“Quiero agregar que si en esa tierra que llaman la patria está el padre, y en la lengua es la madre quien opera, en esos gestos de la escritura, de lectura, de traducciones enfrentadas en los espejos deformantes de varios idiomas, el exilio del que se habla y que habla es el del hijo”. Edgardo Cozarinsky. Vudú urbano.
I.- “Tal vez, por no querer renunciar al monje y al guerrero que soy, filmar y escribir son dos actividades que me permiten escapar a una escuela”.
De Liberation, número especial “¿Por qué filma usted?” Mayo de 1987.
¿Por qué filmaba Edgardo Cozarinsky? “Filmo para no estar solo…” respondió ante la pregunta formulada por el diario francés Liberation organizador de la encuesta: “¿Porqué filma usted?”. Pero tratándose de Cozarinsky la respuesta no podía ser simple ni lineal; sigue adelante, se escapa del marco de la encuesta: “Pero no puedo responder a esta pregunta sin también decir porqué escribo. Escribo para poder estar solo, para poder trabajar mejor sobre una materia y de ella extraer una voz: ambas parecen pertenecerme, como si fueran el resultado del cruzamiento de innúmeras otras, de muertos y de vivos”
El hombre que filma y escribe, el intermediario entre las voces de los vivos y los muertos, el testigo que recibe el pase. En aquellas pocas frases está reunida toda la obra de Edgardo Cozarinsky: una vida de imágenes y palabras; escuetas al principio, en su etapa de crítico de cine, desgranadas desde una sabiduría distinta a la del lugar cultural que ocupaba entonces tal actividad en Argentina. Cozarinsky ejercía la cinefilia, lo hacía a la manera de los cinéfilos franceses de Cahiers du Cinema luego devenidos cineastas: Truffaut, Godard, Rivette y otros. Esta filiación suponía un rigor que excedía la mera condición de espectador crítico, una exigencia que en Argentina se enfrentaba con las miradas vinculadas a la ideología y a la política, usuales en la época. Cozarinsky asumió esa singularidad cultural, que implicaba un grado de soledad, con la entereza del monje y el guerrero que eligió para sí. Lo acompañaba en esa aventura otro gran crítico, Alberto Tabbia y algunos amigos como Jorge Andrés o Enrique Raab, luego desaparecido en dictadura.
II.- El chico que a los doce años ve una representación de Wozzeck, la disruptiva ópera de Alban Berg y se sacude en una conmoción interior que, cree, le cambiará la vida. El muy joven estudiante de Letras que comienza a ejercer la crítica y el ensayo, tanto en cine como en literatura, desbordando de fervor cinéfilo desde la infancia. Los viajes a Montevideo, junto a
Tabbia y Andrés, para ver perdidos films de clase B hollywoodense en ignotos cines del extraradio montevideano y en copias de pésimo estado. La amistad con Borges, Bioy y el grupo de la Revista Sur. Su premiado ensayo sobre Henry James. El descubrimiento de Borges, el ciego clarividente, como deslumbrante crítico de cine, que resulta en su libro Borges y el cine publicado al borde de su exilio parisino. La revista Flashback a fines de los cincuenta, un ejercicio crítico amateur en la edición y riguroso en el contenido, junto con Alberto Tabbia. Un número dedicado a Ingmar Bergman: Cozarinsky, un crítico que todavía no tenía veinte años analiza al sueco con un rigor que parte de la puesta en escena, práctica desconocida por la insulsa crítica argentina de entonces, para trabajar desde la forma el acceso al elusivo contenido, una única y misma cosa elevándose a otra categoría diferente en su mirada, ambiciosa y exhaustiva. Una mirada que discurre novedosa pero a menudo interrumpida –recuerda muchos años después- por los caprichos y arbitrariedades de editores y jefes de redacción, en su inmediatamente posterior etapa profesional en Primera Plana y Panorama.
Su primera experiencia como director: “… (Puntos suspensivos)”, una película, realizada y exhibida fuera de los circuitos profesionales.
