Para todo director siempre es un desafío abordar hechos trágicos de la vida y evitar la solemnidad y el didactismo. Y el desafío es mayor aún cuando se trata de trasponer una pieza teatral al cine mediante ideas visuales capaces de eludir el reduccionismo del teatro filmado. En su anterior película, El padre (The Father, 2020) – adaptación de una pieza teatral de su autoría-, el dramaturgo y director de cine francés Florian Zeller lograba sortear estos obstáculos con solvencia al anclar el relato en el punto de vista del protagonista (interpretado por Anthony Hopkins) y utilizar el montaje para transmitir el efecto de desorientación espacio-temporal de un hombre en estado avanzado de su demencia senil. Al mismo tiempo, planteaba un personaje con complejidades psicológicas, capaz de mutar entre el encanto y la insufrible testarudez, entre la hostilidad y la vulnerabilidad, y utilizaba la distancia física de los cuerpos en escena y la profundidad de campo para dar cuenta del difícil vínculo entre ese padre y su hija (Olivia Colman). Las habitaciones vacías adquirían el estatuto de símbolo de la soledad y el desamparo que atravesaba el padre. Al mismo tiempo los pasajes dialogados nunca incurrían en declamaciones o efectos didácticos.

El hijo (The Son, 2022), adaptación de otra obra de teatro del director, es la segunda película en la serie de su llamada “Trilogía sobre la Salud Mental» y la continuidad entre ambas no está dada solamente por el tema sino por el hecho de abordar las dificultades que a nivel familiar se generan cuando uno de sus miembros padece un trastorno metal. Peter (Hugh Jackman) es un exitoso abogado de mediana edad que se encuentra separado y ha conformado un nuevo núcleo familiar junto a su nueva pareja Beth (Vanesa Kirby) y su recién nacido hijo Theo. Desde que se separó de Kate (Laura Dern) en malos términos, ha discontinuado el vínculo con su hijo Nicholas (Zen McGrath), ahora adolescente. Una noche, Kate llama a su puerta para comunicarle que su hijo hace semanas que no concurre al colegio, que tiene una mirada que la asusta y le pide que hable con él. Durante la visita de su padre, Nicholas le confiesa que no puede lidiar con la vida, que tiene pensamientos tenebrosos, y le pide irse a vivir con él. El padre asiente y el hijo se muda a su nuevo hogar. Todo parece ir mejor: Nicholas retoma la escolaridad, cuenta que lo han invitado a una fiesta, se lo ve de mejor talante. Peter trata de apoyar a su hijo y compartir momentos con él. Pero un día Beth descubre un cuchillo debajo del colchón de Nicholas, con el que ocasionalmente se produce heridas cortantes superficiales; una tarde lo ve en el parque en vez de en el colegio, hasta que se produce un episodio auto-lesivo más grave que requiere su internación. Nicholas le pide a gritos a su padre que lo externe. Tras cada uno de estos episodios lo que sigue es una conversación del padre con su hijo y lo que se advierte es la ceguera de éste para advertir la gravedad de lo que está ocurriendo. Mientras tanto, quienes tienen una posición de cierta exterioridad pueden ver con más claridad: Kate menciona la mirada que le da miedo, Beth registra una perturbación que va más allá de una tristeza ordinaria y el psiquiatra diagnostica una enfermedad mental en situación de riesgo e indica internación por mayor tiempo.

En el abordaje del tema, Zeller logra un buen retrato de la depresión adolescente, que cualquier profesional de la salud mental o incluso cualquier familiar pueden identificar claramente: falta de amigos, retraimiento y pérdida de la voluntad que llevan al abandono de actividades, pensamientos de muerte, experiencias inefables, heridas cortantes. La película mantiene la opacidad sobre el personaje de Nicholas al no definir nunca con precisión qué es lo que le ocurre y al no depositar el punto de vista sobre él sino sobre su padre, dejando en el fuera de campo sus episodios auto-lesivos. Esto es clave porque en una enfermedad mental de corte melancólico la distinción con el duelo patológico es que el padeciente no puede identificar qué es lo que ha perdido. Nicholas manifiesta que no se realiza los cortes para producirse dolor (como lo interpreta su padre), sino como alivio respecto del dolor. Cuando los afectos patéticos no pueden ser detenidos simbólicamente por la palabra, por una ficción que dé sentido a la vida, una manera posible de frenarlos es efectuar un corte en lo real del cuerpo, estrategia a la que apela Nicholas.

Zeller  elige una paleta de colores fríos y apagados que transmiten desde la puesta en escena tanto el estado de depresión como el momento de crisis y derrumbe familiar, en contraposición a la luminosa calidez de los flashbacks que remiten a los momentos de felicidad familiar en la vacaciones en Cerdeña cuando Nicholas era un niño. El predominio de la gama del azul y del gris reflejan el estilo racional y rígido de Peter como padre, quien busca explicaciones racionales y fuerza en Nicholas la producción de distintos argumentos (como haberse peleado con una chica) en vez de escuchar que lo que le ocurre a su hijo va más allá de los conflictos neuróticos típicos de su edad. Todo puede ser leído como un desesperado llamado a un padre (en calidad de función), que nada quiere oír ni saber de la ominosa melancolización de su hijo. Es esta función paterna la que Peter no puede encarnar, una función que no culmina en la infancia sino que se vuelve crucial en la adolescencia. No solamente como garante de un punto identificatorio y del legado de herramientas simbólicas con las cuales poder abrirse paso en la vida, sino como transmisor de un límite respecto de los impulsos que pugnan por una satisfacción inmediata. Esto se juega en el momento de la demanda suplicante de externación de Nicholas, donde Peter no puede enunciar el No pese a las sugerencias del psiquiatra. No se trata de que Peter sea un padre cruel, sino que expresa una voluntad omnipotente marcada por la soberbia de poder (que la puesta en escena traduce mediante los planos que lo toman mirando desde la ventana de su escritorio en la oficina en posición de control y dominio de una ciudad a sus pies). Siguiendo esta idea podemos preguntarnos quién es el hijo al que hace referencia el título de este largometraje: ¿se trata de Nicholas? ¿De Peter, quien en tanto hijo no ha podido encarnar la función padre? ¿O de Theo, aquel cuya crianza se juega bajo el tormento de la culpa de Peter?

Pese a que El hijo está bien construida desde los contenidos que aborda, no logra asumirlos desde la puesta en escena, más allá del diálogo y de la solemnidad teatral. Esto produce un evidente didactismo del mensaje: advertir a padres y tutores respecto de los signos de la depresión adolescente. Y con ello se acentúa su carga moralizante, al hacer recaer la culpa sobre el rol del padre. Zeller se juega por una temática arriesgada y compleja, que merece ser visibilizada, pero la falta de ambigüedad y de riqueza simbólica en la puesta en escena terminan opacando el resultado.

El hijo (The Son, Estados Unidos/Reino Unido, 2022). Dirección: Florian Zeller. Guion: Florian Zeller, Christopher Hampton. Fotografía: Ben Smithard. Montaje: Yorgos Lamprinos. Elenco: Hugh Jackman, Laura Dern, Vanessa Kirby, Zen McGrath, Max Goddard, Feliz Goddard, Anthony Hopkins, William Hope. Duración: 123 minutos.

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