Como es habitual dentro de su filmografía, Albertina Carri inviste con Las hijas del fuego el afán de documentar épocas, heridas, búsquedas. En este caso la del feminismo en su lucha por lograr que las mujeres seamos dueñas de nuestro cuerpo como derecho primero. En boca de su personaje alter ego, se retrotrae a la década del 60 –un caldo de cultivo cuyos frutos resurgen hoy más fuerte que nunca en nuestra historia– para repensar las problemáticas de género que se bifurcan en dos: por un lado, el de la identidad de género, que tiene que ver con la aceptación de las diversas sexualidades; por otro, la taxonomía de los géneros cinematográficos, concretamente el porno. Ambas vertientes son parte del mismo grito de liberación, porque la estética es política y la forma de mostrar encarna un discurso en sí misma; la forma en que el porno representa los cuerpos, concretamente el de las mujeres, es de especial interés para ese planteamiento feminista que discurre a lo largo de la película.
La extensión de un cuerpo de agua, pájaros, viento, montañas, la carretera que promete el viaje y la transición: todo remite a la búsqueda de libertad y el abrazo a lo salvaje. Con un argumento de escuetas líneas en el que una pareja de mujeres emprende un viaje al que se sumarán otras, todas en busca de lo mismo: la libertad sexual que pretende la ruptura de esa opresión que exige la monogamia heterosexual burguesa y patriarcal del capitalismo, donde la norma de sexualidad es reproductiva y se encuentra restringida al ideal de familia, y donde la energía sexual femenina se encuentra reprimida. Ante esa represión quedan dos caminos: la neurosis o la revolución. Carri elige el segundo, poniendo a sus personajes en el ámbito familiar al tiempo que una orgía se desenvuelve con naturalidad; con la misma naturalidad con que los personajes tienen sexo en una iglesia mientras de fondo suena Morricone con la canción principal de Érase una vez en el oeste (Sergio Leone, 1968), tonada que se mueve entre la melancolía y lo épico. Ese es el epicentro de la batalla contra las instituciones tiránicas.
El discurso en off que acompaña a las imágenes no es menos vehemente que éstas. Las reflexiones se mezclan con tonos tan poéticos como rabiosos, con palabras que además de cavilar crean en sí mismas imágenes revueltas.
El momento perentorio sucede en la escena de imágenes ralentizadas del personaje alter ego –la directora que busca filmar una porno– cuando es tomado mientras desciende de un barco elucubrando las líneas de problematización que encarnará la película de Carri: “Algunas cosas nunca cambian, a pesar del tiempo. La milicia y el clero como lógicas que no tienen solución. Mismos trajes, mismos nombres, cargando una historia de frontera y represión”. Esa frontera se construye pensando el cuerpo de la mujer como territorio en sí mismo. Es el cuerpo el campo de batalla donde se libra la lucha independentista contra el modelo falocéntrico, machista y opresor. El cuerpo, como sitio, es el primer bastión de revolución. Y en ese sentido, la forma en que se lo representa es fundamental: “El problema nunca es la representación de los cuerpos, sino cómo esos cuerpos se vuelven paisaje y territorio frente a la cámara. […] Hay algo del goce que es irrepresentable. No hay modo de crear un verosímil. ¿Qué cuento cuando cuento porno? […] ¿O la pornografía es solo la objetivación de los cuerpos? Si la subjetividad de esos cuerpos no es destruida, ¿dejan de pertenecer a ese género?”
Estructurada en forma de ensayo, por momentos la búsqueda del personaje alter ego hace que esa road movie pornográfica se tiña, además, de cierto semblante documental, donde el devaneo de los protagonistas es acompañado para documentar el proceso creativo en que interfiere la búsqueda y el planteo estético que, al mismo tiempo, son encarnados por la película que los representa –la de Carri–. Un relato que se sostieneprincipalmente en largas escenas de sexo, como si no hiciera falta decir o hacer más nada, sino más bien sólo mirar, porque la mirada lo es todo, supeditando la narración a la pulsión escópica, voyerista. Perversión que sustenta al cine. El cuerpo, su mostración y ese goce que es irrepresentable se vuelven protagónicos en detrimento de una trama clásica sostenida en actos, acción y fines definidos.
El cine clásico, el mainstream, se configura con una puesta en escena formal que refleja la ideología dominante del patriarcado, donde el placer visual es el medio para producir satisfacción. La base erótica es mirar a otra persona en tanto objeto y las imágenes dominantes de las mujeres en nuestra cultura están enteramente creadas y controladas por hombres. La mirada determinante del varón proyecta su fantasía sobre la figura femenina, la cual es codificada para producir un impacto visual erótico. Es en base a ella que se crean modelos de representación canónicos sostenidos en el “ideal de belleza”. Carri pone su cámara al servicio de todo tipo de cuerpos, pero más allá de eso, lo interesante es que quita la espectacularización de la victimización sadista del cuerpo femenino. Los cuerpos se muestran generalmente fragmentados, con planos detalle que se enfocan en la piel y los encuadres, y la forma de ser filmados deja a esos cuerpos lejos de ser tenidos por objetos eróticos para el espectador, impidiendo que, como sucede en el porno propiamente dicho, el espectador se mimetice con el cuerpo de la mujer en pantalla, que comparta su goce. Lo que le importa es el mostramiento del goce de esos cuerpos en pantalla, un goce que no es incitación a ser compartido con el espectador, un goce particular, subjetivo, inalcanzable y hermético. Uno que deja de ser show para ser carne. Precisamente ese protagonismo del cuerpo en detrimento de la trama –la narratividad clásica–, es lo que mantiene el hiato que une a Las hijas del fuego con el porno.
Carri propone una reflexión sobre las taxonomías, sobre las normatividades que encasillan para generar tranquilidad, y asimismo Las hijas del fuego pasa de ser fácilmente catalogable e incluso, para algunos sectores, digerible, ya que no busca complicidades sino ser reflejo de una era, grito de una lucha, escupitajo de libración.
Las hijas del fuego (Argentina, 2018). Guion y dirección: Albertina Carri. Fotografía: Inés Duacastella, Soledad Rodríguez. Edición: Florencia Tissera. Elenco: Disturbia Rocío, Mijal Katzowicz, Violeta Valiente, Rana Rzonscinsky, Canela M., Ivanna Colonna Olsen. 115′
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