En seguida el exilio. París durante los siguientes veinticinco años de su vida. En su caso, más un extrañamiento en busca de otro horizonte cultural y vital, antes que una huida obligada por disidencias políticas. Los años que siguen son los de su afianzamiento como cineasta, con grandes obras como La guerra de un solo hombre (1981), Boulevards del crepúsculo (1992), El violín de Rotschild (1996), Citizen Langlois (1994), o El secreto de Van Gogh; apenas tres de una larga lista.
Su regreso a la Argentina está precedido por la publicación de Vudú urbano (1985), su primer libro de relatos, prologado por Susan Sontag y Guillermo Cabrera Infante. La suya es una vuelta progresiva, largos períodos en el país alternados con retornos a Europa, películas realizadas en Argentina y otras en distintos lugares de Europa, una larga lista de libros, novelas, cuentos, ensayos o hibridaciones de todos estos géneros; un escritor que filmaba tanto como un cineasta que escribía.
III.- Ir o volver. Aquí o allá. El cine o la letra impresa (aunque también, fugazmente, el teatro y la ópera de cámara). La conjunción “y” representa con más exactitud que la “o” su camino vital. Podría decirse que este camino fue el tránsito de la “o” a la “y”; aceptación de su destino sudamericano, de sus múltiples talentos, un permanente ser y no ser, un vaivén entre las altas formas de la cultura, en especial las del esplendor de la Mittel Europa del Imperio Austro Húngaro, y el vivaz mestizaje cultural de estos no tan tristes trópicos. Por ende: extrañar la metrópolis desde las tierras baldías y valorar, redescubriéndolas, a éstas cuando se ha asentado en aquellas. Ni aquí ni allá, o bien aquí y allá, extraño y expatriado, judío errante entre las nieblas y resplandores de dos siglos.
Esta es su marca cultural, el motor de su vida artística. Con sus vaivenes, sus altos y bajos (sus películas argentinas no estaban a la altura de las que filmaba en Europa, con excepción de algunas, por ejemplo Carta a un padre -2013- ).
Lejos de donde se titula una de sus novelas. Pregunta sin respuesta, ironía que disimula la desorientación, quizás el dolor originado en la búsqueda, en la incertidumbre del origen y el destino. La tierra natal no ofrece respuestas, hay que dejarla atrás. Pero la promesa que se esconde detrás del horizonte nunca se realiza, siempre hay otra posible respuesta más lejana, la que al final lo pone otra vez en la ruta del origen. El que regresa, como el héroe de la epopeya griega, no es el mismo y no ha de encontrar tampoco en el origen su lugar definitivo.
IV.- “Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte”.
Constantino Cavafis, un poeta al que siempre citaba, lo diceen uno de sus poemas. Tres versos que pueden comprender toda la trayectoria vital y artística de Cozarinsky.
Borges, su sombra tutelar que protege y exige a todo quien en Argentina escribe, imaginando desde su departamento de la calle Maipú a Almotasim, el incierto estudiante islámico de Bombay, o soñando la postergada muerte de un ignoto escritor checo fusilado por los nazis.
Ítaca de ida y vuelta o el universo imaginado por Borges desde Buenos Aires, modelos o puntos de partida de un camino diferente: ni la orgullosa y precaria autonomía de una cultura local en ciernes, ni la sumisa aceptación de los prestigiosos modelos culturales cristalizados en Europa.
“Un hombre frente al mar mirando el horizonte. Eso es Argentina”, dijo alguna vez y resumió el dilema y el lugar en el cual se ubicaba.
El mundo es lo otro, lo distante, la anhelada perfección que no se alcanza. Pero la visión de ese mundo desde el confín resulta finalmente distinta, reveladora de facetas nuevas, cuestionadora, mestiza y sagaz.
Un mundo en el que habitan Dimitri Shostakovich y su discípulo Fleischman componiendo la ópera El violín de Rotschild en la magistral película homónima, en un involuntario dúo que difumina las fronteras entre la vida y la muerte; una danza de sonidos y colores otoñales que atraviesa Europa Oriental, la guerra y la desaparición del alumno, tal vez como una cita involuntaria a la tragedia argentina de la dictadura.
