La academia de las musas empieza mostrándonos el plano de una calle transitada y un edificio detrás que es el de la facultad de filología de Barcelona. Sobre la imagen se informa lo que estamos a punto de ver: una experiencia pedagógica del profesor Rafaelle Pinto. Dentro del recinto, el profesor en cuestión habla de los primeros poetas, de la música y las musas como principio de la civilización, como un primer orden numérico del mundo, que también será, con alternancias en la forma que no harán más que dar cuenta del juego entre el registro de lo real y la ficción, el orden de la película; el alumnado, en su mayoría mujeres, lo escucha con atención, asiente con la cabeza y murmura; en esos primeros planos, Guerín ya deja establecidos los ejes y los temas sobre los que va a girar su película: los espacios interiores como ámbito de discusión, la palabra como generadora del deseo antes que la atracción física (el sexo va a ser sugerido pero nunca mostrado), la necesidad del profesor de configurar a sus musas, aun cuando su propuesta sea la de invertir el sentido de lo dicho, y la imposibilidad como límite y como certeza que se repite dos veces: “del lenguaje no se sale”… “del lenguaje no se sale.”
Afirmación y autoconvencimiento de la forma que al ponerse en escena duplica el encierro; el de la palabra priorizada siempre desde adentro por sobre el encuentro de los cuerpos, atentando contra el movimiento de los mismos, como ocurre con la chica rubia y su relación epistolar a través de internet con un chico al que ve por fotos pero nunca en movimiento, y el vidrio utilizado como reflejo y filtro entre el registro de lo que se supone real y lo que sucede al interior de esos espacios artificiales. La academia de las musas tiene que ver con eso, con un grupo de mujeres, a veces solas, a veces juntas, a veces con el profesor, hablando detrás de un vidrio; un vidrio que puede ser el ventanal de una casa, la puerta del bar o el parabrisas de un auto, pero que siempre funciona como superficie transparente y frágil a través de la cual se ponen en tensión los planteos y las búsquedas del profesor: la idea de transformar el rol pasivo de la musa en rol activo, la búsqueda de una musa que se sepa consciente y dueña de sus palabras.
La primera en hacerlo es su esposa. Es ella la primera mujer que vemos detrás del vidrio. Es ella la que afirma que “el amor es un invento de la literatura”, la que dice que, aun cuando Beatriz sea una musa de carne y hueso (ejemplo que el profesor da en la facultad al citar a Dante y La divina comedia), su rol sigue siendo pasivo, puesto que nunca se entera del amor que el poeta siente por ella, puesto que no sabemos si alguna vez existió de verdad una Beatriz: incertidumbre que no hace más que reafirmar la idea del amor como creación literaria. La segunda mujer que aparece del mismo modo es la amante del profesor, la chica rubia, la primera que habla en la película, la primera que interviene en la clase para confrontar con él, la primera que da cuenta de esa relación a distancia que mantiene con un chico a través del teclado de la computadora. En ambos casos las mujeres cuestionan los modos patriarcales y las interpretaciones del profesor, pero su posición frente a la cámara las vuelve prisioneras de su propio discurso, las envuelve en una contradicción dialéctica que las llevará sobre el final a enfrentarse con sus dudas y sus contradicciones. Cada vez que suceda esto en la película, cada vez que se den este tipo de encuentros, la cámara de Guerín va a quedarse afuera, de este lado; va a ser, como nosotros, testigo de lo que sucede. Sólo va a saltar el filtro espejado una vez que en la película se hayan producido una serie de desplazamientos y las grietas del discurso hayan aflorado como fruto de la comprobación empírica.
En La academia de las musas hay diferentes tipos de desplazamientos que transforman lo que desde el inicio de la película se presenta como un trabajo pedagógico en un juego de tensiones eróticas donde la palabra sigue teniendo un rol fundamental.
Un primer desplazamiento ocurre cuando la esposa del profesor, a quien Guerín le otorga el protagonismo en la discusión inicial en el ámbito hogareño, pasa a ocupar el lugar de alumna en el aula donde Pinto dicta sus clases. El director alterna los planos de la mujer con los de las otras alumnas. Se establece una igualdad de posiciones, se comparte el territorio de disputa, que es el de las ideas pero también el del profesor como punto de referencia ineludible. Sin embargo, cuando el desplazamiento tiene que ver con un alejamiento del ámbito académico, lo que se produce es una suerte de duelos secretos entre profesor-alumnas, profesor-esposa y finalmente entre la esposa y la chica rubia, es decir, entre el pasado y el presente.
