–Arqueología. Como tú y yo, eso somos nosotros– dice el viejo montajista a su amigo Miguel Garay, ex director de cine, rodeados ambos por infinitas latas de películas de cuando las imágenes se imprimían en celuloide.

Garay, hasta ese momento, ha filmado, como Erice en el pasado, una película y otra por la mitad. Si el productor Querejeta le impidió a Erice terminar como quería El sur, la de Garay quedó trunca por la desaparición repentina de su amigo y primer actor, Julio Arenas. Por un programa de televisión, Casos sin resolver, que pretende rescatar la memoria de Arenas y su misterio, por su amigo y “por un poco de dinero”, cede los derechos de una secuencia de La mirada del adiós (la película frustrada), algunos datos y algunas fotografías. Y sobre todo acepta reencontrarse con los hechos del pasado.

Como casi siempre en Erice, hay cajitas, carpetas, cajones y hasta un arcón, que guardan los restos de las vidas secretas. Las fotos de sus padres que descubre la chiquita Ana en El espíritu de la colmena, las cartas del padre en El sur a Irene Ríos, su viejo amor inconcluso; el trastero, un cajón de la mesa de luz, unas cajas en Cerrar los ojos. Y dos libros: uno que guarda una fotografía y otro que descubre una dedicatoria, ambos del pasado de Miguel y de Julio.

Erice se divide en dos, como la estatua de dos caras que abre y cierra la película. El cineasta que construye la historia de La mirada del adiós, y el actor que debe encarnarla. La misteriosa desaparición de éste (¿accidente, suicidio, falta de fuerza para seguir, el deseo de desaparecer del mundo sin dejar huella alguna?) frustra la película y la carrera de Miguel como director. “No me llamaron más y yo tampoco hice mucho para volver”. En ese “no hice mucho” está la primera huella de la unión entre ambos.

Habrá más, entre ellos y entre La mirada del adiós y los amigos. Miguel va al depósito donde ha dejado los restos de los viejos tiempos. Ropa que han usado en filmación, una agenda, un nombre en la agenda, Lola, de la que ambos habían sido amantes. En esta primera incursión de Miguel hacia el ayer, al salir del trastero llueve. En su viaje a Segovia, donde se encontrará con Lola, llueve, y cuando le hablen de la posible aparición de Julio con vida, llueve.

“La lluvia es una cosa / Que sin duda sucede en el pasado”

Miguel le pide a Lola que toque aquélla canción que le gustaba tanto. Ella, argentina, toca las primeras notas de El día que me quieras. “Esa no, la otra”. Lola canta: “Hoy que el tiempo ya pasó, hoy que ya pasó la vida, hoy que me río si pienso, hoy que olvidé aquellos días, no sé por qué me despierto algunas noches vacías oyendo una voz que canta y que, tal vez, es la mía”.

El gran primer plano de Miguel nos habla del enamoramiento y su amor años atrás, y quizás también en el reencuentro, pero ya sabemos: “Quisiera morir ahora, de amor, para que supieras cómo y cuánto te quería”.

Erice vuelve al lugar adonde Querejeta no lo dejó ir. Al sur. Al lugar que vislumbramos con Rafaela Aparicio en la película El sur. La alegría, el misterio, la vitalidad, el amor. Miguel vive en una vivienda precaria y con vecinos en otras viviendas precarias. Una pareja joven con la muchacha embarazada y feliz, Teresa (como la casi ausente madre de El espíritu de la colmena), y un viejo marinero (como Miguel y Julio en el servicio militar). Son andaluces y, entonces, hay una guitarra, comen juntos, ríen, beben, pero, en el sur, Miguel es Mike, como lo llamaba un americano instalado allí. Ahora es a Miguel al que piden que cante una canción que siempre gustan de oír. Y Erice remeda a Río Bravo. Miguel canta en inglés subtitulado: “es donde, por mucho, quiero estar, con mis tres buenos compañeros, mi rifle, mi pony y yo”.

Teresa se levanta sosteniendo su panza, se va a dormir, y dice: “Buenas noches, familia”.

Las cosas claras.

En La mirada del adiós, un viejo rey triste le pide a un escritor, interpretado por Julio Arenas, que busque a su hija, a la que no ve desde niña. En su vida real, al desaparecer, Arenas ha dejado una hija sin saber nunca más de él, Ana, el mismo nombre de la chiquilla de El espíritu de la colmena. Miguel Garay recupera después de una conversación con el montajista y amigo Max, fotos con un hijo muerto en un accidente. Reflejos. Espejos. Vidas en una película, pantallas que devuelven la posible comprensión de esas vidas. “Es raro el cine. Una ve a su padre, moviéndose, con su voz… extraño más su voz, cuando me llamaba por teléfono…” -dice Ana, en una cafetería donde no está. Está en su infancia, y en la adultez de no saber qué sucedió con su padre.