Es la persecución de las huellas en Argentina de Reneé Falconetti, la actriz de Juana de Arco de Dreyer, y el galán francés colaboracionista Robert Le Vigan, refugiados ambos en nuestro país de sus respectivos perseguidores: Falconetti de la ocupación nazi, Le Vigan de la justicia maqui que quiere castigar sus delaciones y traiciones, en Boulevards del Crepúsculo.
Es Ernst Junger, oficial alemán del ejército de ocupación nazi en París que escribe su propio diario, confrontado por Cozarinsky con imágenes documentales de la ocupación nazi a París en La guerra de un solo hombre. Junger, un aristócrata, escritor desengañado de la causa del Reich, expatriado, aislado y nihilista se debate entre su desaliento y la certeza del fin de su mundo.
Es su propio padre, uno de los tres únicos oficiales judíos de la marina de guerra argentina, en Cartas a un padre. Solitarios, réprobos, sin patria, haciéndose y rehaciéndose en el medio del camino de sus vidas.
Es Paul Bowles al que entrevista en Fantasmas de Tánger (1998) -un cruce de documental y ficción en el que Cozarinsky se manejaba con maestría-, otro expatriado, un anciano que se deja morir en la Casbah tangeriana, hablando de su obra y del lugar del mundo que eligió para perderse y ser él mismo. Es la paralela historia ficcional de un chico que quiere cruzar a Europa desde ese puerto que funciona como puente a la vida soñada. Un relato desparejo, filmado con la desprolija creatividad de un Armando Bo y la segura autoridad del investigador que Cozarinsky era, con odaliscas cimbreantes y hasish mezclándose con la figura patriarcal del escritor tránsfuga. Grandiosa promiscuidad. Una visión mixturada que en su extraño equilibrio solo puede provenir de un suburbio del mundo. Una comprensión distinta, una luz que da relieve a los rincones más oscuros.
V.- Este fue Edgardo Cozarinsky, el hombre distante y amable con quienes lo tratamos sin ser sus amigos, el intelectual escéptico y reacio a las mutaciones sociales, de las que descreía desde el solitario lugar de derecha que había elegido para sí. Un puente entre épocas y culturas, entre lo que vivía y lo que ya había muerto. Una figura cultural que solo podía nacer en países como el nuestro, navegando en el océano de la contradicción, apropiándose de los discursos ajenos y transformándolos con una originalidad nacida de la irreverencia y la ausencia de tradiciones. Su adiós discreto y anunciado es al mismo tiempo el del monje y el guerrero que, mirando el horizonte, marchan por el mismo camino.
REPORTAJE A EDGARDO COZARINSKY, por Eduardo Rojas y Guido Gabucci
El reportaje que se reproduce a continuación fue realizado en Buenos Aires en 1996, para ser publicado en la revista La vereda de enfrente que dirigía Roberto Pagés. La revista dejó de publicarse ese mismo mes y el reportaje quedó inédito. También participó de él Benjamín Avila, por entonces un joven estudiante de cine y notable fotógrafo. Las imágenes obtenidas por él tampoco se conservaron.
Para empezar, nosotros nos vamos a circunscribir a las películas tuyas que hemos visto: La guerra de un solo hombre (1982), Guerreros y cautivas (1990), Citizen Langlois (1995) y El violín de Rotschild (1996). Tal vez es una visión un poco limitada de tu cine.
Pero al mismo tiempo es muy representativa, porque La guerra de un solo hombre creo que va más lejos en la utilización del archivo; la otra, Guerreros…, en cambio, solo incluye filmación original. Toda una historia original. El violín…mezcla filmación original con archivo, y Citizen Langlois (que a mí me gusta menos de lo que le gusta a la mayoría), creo la gente se engancha por el lado de la cinefilia, de la pasión. También los mezcla pero en clave de retrato, menos de narración.
¿Cómo se generó El violín de Rotschild?
