizado en Montana, Estados Unidos. No lo han hecho solo allí sino en otras doce ciudades del mundo: así, casi como los apóstoles, los distintos gobiernos afectados por el descenso de una enorme nave alienígena afrontarán el desafío de la comunicación interespecífica con distintos métodos y herramientas. Algunos con más nervio, otros celosos de la información descubierta, otros con un pie en el tanque y el misil, todos intentarán preguntarles qué vinieron a hacer a la Tierra. La vida de Louise, que se ve alterada irremediablemente por su participación en esta misión inédita y movilizante, ya tenía sus bemoles: una secuencia de montaje con relato en off nos habla de un nacimiento, una muerte, un comienzo y un final. Avatares del tiempo y la percepción, parece decirnos Villeneuve. ¿O era Chiang? Lo que sucede es que La llegada nunca parece querer ir más allá de esas ideas que definen su esencia como película, si es que en realidad la tiene. Cada una de sus imágenes está allí solo para dar contención a algo que ya existía en el origen literario. Pero una película es algo más que el envase de una idea, aunque Villeneuve no termine de expresarlo.

La llegada logra sus mejores momentos cuando se permite subvertir ese programa que lo condiciona, cuando esperamos sentados al borde de la butaca que aparezcan los extraterrestres para descubrir su forma -como los espectadores del primer Frankenstein de Whale-, cuando los cuerpos flotan en un espacio sin gravedad, cuando Louise se arriesga a poner la mano sobre el vidrio que la separa de ese cuerpo extraño como un gesto desesperado poster-de-la-llegada-y-nuevas-imagenes-de-la-pelicula-denis-villeneuve-originalpor acercarse a eso tan fascinante como desconocido. Pero como eso no es suficiente, la metáfora del lenguaje extraterrestre en forma de manchas circulares de tinta se vuelve redundante y explícita, la percepción del tiempo como algo propio de cada civilización y condicionante de su forma de ver el mundo se transforma en una sentencia inapelable, las secuencias de montaje se hacen reiterativas, apoyándose en el relato en off para resolver deficiencias de la progresión narrativa, dejando personajes sin carnadura (como el de Jeremy Renner que no va más allá de una silueta), obcecándose en hacer del discurso el único andamiaje verdadero detrás del fantasma del género. Denis Villeneuve utiliza el género como un paraguas colorido que llama la atención sobre quien lo sostiene debajo, ese que es importante. Si lo importante fuera grandioso, fuera algo que nos hace agradecer haber visto la película, entonces hubiera valido la pena. Pero no lo es.

La llegada (Arrival, EUA, 2016), de Denis Villeneuve, c/Amy Adams, Jeremy Renner, Forest Whitaker, 116′.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: