Nadie podría filmar como el loco Mel. No solo porque nadie más soporta esa clase particular de locura que parece poseerlo (mezcla de lucidez, misticismo, pasión y un gran conocimiento del medio cinematográfico), sino porque nadie más con ese grado de locura podría filmar en el corazón de Hollywood superproducciones de proporciones bíblicas. La anomalía de Mel no es solo Mel, sino Mel en el corazón de la industria. Por supuesto que su convivencia con Hollywood ha sido conflictiva, en especial en las últimas décadas, pero aun así, cuando parecía que estaba ya definitivamente desterrado al desierto de los incorrectos, irredimibles e irresponsables, vuelve ahora con otra nueva película, ya enfilada para recibir (por lo menos) nominaciones a los premios de esos que se transmiten por televisión.
Nadie más que Mel podría haber traficado en el corazón de lo que parece una película de guerra demodé una obra enorme, llena de complejidades, locura, metafísica, angustia y santidad como es Hasta el último hombre. Nadie más que Mel podría animarse a creer hoy que el cine puede ser el medio para construir un nuevo Evangelio.
Como buen evangelista, Gibson no busca transmitir una verdad plural, sino una absoluta. No hay lugar en Hasta el último hombre para la corrección política, para los distintos puntos de vista que nos permitan, por ejemplo, dejar bien en claro (para tranquilidad de las conciencias) que los japoneses también son seres humanos y no ratas que aparecen de agujeros en el piso. Hasta el último hombre cuenta lo que cuenta: la historia de un estadounidense que fue a la Segunda Guerra Mundial a pelear por su país. Desde esa perspectiva, desde ese rincón de la historia, los dobleces y claroscuros son múltiples: las consecuencias de la guerra en el padre alcohólico y su dialogar con los muertos, el honor de los japoneses y su muerte ritual, la santidad del que salva a propios y ajenos, los múltiples planos de enemigos que se enfrentan embarrados en medio del campo de batalla con gritos que los igualan.
Lo que es más difícil es determinar qué es exactamente lo que cuenta Hasta el último hombre. La historia real, parece, existió y las entrevistas sobre los créditos finales vienen a sellar ese pacto, pero si la trama de la película sigue el devenir de la vida de Desmond Doss (Andrew Garfield), el tema se vuelve mucho más medieval.
Doss se enlista para participar de la guerra porque “no puede no hacerlo”, sabe que van a enfrentar al mismo Satanás en el campo de batalla (según afirma en la entrevista con el psiquiatra del ejército, que busca vericuetos para declararlo loco), pero tampoco puede explicar o afirmar el sentido último de esa guerra, de los designios de Dios o de por qué Dios habría de prohibirle matar a alguien y a la vez permitir que existan las guerras.
La Segunda Guerra Mundial, elevada en una planicie metafísica, anclada en circunstancias históricas que exceden y no terminan de involucrar al protagonista, expande sus sentidos. La guerra es el Infierno, al cual en este caso se asciende en lugar de descender. Y ese Infierno, lugar de luchas, campo donde se ponen a prueba los hombres y sus convicciones, donde la acción revela al hombre, es la vida misma. Santo que ha sufrido su Calvario (físico, pero sobre todo espiritual al poner en duda todo en lo que cree), que habrá de resurgir de entre los muertos, atravesar un Bautismo y elevarse a los cielos en un fabuloso ralenti digital, Doss encuentra en ese campo de batalla en Okinawa el verdadero sentido de su vida, su misión, el llamado que llega como una voz anónima y múltiple entre la niebla. La voz de Dios que llama.
El relato clásico le sirve de marco a Gibson para encuadrar esta historia, le sirve también como conducto para introducirnos en este mundo a través de los mecanismos más simples de la identificación, a través del amor en la primera parte de la película, e incluso a través de la victimización en la segunda, a pesar de lo difícil que podría resultar esa identificación con un hombre tan devoto y tan obstinado. La inocencia y la simplicidad que se despliegan en esas primeras dos partes solo podían existir en una película que hoy podría resultar naiv, pero nos conducen directamente a la santidad. La otra cara de esa inocencia originaria son los gusanos y las ratas que pueblan los planos de la batalla en Okinawa: putrefacción, amputaciones y muerte a granel. No es gore y no es despliegue de impacto. Lo que la peste y la mugre de la batalla traen a Hasta el último hombre es la carne y su devenir en el mundo. El hombre ha de atravesar esta tierra, que se dirige irremediablemente hacia la descomposición; solo en ese valle de lágrimas puede existir la santidad.
Lo que en un primer momento podría parecer un relato clásico prístino y seductor, con sus amores de juventud y sus sufrimientos de alcoholismo, va quedando atrás. El relato clásico posmoderno ya había visitado ese rincón de la guerra del Pacífico con el díptico de Eastwood y su infierno moral. Pero el límite del clasicismo es su humanismo. Mel quiere llegar mucho más allá. Es por eso que los rayos del sol pasan a contra luz por el agua que viene a lavar a su santo, por eso va más allá de lo cursi con una escena con gran beso y paneo en la cúspide de una montaña, por eso los mutilados se levantan, los hombres se miran a los ojos y lloran, la batalla se detiene por una plegaria, y amigos y enemigos se rinden ante la evidencia de la santidad de este desquiciado que vino para salvarlos a todos. Pocas veces el cine católico fue tan elocuente.
No hace falta creer en Dios para creerle a Mel. Pero sí hace falta creer en el cine.
Aquí puede leerse un texto de Hernán Gómez sobre la misma película.
Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge, Australia/EUA, 2016), de Mel Gibson, c/Andrew Gardfield, Sam Worthington, Teresa Palmer, Hugo Weaving, Rachel Griffiths, 139′.
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