Empezó, como todo lo que yo hago, con una gestación muy larga. No en la preproducción, sino en la idea. Creo que fue en el año ‘90 cuando en France Music, la cadena de la Radio Nacional Francesa que pasa programas musicales, hubo un revisión integral de la obra de Shostakovich, y un día -yo escucho mucha música- veo en el programa El violín de Rotschild, ópera en un acto de Benjamín Fleischman, orquestada por Shostakovich. No conocía esa obra, no tenía la menor idea, entonces la grabé. Me pareció muy Shostakovich antes que nada. Y además muy música de cine. Pero seguía sin saber nada de ella. Entonces empiezo una larga investigación, llamo a la productora del programa que me dice: «Yo la conozco muy poco. Es una grabación hecha en los últimos años de la URSS. Sé que es de un alumno de Shostakovich.» A partir de allí empecé a buscar en los libros sobre él, y pude reconstruir que Fleischman era un alumno suyo que había muerto en la segunda guerra mundial, que Shostakovich orquestó la obra que él había dejado inconclusa. Hablé con gente, musicólogos, que me pusieron en contacto con ex condiscípulos de Fleischman en el Conservatorio de Leningrado, que todavía vivían en Rusia.
Yo tengo un lado muy detective, me gusta investigar. La mayoría de las cosas que he hecho, que yo siento más cercanas, como Boulevards del Crepúsculo (1992), una película sobre Renée Falconetti y Robert Le Vigan y sus vidas en la Argentina, surgen de una investigación. En este caso, en un momento di con un libro de Solomon Volkoff, Testimonio. Son conversaciones grabadas con Shostakovich en sus últimos años de vida, donde no solo se habla de Fleischman, sino que señala curiosamente algo que a mí me impresionó: en composiciones de Shostakovich posteriores a la segunda guerra mundial empiezan a aparecer temas ligados a una tradición judía, más particularmente a una tradición idish, y deja abierta la posibilidad de que Shostakovich, que siempre se interesó mucho en la música popular, la gitana, la idish, la música festiva, tal vez por el hecho de haber trabajado en esta orquestación en los años de la guerra, se interesara nuevamente en esto.
En ese momento tuve algo así como, para decirlo pretenciosamente, la iluminación de que ahí había un tema. Un compositor hace algo por su alumno cuyo nombre se hubiera olvidado si no quedara una composición con su firma. Es decir, termina la ópera inconclusa y la orquesta, para que pueda existir el nombre del alumno y éste, muerto, desde el más allá, se lo devuelve de alguna manera dándole el acceso a una tradición que no era la de Shostakovich, que no era judío, ni tenía ningún lazo ni familiar o afectivo.
Entonces me dije: «Aquí hay algo que me atrae mucho: cuando uno da, recibe al mismo tiempo”. Y por otro lado, algo más difícil: el hecho de que se vive con los muertos, no solo con los vivos. Los muertos que uno ha conocido, siguen viviendo con uno, en uno. Esta idea exigía una forma muy, muy especial, que no sea una reconstrucción narrativa dramatizada a la americana. Todo se desencadenó muy rápido: la certeza de que la ópera debía estar en el centro para hacerla conocer, para que la película tuviera un antes y un después. En el momento en que sentí que había esa relación entre el maestro y el alumno, entre vivos y muertos, más allá de la muerte; allí tuve la sensación de que había que hacer la película, y que había que hacerla con la ópera en el medio, entera, 45 minutos. Y contando la historia previa y posterior, cómo Shostakovich terminó la ópera y después, por el problema del antisemitismo en Rusia, no se pudo representar. Hacerlo con una representación donde se comuniquen los muertos y los vivos a través de cartas imaginarias. Shostakovich y el alumno van a estar juntos únicamente al principio, en el conservatorio y en una clase particular, luego se escriben cartas imaginarias, porque aun cuando están vivos, en medio de la guerra, saben que esas cartas no pueden llegar. Y en la tercera parte, cuando Shostakovich ve en el cine esos noticieros de propaganda y se le ocurre dirigirse al alumno, está dirigiéndose a un muerto bajo la forma de una carta.