Dos veces el corte va a permitir el desplazamiento a otros espacios, dos veces el movimiento va a estar dado por el cine (allí también La academia de las musas evidencia un lenguaje que obedece a una estructura, a un orden, pero nuca con la intención de cerrarse sobre sí misma: si hasta ese momento todas las discusiones se habían dado en la quietud de las aulas, del living de la casa o en el interior de los autos estacionados, ahora se habla del baile no como danza del cuerpo sino como movimiento que apunta a la participación comunitaria; los autos se ponen en marcha, los cuerpos se besan, los pastores cantan sus versos e imitan los balidos de las cabras y las ovejas; el mundo se mueve); la película parte a Cerdeña y a Nápoles en busca de una Arcadia ideal, el viaje es propuesto por Emmanuela, una de las alumnas que también, según nos revela ella misma, es la que le propone al profesor el proyecto de «La academia…», y será ella la que se encuentre atrapada nuevamente por la palabra cuando en el camino observe que la atracción que siente por ese hombre enorme y rústico no responde al encanto de lo físico sino a una fascinación intelectual: de no haber leído todo lo que leyó, Emmanuela jamás se hubiese fijado en él (“del lenguaje no se sale”), pero resulta que ese hombre sabe diferenciar el “te amo” de los italianos, más ideal, más volátil, del “te quiero bien” de los sardos, que apunta a la composición, a lo concreto, que apunta al cuerpo.
Oposiciones de este tipo abundan en la película de Guerín (lo que vemos en La academia de las musas es básicamente una serie de encierros y grietas, de desplazamientos y oposiciones):
Una madre -también alumna- le explica a su hija la diferencia entre la relación poeta-musa y la relación sátiro-ninfa: lo que en el primer caso tiene que ver con una configuración netamente masculina, romántica y distante, encuentra su némesis en la liberación sexual y la obediencia al deseo del segundo; esta lógica se choca con la búsqueda del propio Pinto, para quien la musa es aquella que desea y besa, a diferencia de la mujer normal que es deseada y se deja besar. Pero esta tesis surge una vez que el profesor se ve atrapado, ahora no sólo por la palabra, sino por las interpelaciones de su esposa al enterarse del viaje a Nápoles junto a la chica rubia: “aquí algo se ha roto”, dice ella. Es precisamente en ese momento cuando la realidad salta el filtro de vidrio que le impedía el paso y aparecen las grietas. La cámara está adentro, la intimidad de la pareja se ve amenazada, la teoría entra en crisis. Lo mismo hace Guerín cuando, elipsis mediante, le pone rostro al chico de internet y lo ubica en una habitación junto a la chica rubia. Allí la cámara también se mete, y lo que gana protagonismo en ambas escenas no es la palabra sino el silencio de lo real, de lo cercano, de la apariencia como obstáculo.
Un último duelo encuentra a la alumna-amante y a la esposa, representando esta última al pasado que cuestiona el hecho de verse despojado, en oposición al presente de la primera que mueve e inspira. Pero para confirmar un límite que parece imposible de sortear -que es de ellas más que de la película-, Guerín las ubica con inteligencia otra vez detrás de un vidrio, y es el silencio termina ganando de nuevo la partida. El mismo silencio que sobre el final agrega una capa más al diálogo que el profesor y la madre-alumna mantienen en el interior de un auto (ahora detenido): una lluvia espesa cubre el parabrisas y borronea las siluetas de los personajes. Ya no hay palabras que escuchar.
Sin embargo, dentro de esa estructura cerrada, dentro de ese orden numérico dado por el lenguaje y el tiempo (a lo largo de toda la película carteles negros informan el paso cronológico de los días y los meses) y del cual parece imposible librarse, Guerín encuentra un espacio de libertad. ¿Dónde lo encuentra? En la única chica que jamás aparece detrás de ningún vidrio, en la única chica que ensaya otras formas, que intenta una apertura de las mismas. Carolina es la única mujer que tiene el pelo corto, es la única que escribe versos en rima libre, es la que aparece, sobre el final, en último lugar, en el último plano, no porque sea menos importante, sino porque es la que está más alejada del profesor en cuanto sus procedimientos, y al mismo tiempo es la que mejor representa esa idea de la musa nueva y libre, de la musa que desea y besa, de la musa que se mueve, planteada por el propio Pinto. Carolina es el personaje que más se parece al cine de Guerín, y el director catalán lo sabe. Por eso elige quedarse con ella; porque en los versos atonales y arrítmicos de Carolina (que nunca llegamos a leer, ya que toda forma que no apunte a una clausura narrativa será objetada en la película), en su propuesta de romper con la palabra como espacio cerrado, como estado ideal que sólo puede ser alcanzado por la armonía del lenguaje, encuentra el reflejo exacto de sus ensayos cinematográficos, de sus docu-ficciones que todo el tiempo intentan deformar -o borrar- los límites de lo real y lo ficticio. Más que una experiencia pedagógica, La academia de las musas es un ejercicio de la libertad, una posibilidad para la ruptura, una línea de fuga.
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