Por Eduardo Rojas
Africanos, portugueses, caribeños, algún suizo abandonado por la suerte; pobres, humillados y ofendidos viviendo con la garantía de alguna legalidad en Suiza, centro de la prosperidad y el orden. Este no es el drama de los que mueren en las pateras, o el de los ilegales explotados por su condición de tales en el corazón europeo de los derechos humanos. Los protagonistas de La llave del lavadero pertenecen a las más bajas escalas sociales de la Europa (todavía) próspera, pero están adentro del sistema. Florey y Devigné eligen un particular ángulo para mostrarlos: la puerta del lavadero colectivo en la planta baja del edificio en donde viven, escenario casi único en donde la cámara parece moverse incómoda en panorámicas breves y apretadas o en planos y contraplanos. El exterior es apenas un par de planos fijos del frente del edificio y dos tomas cenitales desde alguno de los pisos superiores al patio en donde las prostitutas se cruzan con los autos de sus clientes.
Dentro del encierro hay un orden, derivado de otro, implícito, al que nunca se nombra; tal orden, social, político, institucional, está representado en este micromundo por la portera, portadora de la llave del lavadero, un instrumento material del poder que ella ejerce por delegación y sin mayores atributos; discusiones y peleas, reconciliaciones o alianzas efímeras son el resultado.
Si la pretensión de los directores era observar la confrontación de valores y formas de vida sin imponer conclusiones, los resultados los excedieron o tomaron otros caminos, en todo caso un extravío favorable.
La cámara mira el módico caos desde el lugar del orden, en su mirada hay una distancia que quizá sea ontológicamente insuperable. La ley y lo que sucede en sus insterticios. La claustrofobia como una patología social. ¿La cámara debe estar en el lugar del orden? Feo sitio, pero una elección estética y moral tan válida como cualquier otra. En todo caso, no puede impedir desde su propia quietud que se imponga la desazón y la tristeza, un aire de frustración vital que queda flotando como un interrogante colectivo y que cada espectador deberá resolver desde su propia subjetividad.
La llave del lavadero (La clé de la chambre à lessive, Suiza / Francia, 2013), de Frédéric Florey, Floriane Devigne, 72´.
Entrevista a Eugenia Mumenthaler, productora de La llave del lavadero.
¿Cómo es tu relación con el cine? ¿Cómo llegás a Suiza?
Nací en Argentina, vivo en Suiza desde los dos años. Estudié Antropología y trabajé en el Museo de Etnografía de Ginebra. Comencé en el cine consiguiendo fondos junto con un grupo de amigos para los cortos de mi hermana Milagros. Después vino la producción de Abrir puertas y ventanas y desde ahí estoy dedicada a la producción. Así fue que Floriane nos vino a ver a nosotros (somos dos en la productora) con la idea del proyecto, nosotros le presentamos a Frédéric y rápidamente se integraron para llevarlo adelante. El proyecto es de los dos desde el momento en que se conocieron.
¿Ambos directores son suizos?
Frédéric es suizo, Floriane es francesa, vivió en Suiza hasta los 18 años y ahora vive en Francia.
¿El edificio en donde se filmó la película está en un barrio de inmigrantes?
No, es un edificio bastante común de la ciudad de Lausana. Hay inmigrantes y también gente de clase media suiza. Es un barrio bastante céntrico, muy mezclado en cuanto a los que viven allí.
¿El interés de los directores estaba enfocado en el fenómeno de la inmigración o en observar un ámbito, un lugar de vida?
La idea era ver el proceso de adaptación, pero también mirar el funcionamiento de algunas costumbres muy suizas, como el lavadero, por ejemplo, que representa un poco más que el lugar en sí, que tiene una pretensión de representar el respeto por el otro y la organización de la comunidad, un aspecto muy cívico. La idea era ver cómo gente de otro ámbito se adaptaba a eso, si les era posible adaptarse o no, todo a través de un lugar muy particular para los suizos.
Quien cumple el proceso de transmisora de estos valores es la portera, la que tiene la llave del lavadero…
Sí, aunque también ocurre que en ese edificio las cosas terminan funcionando de otra manera. En un edificio puramente suizo el orden se mantiene invariable, y éste termina siendo otra cosa.
¿Por qué quiénes viven en él no son suizos?
Sólo en parte, porque también hay suizos en ese lugar. Son gente que ha terminado viviendo del servicio social, que provienen de las clases más pobres.
Da la impresión de que nadie, suizos o extranjeros, es parte del sistema. Ni aún la portera que pretende mantener las pautas locales. Desde ese lugar hay una duda sobre la integración ¿Compartís esa idea?
Es difícil, no soy quién para decir si están integrados o no. Están en la situación más difícil, dependiendo de la ayuda social, pero viven en departamentos que se supone son transitorios, mientras encuentran trabajos mejores; los hechos hacen que esa transitoriedad se vuelva permanente y entonces es más difícil hablar de integración desde que el mismo edificio no está pensado para vivir definitivamente. Son lugares de paso que se eternizan, eso hace que a pesar de ellos no puedan integrarse. El Ayuntamiento los pone en una situación que se los impide.
La película no te guía hacia esa conclusión ni a ninguna otra, parece pretender dejarte libre para tus propias conclusiones.
No, no te guía. Hay algunas escenas en que se ve a la asistente social, o el portugués que cuenta que se quedó solo, se fue su familia y tiene que mudarse a otro departamento más chico y no sabe qué hacer con los muebles. De alguna manera en esas escenas se siente que el sistema está encima nuestro y no se puede hacer nada con eso. El Servicio Social siempre está presente poniéndote un límite, dándote cosas pero también fijándote en un lugar.
Hasta llegan a situaciones absurdas como la del hombre, suizo, que por cobrar 200 francos más que el mínimo, no puede recibir ayuda social y termina tomando agua con azúcar durante la última semana del mes porque ya no tiene dinero para alimentarse.
Sí, no hay una crítica abierta, pero se deja ver que el sistema actúa como una forma de límite de las posibilidades de vida.
Otra cosa llamativa es el manejo dentro de unos pocos espacios muy reducidos. Hay un escenario dominante, que es el del pasillo de la lavandería, en donde transcurre la mayor parte de la película, un plano parcial del exterior del edificio que se repite dos o tres veces, un porno shop, y el plano cenital en el que se ve, también dos o tres veces a las prostitutas trabajando en la calle…
En realidad, es un patio perteneciente al edificio por el que pasan las prostitutas y los clientes en auto. De todas formas son espacios claustrofóbicos… Para mí, como productora, tendría que ser más claustrofóbica (risas); yo hubiera eliminado todo lo que estuviera fuera del pasillo, pero la idea era esa, filmar ese espacio súper restringido para mostrar el funcionamiento del sistema.
La lavandería como servicio pago dentro de lo que nosotros llamamos “consorcio” es extraña para nosotros ¿Es parte de ese orden suizo del que hablabas?
Sí, de hecho antes no se pagaba. En mi casa nunca hubo lavarropas, éramos cuatro hijos y el lavarropas era desconocido. En el fondo era parte de esa idea cívica de tener que vivir todos juntos, respetando al otro, los horarios, limpieza, etc., hasta el punto de generar una cierta intolerancia porque todo tiene que funcionar bien para que se mantenga el respeto por el otro. Es un concepto de democracia perfecta pero que llega a un punto de excesiva rigidez.
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