La idea era esa, reunir todos los elementos no era fácil. Comencé a finales del ‘92 con mi productor habitual de estos últimos años: Serge Lalou. Trabajamos más de un año y en el ‘94 se concretó todo. Hubo que decidir donde se filmaba porque había un estado de semi guerra civil en Ucrania, por la península de Crimea. Ese lugar, donde había estado la mayor cantidad de poblados judíos a fin de siglo, era muy difícil. Además todo en Rusia está sometido a las mafias, y hay que arreglar con ellas para cada cosa. Entonces surgió la idea de dividir la filmación. Así, vi decorados naturales en Hungría y Eslovaquia para la ópera, pero mi primera elección inmediata fue Hungría, porque me gustan los actores húngaros, sus caras, además allí hay una gran tradición de técnicos muy, muy buenos. En el norte de Hungría, cerca de la frontera con Eslovaquia encontré ese pueblito, que está todo rehecho para la película, pero que tenía todo el material de base, las casas, las colinas. Luego, para evitar los problemas de Rusia y a través de un productor finlandés que tenía intereses en Estonia, arreglamos para hacer allí los interiores y solamente los exteriores en San Petersburgo. Por una cuestión logística se hizo primero la ópera, para poder aprovechar el fin del verano. Todo se hizo muy al límite, con atraso; se hizo en lo que se llama “el verano indio”, nuestro veranillo de San Juan. Eso fue en septiembre y octubre del ‘95, corridos por la lluvia. En noviembre se hicieron las cuatro semanas en Estonia y quedaba la semana en San Petersburgo. Yo quería que fuera muy de invierno, pero no podíamos esperar hasta enero o febrero, así que se hizo en la segunda semana de diciembre. Hacía, de todos modos, un frío terrible, casi 20º bajo cero, mucho para los locales, imagínense para nosotros. Muy difícil.
Del ’90, cuando escuché por radio la ópera, hasta el ’96, cuando terminé la mezcla de sonido y, en agosto se hace la primera proyección pública en el Festival de Locarno, en la Piazza Grande, entre una cosa y otra fueron seis años. Pero años en los que hice muchas otras cosas, también armadas de a poco, encontrando los tiempos.
Vos decís que en un momento se produce una «iluminación». Shostakovich utiliza una palabra rusa, “Iurodivi”, o algo así.
Sí, “Iurodivi” o “Yurodivi”, iluminado, místico. Eran una mezcla de monje, vagabundo y bufón del rey. En la tradición ortodoxa eran monjes mendicantes, bufones, etc., pero que les gritaban la verdad a los poderosos y no se los podía tocar. Eso está en la representación de Boris Godunov dentro de la película, el personaje al final canta: «Tiempos negros se acercan para Rusia». Es algo que le importaba mucho a Shostakovich. Volkoff lo presenta como el «iurodivi» de Stalin. La viuda de Shostakovich, su última mujer, está muy en contra de esa idea, dice que nadie podía ser el «iurodivi» de Stalin, era imposible decir nada y, al mismo tiempo, Shostakovich no era religioso, por lo menos en el sentido institucional, tenía un sentido realista de la vida muy fuerte.
¿Hay en tu película una idea del artista como «iurodivi»?
Puede ser. Como se ha hablado mucho de Shostakovich en ese papel, lo menciono en la película y se lo hago decir expresamente pero negando que él pueda representarlo. Eso lo tomo de una carta que me dio su viuda. Ella me dijo: «Volkoff no inventó nada, eso venía de Grinbberg-Sokokky que en el año ‘35 ya se lo había escrito».
En la parte de la ópera hay un tratamiento del color muy lujurioso. Por momentos parece que todo explota. Tal vez sea muy arbitrario, pero viéndola recordaba las escenas finales de French Can Can (1954), de Renoir. Parece que el encuadre va a explotar por el movimiento y el color.
Empleamos dos tipos de negativos distintos. La ópera está hecha con uno muy sensible a los tonos cálidos. El resto con otra emulsión, que privilegia los tonos fríos. En todo lo que no es ópera hay solo dos toques rojos: uno, la gorrita judía tradicional del violinista que aparece al final; el otro cuando pasan los chicos pioneros del Partido con las banderas rojas bajo la ventana de Shostakovich. Allí busqué una explosión de color que lo hiciera salir de su ensimismamiento. El resto está casi todo hecho en azul, verde, gris, algún ocre en la ropa, pero poco. La luz ambiente es de invierno. En la ópera, por el contrario, busqué mucho el rojo de las hojas. Cuando el protagonista canta a orillas del río, juntamos hojas de árboles y las desparramamos detrás y al pie de él. La idea era que las dos partes contrasten.
