logo-BAFICI-810x582Ahora que terminó el 17° BAFICI, que cada cual recordará a su manera, uno puede pensar un poco más tranquilo sobre la gran marea de películas que (si tuvo suerte) alcanzó a ver en los pocos días que dura el festival. Las hubo muchas, variadas y (por lo menos en mi caso) casi todas entre buenas y excelentes.

Lo que permite la (ligera) perspectiva de algunos días después es justificar ciertas relaciones entre las diferentes películas que va viendo. El cine argentino es, se sabe, uno de los centros del festival y al encontrarme con algunas de las películas que se proyectaron, volví a percibir ciertas ideas cinematográficas que el cine nacional viene desplegando y que su concentración en el festival permite trazar de forma más clara. Esas ideas marcan, creo, los límites de cierto cine.

Eso no quiere decir que no haya habido excelentes películas argentinas en el festival, obras inesperadas o placenteras, nuevas o logradas. Pero así como hay ciertas tendencias en la realización de cine, también hay tendencias en la crítica argentina: en general uno termina escribiendo sobre lo que le gustó. Es lógico y entendible, pero puede resultar, en definitiva, limitante. De más de una función salí rodeado de gente que estaba enojada, aburrida, indignada con lo que acababa de ver, pero a la hora de buscar los textos descubro que quienes terminaron escribiendo sobre esas películas fueron precisamente aquellos (minoritarios) a quienes les gustó la película y tenían algo para decir sobre ella. A medida que el festival se aleja en los días del pasado, esa reacción espontánea se pierde y lo que queda en la eternidad virtual son las miradas positivas. Lo que termina quedando son puras loas.

Una de las razones por las que uno escribe crítica de cine es por la necesidad (un tanto inespecífica pero persistente) de intervenir en lo que podríamos llamar la esfera pública del cine. A diferencia de lo que hacen suponer muchos prejuicios, un crítico no escribe para gritar su propia opinión a los cuatro vientos, sino para intervenir en lo que idealmente podríamos definir como un intercambio de puntos de vista, una discusión, un debate en torno a un campo que amamos y consideramos fundamental: el cine.

Dicho esto, acá van algunas impresiones e ideas sobre ese cine que se hace acá.

incendioIntimismo

Más allá de lo que se pueda decir sobre las virtudes y defectos de ciertas películas, tengo la sospecha de que su problema no es tanto la película misma sino que uno las mira desde lo que podríamos llamar una desarrollada intolerancia al intimismo. Después de más de una década de Nuevo Cine Argentino, hay ciertas ideas y ciertas formas que no solo ya dejaron de ser nuevas (y, por tanto, interesantes) sino que se volvieron francamente cansadoras. La idea que rige estas películas parecería ser la de que una película es interesante en tanto y en cuanto es íntima/auténtica. Esta idea de intimidad desarrolla ciertos síntomas: concentración del espacio temporal (suelen transcurrir en lapsos breves, en pocos lugares), una tendencia a explorar tiempos muertos (horas libres, vacaciones, épocas liberadas como la adolescencia), el trabajo con personajes que tienen la misma o menor edad que su realizador (esto es, jóvenes veinte/treintañeros o menores), una pronunciada nostalgia/melancolía, el deambular inespecífico, la atención a los detalles y, sobre todo, a los pequeños momentos.

Cada año se sigue produciendo una cierta cantidad de películas de este tipo que, más allá de que estén más logradas (El incendio) o menos (Mar), generan al final una sensación parecida. Uno puede sentir una mayor o menor empatía por la intimidad de turno, pero lo que encontramos en definitiva son películas que desde su punto de partida se plantean objetivos más bien estrechos, lo cual genera que incluso cuando la obra tiene buenos resultados en su búsqueda, lo que encuentra es irremediablemente limitado.

Un nuevo ejemplo de este intimismo limitante se dio (situación atípica) en un documental: Victoria, de Juan Villegas. Todo lo que Victoria Morán ofrecía como potencial para esta película termina perdido en un laberinto de intenciones difuso/intimistas. Si Morán ofrecía una gran voz, una personalidad que puede resultar magnética, incluso la sabiduría de un arte que respeta sus raíces y que tiene el peso de la experiencia, la película Victoria elige, en cambio, hacer foco en todo el material periférico que rodea esa voz, la cotidianeidad que sostiene la vida de Victoria Morán pero que no hace a su arte. Esta exploración de sus circunstancias se deja seducir por esa intimidad, lo cual le impide a la vez registrar la dignidad de su arte y construir un verdadero discurso sobre un estado de situación: no importa el análisis, no importa el canto, importa apenas esa cercanía como si la cercanía fuera un objetivo en sí mismo.

