
La alusión a los “otros” en el título del documental presupone como contrapartida la existencia de un nosotros. Ese “nosotros” está organizado alrededor de los sobrevivientes y familiares de las víctimas de la represión franquista. Hombres que pasaron por sus cárceles y que conviven en el mismo espacio –la misma ciudad- con sus torturadores, señalando el lugar en el que aún viven. Mujeres cuyas familias fueron desmembradas y que han peregrinado por años buscando los restos de sus muertos, enterrados en fosas comunes, en lugares no señalizados. La dictadura franquista, como la argentina, cifró en la desaparición de los cuerpos asesinados la piedra basal sobre la cual edificaron el olvido: la idea es que la no existencia no puede probarse, que aunque el delito se sepa –o se lo intuya- cometido, se cuente con testigos o no, seguirá faltando la pieza que le dé entidad probatoria. Si en Argentina el proceso se revirtió a fuerza de relatos de entierros, de exhumaciones y de recuperación e identificación de los restos, en España se optó por sepultar aún más esos cuerpos que llevan demasiados años enterrados. Las leyes derivadas de ese objeto tan preciado por el republicanismo rancio de nuestro país, llamado Pacto de la Moncloa, pretendieron ser el punto final que funcionó como una amnistía que arrastró a todos por igual y se consideró el precio a pagar para la salida del franquismo. Pero los cuerpos siguen allí. Y los familiares aún los buscan.

Los otros a los que alude el título es esa construcción política en la que España se articuló entre el miedo por la muerte del padre protector ante el comunismo y la imperiosa necesidad de libertad entendida como valor esencial. Una oposición articulada en función de otra: la del silencio y lo narrado. Algo queda en claro en una de las encuestas callejeras que vemos en El silencio de otros: los jóvenes no saben de la ley de amnistía, los mayores no involucrados (¿encolumnados en la defensa del modelo de la monarquía y el franquismo?) insisten en que hay que dejar de mirar hacia el pasado. En el medio quedan esos hombres y mujeres a los que la cámara busca para que cuenten su historia. Y ese otros se constituye como una sociedad que tanto en el pasado como en el presente, omiten, esconden. Allí hay un primer problema que la película solo parece sortear a medias. Si el nosotros está definido por personas con nombres e historias, ese “otros” se vuelve mucho más difuso. La referencia a una sociedad que siguió vivando a Franco tras su muerte (basta ver las imágenes de las reuniones públicas para recordar el aniversario de su fallecimiento) es generalizadora y pierde de vista los niveles de responsabilidad. Cuando apunta a nombres propios, lo hace decantando por la obviedad –los reyes, los líderes del Partido Popular que fueron presidentes- pero sin remitir al sistema en el cual participó la mayor parte del arco político español. Cuando se concentra en el par de torturadores citados a declarar, restringe nuevamente la mirada hacia lo personal, sin implicar al sistema. Y es que allí hay un desequilibrio irresuelto: la tentación abarcativa del relato del nosotros choca con la tendencia restrictiva del relato de los “otros”.

Tal vez el problema radique en la necesidad de dar cuenta. La salida del silencio que implicaron las querellas presentadas en la Argentina parecen impulsar la necesidad de contar la historia desde todas sus aristas. El silencio de otros –como ocurría en otra película reciente sobre temática similar, Al otro lado del charco– pretende dar cuenta de un todo cifrado en cuarenta años de historia de un país: detenciones, torturas, fusilamientos, entierros como NN, niños robados, justicia inexistente y protección política en el posfranquismo forman parte de la misma historia. Pero puestos uno al lado del otro, producen un doble efecto paradójico: de un lado, el exceso de temas que se acumulan; del otro, la sensación de una superficialidad inevitable en el abordaje. Si bien el avance de la querella parece erigirse como lo más cercano a un eje alrededor del cual hacer orbitar el relato, la insistencia en poner todo en pantalla resulta atosigante y genera dispersión.

La sensación es que El silencio de otros es una película hecha de retazos de una multitud de películas posibles que intenta contener y que no se puede –o no se quiere- desarrollar. Las historias personales de María o Ascensión o Chato, parecen ser apenas un esbozo de lo que podrían haber sido. Al igual que la cronología judicial o los perfiles de los torturadores que quedan algo diluídos, la historia de los hijos robados –demasiado forzada en su inserción- o la pervivencia de los restos del franquismo en la sociedad o el peso de lo simbólico en la cristalización social (de la pervivencia de calles que evocan al franquismo al impactante monumento a las víctimas en la cima de un cerro) tienen una potencialidad narrativa que se pierde en el conjunto. Es esa oscilación temática, ese intento persistente por acumular historias, personajes y hechos lo que desbalancea a El silencio de otros. Como si fuera un ejercicio principiante en el que la ansiedad impide el recorte, pretende narrar el todo a través del todo, en lugar de trabajar sobre alguna de sus partes que permita. Lo cual implica arrojarse a la imposibilidad de alcanzar su objetivo: no se puede contar en hora y media la representación total de 40 años de dictadura. Lo que consigue la película es, de esa manera, condenarse de antemano a un resultado desparejo, no solo marcada por la alternancia de elementos de interés –la exhumación de los cuerpos en la fosa común del cementerio, por ejemplo- con otros que pasan a las apuradas y no adquieren relieve, sino porque funciona como un pasaje por historias en el que no se profundiza en ninguna. Solo queda la idea de una película que pretende actuar como una acumulación de historias. Cada una de ellas es una película posible que quizás, en el futuro, alguien intente retomar y desarrollar para darles la entidad que reclaman y merecen.
Calificación: 5/10
El silencio de los otros (España/Estados Unidos, 2018). Dirección: Almudena Carracedo y Robert Bahar. Guion: Almudena Carracedo, Kim Roberts, Ricardo Acosta y Robert Bahar. Fotografía: Almudena Carracedo. Montaje: Kim Roberts, Ricardo Acosta. Duración: 96 minutos.
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