Bitter Lake es, entre muchas otras cosas, una película sobre el paso del control político al control financiero del mundo en 1973. Afganistán sirve como territorio geopolítico desde el cual contar esa historia, que es la del mundo en que vivimos desde hace cuarenta años. Cuando una funcionaria de Ronald Reagan con la cara desfigurada por la cirugía plástica, que no se debe a la necesidad de reparar sus rasgos debido a heridas de guerra, cuenta cómo entró en contacto con los grupos rebeldes de donde saldría el hombre más buscado por EE.UU. -Osama Bin Laden- para proporcionarles armas dice, literalmente, «que el Dios de ellos es el mismo que yo venero».
Las declaraciones a la prensa de los líderes árabes durante la crisis del petróleo son uno de esos momentos en los que el teatro de la Historia se vuelve más dramático que cualquier ficción. Estas empalidecen ante la potencia, a menudo siniestra de lo Real, a la vez que sus artificios –sus invenciones o, si se quiere, sus mentiras- destinados a distraernos encuentran allí al menos una de sus razones de ser: recordarnos que todo podría ser peor sin ellas.
También hay momentos divertidos: un hombre de negocios inglés explicando durante un largo rato cómo calculan el tiempo los saudíes para terminar confesando que no tenía idea de qué hora era en ese momento. O los tres intentos fallidos de asesinar al primer ministro afgano por parte de los rusos, que incluyen un francotirador que falla porque la caravana de autoridades avanza a demasiada velocidad, una lata de Pepsi que toma el sobrino del objetivo, y una cena también envenenada que, al fin, es ingerida por quien debía morir (según la URSS). Lástima (para los victimarios) que no le avisaron del plan a dos médicos –también rusos- que andaban por ahí y, juramento hipocrático mediante, lo salvaron.
Por otra parte, esta película contiene la situación más perversa que creo haber visto: a una nena mutilada de no más de ocho años le piden que ofrezca una flor a un hombre mientras es filmada no se sabe exactamente por quienes. Desde una camilla, enyesada y con varias extremidades menos, mira a sus interlocutores con el único ojo sano que tiene, sin demasiada capacidad de reacción. A su alrededor, todos son obsequiosos con ella, lo que hace todo más intolerable. Es algo así como una contraescena de las ejecuciones que los talibanes filman y propagan, un contraterrorismo simbólico que abusa de la niñez y vacía de sentido la representación de la vida.
«Afganistán nos ha revelado el vacío y la hipocresía de muchas de nuestras creencias. Y aquello que pudiéramos estar trayendo de allá también está poseído por fantasmas muyahidín, mostrándonos que, en el fondo, no creemos en nada», dice la voz en off de Adam Curtis media hora antes del final, sugiriendo efectos similares entre la invasión de Afganistán por los países occidentales y la que precedió a la caída de la URSS. La «ilustración» llevada a cabo por una chica occidental sobre el sentido del mingitorio de Duchamp en el contexto de esta nueva evangelización laica es, por decir poco, absurda.
Como corolario de todo esto, aparece ISIS, explicado por los persistentes conflictos entre fuerzas árabes y occidentales, así como por el wahabismo, una corriente islámica que pretende retrotraer las condiciones de vida actuales a las del siglo VII. La película cierra con ellos. Luego de explicar quiénes son y por qué han resurgido, después de ser masacrados por el rey saudí en la década del ‘20 del siglo pasado tras usarlos para llegar al poder, se vale de la figura del fantasma para dar cuenta del accionar terrorista y el efecto terrorífico que están teniendo en el imaginario occidental.
Curtis se vale del océano que actualizaba alucinaciones en los astronautas de Solaris, de Andrei Tarkovsky, para indicar la estrecha relación de todas las partes en el mundo globalizado. «La experiencia de Afganistán nos ha hecho empezar a darnos cuenta de que hay algo más ahí fuera, pero no tenemos el aparato necesario para verlo. Lo que se necesita es una nueva historia. Una en la que podamos creer.»
Bitter Lake (Reino Unido, 2015), de Adam Curtis, 136′.
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