Este trabajo entre el documental y la ficción que vos practicás tanto (por lo menos desde La guerra de un solo hombre), parece adquirir en El violín… una forma definitiva. Me interesa como llegás a eso.
Documental y ficción son etiquetas que vienen de afuera, son categorías «administrativas». Solo sirven para encasillar un proyecto en la televisión, o para pedir una subvención. Pueden ser instrumentos críticos, útiles en cuanto revelen algo del trabajo, pero no me parecen categorías teóricas. Para mí son apenas tendencias, maneras de mirar que al mismo tiempo están mezcladas indisolublemente en la vida y en el trabajo. A mí me interesa mezclarlos más todavía y hacer de esa mezcla un instrumento para revelar algo. Yo nunca trabajo pensando en documental o ficción, más bien pienso en imágenes halladas, objetos encontrados por mí y montándolos en relación con otras que invento; lo mismo para los textos. Me gusta mucho hablar de «puesta en conversación», así como en el teatro se habla de «puesta en escena». Mi idea sería «poner en conversación» elementos distintos: uno nuevo que he fabricado yo y otro que he encontrado hecho, pero también poner en conversación muchas otras cosas: el individuo y la sociedad, la historia objetiva y la vida privada, la experiencia del individuo muchas veces a contrapelo de la historia exterior, la voz interior y la exterior. El embrión de eso estaba en La guerra… cuando decidí que haría una película con imágenes halladas y, al mismo tiempo, subvertidas, moviéndoles el piso con una voz que no es la original. E incluso jugar por momentos con la voz original, propagandística, agregándole otra voz off que no es la de los comentarios, que problematiza todo porque es una voz «humanista», pero que viene de un oficial del ejército de ocupación alemán en Francia, y que es al mismo tiempo un gran escritor. Es incómodo, molesto. Es muy distinto al horror tradicional, ante la voz off que daba permisos y castigos y no traía nada nuevo. Un crítico inglés dijo que era una película curiosa porque luego de dos horas de información muy tupida sobre la ocupación nazi en París, uno salía sabiendo menos que antes. Y eso para mí fue un elogio, porque significaba que movía las certezas adquiridas, porque se ve lo fácil que es vivir sin saber nada de lo que pasaba, como se ha vivido aquí muchos años.
Cuando vimos La guerra… en la Cinemateca, poco después de la dictadura, uno no podía dejar de sentir que ocurría aquí, pese a que estaba muy claro que era París ocupada por los nazis.
Es interesante eso, porque la película la gesté y la hice entre el ‘78 y el ‘81, pleno Proceso en la Argentina, y en esos años me impresionaba que todos los amigos que viajaban a París tenían la misma actitud, más allá de sus matices: «Es un horror lo que está pasando…», pero enseguida: «Fuimos a Brasil en las vacaciones» o «Es genial el nuevo espectáculo de fulano». Y yo me decía: «Eso es la vida, uno sigue adelante pese a todo lo que pasa, aun en una dictadura te enamorás, tenés hijos, necesidades básicas.” Eso es lo que el cine «alfonsinista», por llamarlo así, niega al dar una versión puramente ideológica del Proceso. La idea de que la única gente que podía no pensar en lo que estaba pasando eran villanos -en La Historia Oficial (Puenzo, 1985), un empresario en relación con las multinacionales-, e ignorar toda esa gente de clase media que seguía yéndose de vacaciones. Es esa capacidad de mantenerte indiferente al horror lo que te mantiene vivo. Y eso hay que decirlo, si no se quiere recaer en el maniqueísmo, que la gente es una criatura ideológica, y que vive nada más que en el mundo de las ideas. Y bueno, el Proceso estaba muy presente en mí cuando, en el ‘78, leí los diarios de Jünger y vi lo que era la vida mundana en el París ocupado, la intensa vida cultural de la que Jünger participaba: era invitado como escritor pese a su uniforme alemán.
