La década del noventa fue pródiga en una serie de películas de acción que contaban con la aprobación del público y que a su vez tenían vasos comunicantes con clásicos de la historia del cine policial de los años 60 y 70 del siglo veinte. Películas como Perros de la calle y Pulp Fiction de Quentin Tarantino, Escape salvaje de Tony Scott o El mariachi de Robert Rodríguez se establecieron como clásicos contemporáneos de un tipo de cine comercial que a su vez no resigna sus marcas autorales. A esos directores y películas se les debe sumar obligatoriamente el nombre de John Woo, quien filmó tres películas fundamentales entre finales de los noventa y comienzos del siglo XXI. Una serie de clásicos del cine de superacción que tres décadas después sobreviven al impiadoso paso del tiempo. Me refiero a la imbatible trilogía compuesta por Código: Flecha rota (1996), Contracara (1997) y la subvalorada y divertidísima Misión Imposible II (2000), que se suma a una extensa filmografía filmada por Woo en tierras orientales y occidentales. En esas películas, basadas en lo mejor de la tradición del género del cine de acción y aventuras, Woo desarrolló lo mejor de sus potencialidades como director: dio rienda suelta a una prodigiosa imaginación visual, registró de modo coreográfico hermosas y lúdicas escenas de acción, y conectó con el corazón de ese primer cine tarantiniano que llegaría a su esplendor con la saga de Kill Bill filmada en el primer lustro del siglo XXI.

El cine de Woo está inevitablemente vinculado con el de directores emblemáticos como Sam Peckinpah o Jean Pierre Melville, quienes desde diferentes estéticas comparten una serie de preceptos acerca de la violencia y los vínculos humanos. En tiempos de cine de superhéroes y franquicias que solo parecieran conectar con los episodios anteriores de esos relatos, evadiendo de modo militante la historia del cine, se extraña mucho el tipo de cine que directores como Woo realizaron, mixturando lo artesanal del cine de autor con las necesidades propias de la industria.

Hacía mucho tiempo que no tenía noticias de John Woo. Lo último que había visto de él fue El pago (2003), una película distópica y fallida con Ben Afleck y Uma Thurman,  que intentaba sin suerte seguir los pasos de Minority Report de Steven Spielberg. Dos décadas pasaron desde entonces y Venganza silenciosa vuelve a tematizar la violencia y la venganza, dos de los principales ejes de la obra de Woo.

La película inicia de modo previsible. Un niño que se encuentra festejando su cumpleaños en el patio de su casa junto a sus padres muere en el medio de una balacera producida por una banda narco. El padre los persigue y termina herido por los malhechores. A partir de ahí todo tendrá que ver con el plan que este padre lleve a cabo para vengar la muerte de su hijo y para poder reiniciar su vida. Venganza silenciosa funciona como la enésima versión de historias como la de Nicolas Blake en La bestia debe morir o la de El vengador anónimo (1974) con Charles Bronson. También puede vincularse con historietas como Punisher o con las novelas de Mike Hammer, el detective creado por Mickey Spillane en la década del 50.

Más allá de los pronunciamientos éticos e ideológicos acerca de la venganza por mano propia, los problemas de la película tienen que ver con la construcción del artefacto cinematográfico concebido por Woo. Dividida en dos partes, en la primera parte el protagonista tramita y atraviesa junto a su mujer cada una de las etapas del duelo: en la primera escena pierde la voz y eso le permite a Woo filmar escenas sin diálogos potenciando lo expresamente visual del relato. Toda esa primera mitad es absolutamente innecesaria y no le aporta nada a la historia que el relato propone contar. Woo prescinde de las palabras pero los silencios de los protagonistas no favorecen en ningún momento la fluidez del relato. Ese silencio que en el cine de Jean Pierre Melville creó obras maestras como El samurái o El círculo rojo acá es solo una excusa pueril para montar una puesta en escena monótona y de escasa invención visual. Incluso se torna redundante y por momentos abruma la insistencia en contar un duelo de un modo tan insulso que hasta la pareja protagónica pareciera sentirse incomoda. Pasado ese primer momento de estupor, alejado del tono de liviandad propio del cine de Woo, en sus últimos cuarenta minutos la película logra encauzarse, retomando las vertientes clásicas del cine del director hongkonés. En esa parte final el melodrama le deja su lugar al más puro y visceral cine de acción y Woo reencuentra su lugar en el mundo.

En la esperada consumación de la venganza, los malos son (obvio) latinos -uno de los lugares comunes más recurrentes de la historia del cine americano- y la dinámica de la venganza es divertida. Ese tono se logra gracias a ese espíritu lúdico para coreografiar la violencia que el director hongkonés viene demostrando desde hace más de tres décadas. El vengador interpretado por Joel Kinnaman va ajusticiando a cada uno de los miembros de esta banda que le arruinó la vida. El exceso de sensiblería y golpes bajos del comienzo es reemplazado por un tono de ligereza y violencia absurda que le sienta bien al relato. El último plano augura un nuevo mañana, necesario para poder continuar luego de la tragedia. Ojalá el cine de Woo también tenga nuevos mañanas que filmar. En tiempos en donde la idea de autor está prácticamente extinguida sería una bocanada de aire fresco o, por decirlo de otro modo, un módico lugar de resistencia.

Venganza silenciosa (Silent Night, Estados Unidos/México, 2023). Dirección: John Woo. Guion: Robert Archer Lynn. Fotografía: Sharone Meir. Edicion: Zach Staenberg. Música: Marco Beltrami. Elenco: Joel Kinnaman, Catalina Sandino Moreno, Kid Cudi, Harold Torres, Anthony Giulietti. Duración: 104 minutos.

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