Por Eduardo Rojas

Lanzmann es un fiscal. Su causa, el extermino judío por parte de los nazis durante la segunda guerra. Su alegato se llama Shoah, más de nueve horas de testimonios recogidos en más de diez años de trabajo, diez años que equivalen a vida.

Claude Lanzmann ha dado muestras en su vida pública de un carácter despótico y una necesidad vecina a lo totalitario de imponer su visión de la historia como la única posible; estas particularidades no afectan a la grandeza de Shoah, obra maestra que excede el testimonio histórico para comprender todo el espectro del horror y la generosidad humanas.

A los 87 años Lanzmann sigue girando en torno a la obra de su vida; hay por lo menos dos películas que retoman historias parcialmente tratadas o material descartado en Shoah: la rigurosa Sobibor, acerca del único levantamiento dentro de un campo de concentración, y El informe Karski, testimonio de un miembro de la resistencia polaca que abogó ante Roosevelt por ayuda a los judíos del ghetto de Varsovia.

El último de los injustos es otra vuelta de tuerca ¿la definitiva? sobre el holocausto (término que Lanzmann niega, Shoah –exterminio- es para él la única palabra posible).  En 1975 entrevistó en Roma a Benjamín Murmelstein, rabino de Viena antes de la guerra, luego presidente de la comunidad judía dentro de Theresiendtad, un ghetto “modelo” ideado por Hitler y organizado por Eichmann para exhibirlo al mundo mientras pretendían ocultar la realidad del genocidio.

Murmelstein era un hombre de una inteligencia deslumbrante y una personalidad arrolladora, tan fuerte como la de Lanzmann. Seguro como el cineasta de sus convicciones y decisiones, las defiende frente a la cámara como las defendió frente a los tribunales y distintos enemigos que, después de la guerra, lo acusaron de colaboracionista. Interlocutor de Eichmann (“nada de banalidad, Eichmann era un demonio”, la contundencia de su palabra parece terminar con los argumentos de Hannah Arendt), negociador capaz de convencer al rival más difícil, dueño de una inteligencia deslumbrante, uno de los últimos representantes de la cultura del imperio austro-húngaro, cuyos últimos esplendores también murieron definitivamente en los hornos crematorios hitlerianos.

Cabe preguntarse porqué el riguroso Lanzmann no incluyó éste testimonio indispensable en Shoah y recién lo presenta ahora, casi cuarenta años después. Quizá es tan importante como para tener una entidad propia cercana a las voces colectivas de Shoah. Pero también, sospecho, por un aspecto si se quiere más mezquino, en todo caso propio de la peculiar personalidad del director: Murmelstein es el único que en todo este largo trayecto ha estado a la altura del desafío que se trazó Lanzmann a sí mismo, es el único acusado que refuta con inteligencia, coraje y hasta humor la ácida pregunta lanzmaniana: ¿Por qué? Una lucha entre iguales que culmina en el plano final cuando Lanzmann le pone la mano sobre el hombro y se aleja de la cámara caminando junto a él, único gesto de empatía que recuerdo en toda la saga de Shoah.


Por otra parte Lanzmann filma hoy como si el tiempo no existiera y la vida, su vida, fuera eterna. El anciano que lee documentos extensos frente a la cámara, que sube las escaleras de la muerte hasta el último escalón, que registra el paso de los trenes por las mismas estaciones por donde hace setenta años pasaban cargados de mercancía humana, carne de cremación, sin recurrir en ningún caso al corte, el fundido o cualquiera de las herramientas cinematográficas de relativización del tiempo, cree saber que él estará vivo mientras pueda seguir dando testimonio, que cuanto más profunda sea su inmersión en el mayor horror de la historia, más larga y necesaria será su vida. Un pacto fáustico en donde vida y obra son la misma cosa en tanto encuentran su sentido en una causa que lo obliga a vivir. Condena y salvación reunidos en un cuerpo que sigue afrontando la vida.

El último de los injustos (Francia / Austria, 2013), de Claude Lanzmann, 220′.

Por Lucas Carrizo

En las primeras escenas el documental nos plantea la idea de cómo el ser humano necesita intervenir para que algo nazca, crezca. Un primer plano de manos ayudando a romper la cáscara de un huevo de un pichón; una jeringa que le da los primeros alimentos para que sobreviva. Corte y primer plano de dos varones de más de 70 años hablando a cámara. Nos enteramos de que son una pareja. Nos cuentan su amor mutuo, su pasión por la cría de aves.

Así se van intercalando las entrevistas a cada uno de los personajes elegidos; el abanico es diverso, va desde un pastor de cabras a una pareja de mujeres granjeras, de una pareja de varones jubilados burgueses a unas activistas parisinas.

Las entrevistas empiezan pero no terminan; al no clausurar el sentido nos sumergen en una tensión por saber cómo continuará cada una de ellas. Son dosificadas especialmente y logran romper la monotonía de cierto relato típico de documentales en primera persona. Ellos son “los invisibles”, mujeres y varones nacidos entre la primera y segunda guerra mundial, que vienen dando sus singulares batallas por romper la heteronormatividad imperante en occidente. El año es 2012, momento en el cual Francia debate la ley de matrimonio igualitario.

El documental tiene un plus político, no sólo son sujetos con sexualidades diversas sino que son “adultos mayores” hablando del ejercicio de sus pasiones, luchas y deseos sexuales. Una de las entrevistadas es Therese, militante a favor del aborto, que durante el mayo francés, con 42 años por entonces, comienza a desplegar su etapa lésbica, luego de haber estado casada y parir 4 hijos. Sus palabras actuales reverberan: plantea la vejez como un momento pleno, bello de la vida.

El documental completo arma un rompecabezas. Cada una de las piezas es el relato de “los invisibles”, sujetos carentes de representación pública; pero también hay imágenes de archivo (mayo francés, los setenta, etc.) que nos dan el espíritu de época. El todo: una cámara en primera persona que interpela al espectador sobre la necesidad de escuchar las dificultades de una minoría que no parece tener tanta voz en la tierra de “la libertad, la igualdad y la fraternidad”.
Los invisibles (Francia, 2012), de Sebastian Lischfitz, 115′.

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