Sobre el final de la película, cuando Morán está realizando una entrevista y la película le permite hablar sobre su arte, la propia Morán cuenta una anécdota que resulta reveladora. Ella reconoce de forma explícita a Nelly Omar como su referente en el canto y cuenta que en los últimos años de la vida de ella la visitó e incluso le cantó. En un momento, entre consejos y observaciones, Omar le dice a Morán que debería abrir más la boca al cantar. Entonces Morán cuenta que ella tuvo un problema médico desde nacimiento, que afectaba su mandíbula y por el cual tuvo que sufrir un largo tratamiento. Cuando ella iba a contarle a Omar este historial, la vieja maestra le preguntó: “¿Eso te afectó alguna vez a la hora de cantar?”. “No”, responde Morán. “Entonces, es una excusa”.

La_princesa_de_Francia-431407905-largeAcademicismo

Más allá de lo que se pueda decir sobre las virtudes y defectos de La princesa de Francia, un detalle me resulta fascinante de la última película de Matías Piñeiro: la sinceridad prístina con la que la película ofrece las claves para su lectura. No es a partir de Shakespeare o Sarmiento (proveedores de palabras bellas que se recitan bellamente para que las bellas voces tengan algo para decir) que debe entenderse el cine de Piñeiro, sino a través de William-Adolphe Bouguereau, un pintor academicista francés que da marco, excusa y póster a la película. Ahí donde la pintura del siglo XIX se abría al mundo contemporáneo y a lo que sería la pintura moderna con la ruptura que significó el impresionismo, Bouguereau siguió pintando en la tradición refinada y reconocida de un cuidadosamente cuidado academicismo. Conocedor de su técnica y de su mercado, Bouguereau pintaba los motivos y tamaños justos para favorecer su carrera: imágenes de la mitología clásica en telas enormes que donaba a iglesias e instituciones en busca de prestigio, y pequeños cuadros cómodamente burgueses y fácilmente vendibles para el mercado que buscaba apropiarse de ese prestigio pero tenía paredes pequeñas en sus habitaciones.

Toda esta información sobre Bouguereau no viene de un conocimiento previo que el espectador pueda tener a la hora de entrar a ver La princesa de Francia (el nombre de Bouguereau fue tragado por la historia y es uno de los felices descubrimientos de Piñeiro), sino que la propia película los articula con esa ligereza característica que le permite convertirlo en chiste. Pero antes del chiste viene la información que era necesario proporcionarle al espectador. Y con esa información viene un cuadro (en forma de postal) que sintetiza el argumento de la película: un fauno en el bosque tironeado por ninfas lujuriosas. El propio Piñeiro equipara su obra a la de Bouguereau: un trabajo detallado, cuidadoso, que busca sus motivos (y refugio) en una tradición lejana, que sabe venderse con su encanto amable. Un arte que corretea por los bosques de la belleza, y no busca ni exige nada más.

hugo santiagoAlgo parecido podría decirse de El cielo del centauro y su relectura de Cándido López como la última y más nacional variante de la idea del arte como torre de marfil. En este caso, la torre que construye la película sigue las ideas de algo que alguna vez fue moderno y que hoy es institución: Borges y un recorrido por los barrios porteños, en los que no se ve un edificio de más de tres pisos. Si bien es innegable que Piñeiro tiene un poco más de encanto que Santiago y utiliza operaciones un poco más complejas (ese tono sepia con flores de colores), las operaciones se parecen.

Exotismo

Más allá de lo que se pueda decir sobre las virtudes y defectos del cine de José Celestino Campusano, contiene siempre una cualidad que es innegable: su cine surge desde un lugar diferente, no se rige (ni para seguirlas ni para buscar quebrarlas) por las reglas de cómo se supone que debería ser una película. Esa cualidad le confiere siempre la capacidad de generar, por lo menos, una cierta incomodidad en el espectador; siendo como somos animales adiestrados en lo audiovisual, el cine de Campusano nos recuerda que el cine puede ser también otra cosa. En el mundo de la homogeneidad globalizada, esa cualidad lo destaca. Sin embargo, si no aceptamos como axioma la idea de que lo que es diferente ya, por el solo hecho de ser diferente, es bueno, podemos permitirnos indagar un poco más en el cine de Campusano.