La familia putativa en el sur andaluz nos habla de la pérdida de la familia real del rey triste en La mirada del adiós, de la que dejó Julio Arenas y perdió Miguel Garay. Lola, también perdida como el último amor de Agustin (también Arenas: Omero Antonutti) en El sur, fue la última posibilidad para ambos. Agustín se suicidaba, Julio ha desaparecido y Miguel, a su manera, también. El viaje de Miguel, el cineasta, hacia el pasado, buscando a Julio, el actor, la máscara, es también el viaje hacia sí mismo. “El que puede salvar su alma” -le dice el neurólogo, frente a su estupor. Habla de Julio, pero también de Miguel, sin éste saberlo y el médico tampoco.

El programa de televisión ha servido para encontrar, quizás, a Julio. Alguien parecido a él, sin memoria de sí ni de nada, ni siquiera su nombre. Un hombre sin pasado. Encontrado en malas condiciones en Motril, en el sur español. Que ha elegido para vivir en el asilo una casucha similar a la de Miguel en su propio exilio como director. Al que una monja del lugar ha bautizado Gardel. “Porque siempre anda silbando o cantando un tango”. Que aprendió con Lola, la argentina de la historia, cantante, antiguo amor.

Miguel lo invita a cantar. La cara de Julio se ilumina con una sonrisa, y canta lo que silbaba Fernán Gómez en El espíritu de la colmena. “Caminito que el tiempo ha borrado, que juntos un día nos viste pasar”. Miguel ayuda en los baches de la memoria y, juntos: “He venido por última vez, he venido a contarte mi mal”.

Mientras blanquean una pared, Julio silba Yira, Yira, que ya conocemos aunque nadie la cante: “Verás que todo es mentira, verás que nada es amor, que al mundo nada le importa”.

Ana se presenta en el asilo. Soy Ana -dice, y su padre la mira sin comprender. Ella cierra los ojos (primera vez) y, para sí, murmura: Soy Ana -como si en el nombre, en la pronunciación de su nombre, se afianzase como tal.

En La mirada del adiós, Julio Arenas, escritor en el film, le trae al rey triste su hija adolescente. Él puede ver, como quería, la última mirada de ella antes de morir. Entre lágrimas, su hija le cierra los ojos (segunda vez) y recupera a través del padre su pasado y su nombre ignorado.

Enfrentado al final de la película que hizo pero nunca vio, Julio mira las imágenes que lo retrotraen al ayer, el tiempo en que todavía actuaba (vivía); ve a la hija del film, que él conservó en una foto de rodaje, llevándola encima durante más de veinte años. Ve cómo, como actor, protege a la muchacha con su abrigo. Ve su propia mirada hacia él mismo sentado en la platea. En la pantalla, la mirada de la hija del rey triste, triste como él mismo y como Ana y como Miguel, la posible imagen de su propia hija lo interroga y nos interroga. Sin señales en su cara, sentado en la butaca de un viejo cine abandonado con dos proyectores ya inútiles, Julio cierra los ojos (tercera vez), imagen sujeta a interpretación.

La mía: ya no hay nada que mirar. Nada que mirar fuera. Todo, absolutamente todo, está dentro de él. Como Ana cuando dijo Soy Ana, Julio debe encontrar la manera de decir(se) Soy Julio.

El alma de Miguel.

Todo es presente. El ayer de la película, los veintidos años transcurridos desde su desaparición, la búsqueda de Miguel Garay, El espíritu de la colmena, El sur, se han unido. Re-unido. Una ceremonia religiosa: re-ligar. Unir con el corazón. Como recordar: Re (de nuevo), cordis (corazón). Pasar de nuevo por el corazón. Que es lo que ha hecho Miguel Garay, Mike, durante toda la película, y Erice detrás de él y de Julio Arenas. “Para no perder el amor” -canta la adolescente en La mirada del adiós.

Antes y durante, lo que importa. El tempo musical de las imágenes, el recurso cada vez más querido por mí, plano y contraplano y sus cortes precisos, los espléndidos actores, los imprevistos close up realzando una palabra, una mirada, o un silencio. Los fundidos a negro para cerrar lo que ha sido revelado un instante antes, y para abrir a un nuevo misterio a descifrar.

Una mujer en las butacas de delante, a mi izquierda en la primera función, y otras dos frente a mí en la segunda visión, encendían cada tanto sus teléfonos. En la luz artificial, un meme, una llamada, un mail, una foto, con los ojos abiertos, tranquilizaban sus existencias en este mundo, mientras en la penumbra, y hasta en la oscuridad, lágrimas serenas surcaban los entresijos de mi barba blanca.

Con eso, contra eso, no se puede. Nada se puede hacer. Ahí comienza el exilio de Erice que lo ha marcado durante toda su vida en su singularidad de poeta. Y en mi singularidad de espectador, y de escritor de estas líneas que aquí terminan.

Cerrar los ojos (España, 2023). Dirección: Víctor Erice. Guion: Víctor Erice, Michel Gaztambide. Fotografía: Valentín Álvarez. Música: Federico Jusid. Reparto: Manolo Solo, José Coronado, Ana Torrent, Soledad Villamil, María León, Petra Martínez. Duración: 169 minutos.

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