La guerra de un solo hombre, Guerreros y cautivas; en El violín de Rotschild está la segunda guerra ¿Hay una beligerancia artística en tu obra?
A mí me interesan todos los personajes que hacen guerras de un hombre solo. Si vos lo querés ver de una manera políticamente incorrecta El violín… es la historia de dos tipos que están componiendo su música en medio de la guerra. Shostakovich quiere recuperar una partitura, que no la destruyan las bombas. Están pensando en la música todo el tiempo. En cierto momento le hago decir a Fleischman: «Me he enrolado en las brigadas y al mismo tiempo considero que terminar esta ópera es igualmente importante». Es la idea de que hay individuos que están en su propia guerra. Al mismo tiempo, a veces, hay una guerra general que tiene lo mismo o poco que ver con su guerra personal. Tal vez tenga que ver con mi actitud en la vida, porque a mí nadie me pide que haga las películas que hago. Es casi una guerra personal.
En ese sentido es significativo el plano final de El violín…, con Shostakovich cruzando la plaza en San Petersburgo. En el mismo plano hay un cambio de tiempo y vemos encima de los edificios los carteles de Coca Cola y Ford. Parece otra guerra que comienza.
No pensé en eso. Pensé simplemente que Shostakovich, el personaje, su figura, no murió. Murió cronológicamente en el ‘76. Pero esa mirada entre irónica y distante es igual para hoy. Lo que le dije al actor en ese momento, es que voy a poner sobre las imágenes de la Avenida, de la Perspectiva Nevsky hoy, esa frase de Shostakovich: «Mucha gente ha sido matada en nuestro país y nadie sabe dónde están enterrados ¿Quién puede erigir un monumento a su memoria? Solamente la música». Shostakovich cruza la calle casi como un fantasma, porque se tiene que notar que es una calle de hoy.
Hablemos de tu trayectoria como crítico en los años ‘60 y de cómo te formaste como espectador.
Como espectador me formé viendo indiscriminadamente una enorme cantidad de películas en mi infancia. Como crítico no me formé, me puse a escribir lo que sentía, ya siendo estudiante, sobre Bergman, por ejemplo. Luego colaboré en revistas ocasionalmente, como Tiempo de Cine. Más tarde, Tomás Eloy Martínez me invitó a escribir en Primera Plana, y lo acepté como un desafío, el hecho de constreñirme a un espacio y un tiempo muy corto para escribir. Yo venía de la vida académica, en Letras. En algún momento decidí que esa no era la vida que quería para mí y mediante una beca me fui a Europa. Allí viví y trabajé durante cerca de un año. Después vino lo de Primera Plana. Pese a todo, la parte cultural era allí la primera víctima; había una novedad política o un nuevo aviso y lo primero que se cortaba era lo de cultura, y así te encontrabas con una nota sobre Godard recortada por el imprentero. Pero, más allá de algún desacuerdo, con Tomás Eloy Martínez y Ernesto Schoó me entendía muy bien en el trabajo. En cambio, el cierre de Primera Plana y el pase del mismo equipo a Panorama fue distinto, porque la Editorial Abril quería evitar lo que consideraba «elitista». Al mismo tiempo, yo ya estaba haciendo … (Puntos suspensivos), y necesitaba mantenerme mientras la terminaba. La editorial me presionaba para que hiciera notas más livianas, sin referencias históricas y correlaciones, que dijera al lector «vea» o «no vea» esta película. Finalmente me arreglé para que me echaran y con la indemnización pude pagar deudas de …(Puntos suspensivos) y vivir unos meses. Fueron, en total, apenas tres años y medio los que pasé por el periodismo, más o menos entre el ‘68 y principios del ‘71.
Pero pese a esas limitaciones tu escritura sobre el cine era distinta, iba a otras zonas que nadie tocaba.
Si eso ocurrió fue porque se creó un dialogo, una complicidad a espaldas de la revista entre un sector del público y yo. Incluso en el último mes hice una provocación y publiqué dos notas cargadas de referencias al cine mismo y a la literatura. Creo que una fue sobre Ostia (1970), una película de Sergio Citti, asistente de Pasolini, que fue la que hizo explotar todo y me dejó libre.
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