Emilia Attias interpreta a Dolores, una chica que regresa desde Escocia a su pueblo natal en Argentina tras la muerte de su hermana. Allí se reencuentra con un viejo amor prohibido, tabúes y varios problemas financieros de la estancia familiar. Esta situación la lleva a tomar varias decisiones que afectarán profundamente su vida y la de quienes la rodean.
La película comienza años después de todo lo que va a desarrollarse, cuando Charlie (Felipe Flossdorf) visita la vieja estancia familiar y recuerda a su difunta madre a través de un viejo álbum de fotos. Desde esta primera escena, la película adolece de modales envejecidos, una música que comienza sin pedir permiso, una inmersión dramática brusca que delinea a un espectador al que descalifica y subestima pues le presenta sin novedades un drama de época que fue visto en tantas ocasiones que se hace imposible citar una única influencia.
Dolores no parece intentar una búsqueda genuina de las posibilidades que la historia y sus personajes ofrecen, pocas veces abandona el confort de las resoluciones cómodas. El drama permanece anclado en tópicos harto conocidos; le sobra apego a las telenovelas de los 90, pero carece de su divertida brutalidad. Inevitablemente su desarrollo nos fuerza a transitar lugares comunes: estancieros simpatizantes del nacionalsocialismo (Roberto Birindelli), una tía venenosa (Mara Bestelli), un viudo deprimido que toma whisky y escapa a la guerra (Guillermo Pfening), escenas románticas a la luz de la luna, repitiendose todo como en una cámara de eco, como si regresara aquello que ya sabemos que vamos a oír.
Sin embargo, un par de intentos entusiastas logran captar la atención: en el primero, cuando Charlie corre al campo para gritar y alivianar la desgracia, en una suerte de evocación de Teorema de Pasolini pero sin las vísceras; y luego, durante el final, en donde los personajes posan para una fotografía y aparece un desvío intrigante y perverso hacia el potencial triangulo amoroso que Dolores forja con dos hombres para conservar así sus intereses y los de los demás, pero esto no logra desarrollarse porque para el director ya está todo dicho y ahí mismo se termina la película.
Las tramas secundarias, insinuadas apenas, representan puntos de vista tan convencionales que no producen fractura alguna, los conflictos centrales quedan ocultos bajo la decencia que es propia de la época y la clase social. Si bien con esto gana verosimilitud convencional, pierde posibilidades de explotar la riqueza de su contenido, volviéndose nuevamente previsible y conservadora.
La pronunciación y entonación de los diálogos es tan correcta en sus aspectos formales que los hace anticuados y poco creíbles, desprestigiando algunas buenas actuaciones, volviéndolas aburridas.
La pregunta es: ¿qué busca Dolores? ¿Emociona su música de acompañamiento, utilizada hasta el desgaste? ¿Sirve la crítica que realiza? Si al mismo tiempo que su protagonista lucha contra el costumbrismo, la puesta en escena se regocija utilizando todos los recursos que pertenecen a esa visión unificante e incolora del mundo conservador del teatro del patriarca, cualquier gesto crítico se invalida.
Dolores quiere ganar méritos por parecerse a la época que evoca (recorre desde 1939 hasta comienzos de 1950), cosa que alcanza con eficacia gracias a una ambientación notable, un tratamiento preciso de la imagen, y una definición casi publicitaria con el solo fin de que se vea que todo quedó muy lindo, pero carece de la emoción por lo inesperado y se convierte en un producto lustrado con esmero hasta obtener un brillo que, sin embargo, no deslumbra.
Dolores (Argentina,2016) de Juan Dickinson, c/Emilia Attías, Mara Bestelli, Roberto Birindelli, Guillermo Pfening, 98′.
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Donde está lo sublime, se preguntaría Kant.
Dolores muy buena película. Con la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo. Además menciona lateralmente un hecho histórico casi desconocido por los argentinos del presente. La participación de casi 6.000 anglo argentinos en la guerra. Muchachos y no tanto que silenciosamente dejaron un día sus tractores y avionetas en lugares solitarios de la provincia de Buenos Aires y la Patagonia y se subieron a aviones de guerra con los que cubrieron heroicamente la retirada de Durkenke y otras misiones aéreas solo protegidos por el logotipo del indio Paturuzu y la valentía.