De Fango a esta parte, una cosa viene resultando evidente: todo aquello que hace a Campusano diferente no es una cualidad buscada de forma consciente. Campusano filma como filma, filma como puede y de un tiempo a esta parte viene pudiendo filmar de forma cada vez más prolija. La prolijidad no es tampoco un desvalor en sí misma, pero va carcomiendo esa diferencia que hacía seductor su cine. Se ve, por ejemplo, en la tan repetida frase de que en las películas de Campusano los actores “actúan mal”. El cine de Campusano está lejos del supuesto “contacto directo con lo real” que algunos quieren adjudicarle como una especie de virtud mágica que tendría el director por provenir y filmar en el conurbano. Campusano filma con un grado de artificialidad enorme, no menos enorme que cualquier otra película que se pretenda realista. Su particular artificialidad lo lleva a trabajar con parlamentos antinaturalistas, con actuaciones duras, muchas veces con actores no profesionales. De un tiempo a esta parte, su cine viene estando cada vez más poblado de “actores”, que con su oficio más pulcro pierden algo de lo que Campusano le supo sacar, por ejemplo, a Oscar Génova.

El problema con Placer y martirio no es que Campusano haya dejado de filmar en el conurbano e intente retratar ahora a la clase media alta, sino el hecho, muchos más básico, de que no consigue crear personajes que escapen al estereotipo más grueso. Gran parte de la vitalidad del cine de Campusano era la vitalidad de sus personajes, que a pesar de poder caer en ciertas categorías generales, escondían siempre recovecos inesperados, dignidades o incluso indignidades que los construían como seres complejos (como, por ejemplo, el gran Calavera de El perro Molina, un cafishio duro que puede llorar lágrimas auténticas por una mina que no le da bola). Los personajes de Placer y martirio actúan con la lógica de un prejuicio, no con lógicas propias. En el mejor de los casos, la película podría servir como un registro del prejuicio de clase, solo que esta vez retratado de abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo, como ocurre casi siempre.

placer-y-martirio-posterEs precisamente ese prejuicio el que anula una de las supuestas virtudes que algunos encuentran en la película: la de la crítica a la clase social alta. El prejuicio es tan grueso, los personajes se parecen tanto al absurdo que la crítica carece de sentido. Nadie podría sentirse identificado por los personajes de Placer y martirio; creo que a nadie podría identificárselo con ellos. Para servir de algo, una crítica tiene que apuntar a algo real. De lo contrario, no funciona más que como registro de un prejuicio.

En el extremo opuesto, los defensores de la última película de Campusano hablan de un supuesto sentido del humor que estaría expresando el director en su obra. Creo que no hay que analizar demasiado para entender que ese sentido del humor no es tal, o por lo menos no es intencional. El tono de Placer y martirio es siempre grave; su lógica y sus acontecimientos buscan ser siempre serios. Se supone que sus personajes expresan algo real, algo lógico que se va desarrollando a lo largo de la película. La distancia que supone ese humor no la aporta la película, sino esos espectadores que, desde una perspectiva posmoderna, entienden que la única forma de entender esa lógica es desde la ironía. Campusano, por el contario, desconoce la ironía. Es una de sus grandes virtudes.

Presenciar en vivo y en directo el nacimiento de una figura kamp (en el sentido originario de este término: una sensibilidad que se apropia desde la distancia de algo que se suponía que era serio) resulta por lo menos incómodo. A estas alturas, ya Campusano es un nombre y, en el pequeño circuito que es el mundo del cine argentino, un gran nombre. Nadie sale indemne de ese proceso. A Campusano esa institucionalización le ha servido para que su cine crezca (no necesariamente en virtudes ni en difusión, pero sí por lo menos en producción y prestigio), al medio esa institucionalización también le ha servido: ahora cuenta en su repertorio con una figura incorrecta.

Foto del encabezado: Marcos Vieytes.

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