*Un cortejo de hombres avanza atravesando el País Vasco. Un carruaje que va llevando a tres hombres escoltado por un número de soldados impreciso, pero desmedido. La imagen proyecta dos ideas que parecen entrar en colisión: por un lado, la idea de avance, de un grupo que va a conquistar un territorio; por el otro, la amenaza que se percibe de la guardia que protege a los tres hombres. El fuego y las 77 muertes a las que se hace mención dan la idea de una tierra arrasada al paso de esos hombres. El carruaje, los tres hombres vestidos de negro que parecen extrañados de ver solamente mujeres en el camino, son la personificación de la muerte. Pero también de ese miedo innombrable que se aparece ante el juez mientras observa, en la primera escena, los cuerpos de las mujeres quemándose en la hoguera: “Si solo fuera un sueño, ¿tantas mujeres podrían tener el mismo sueño?”.

*La misma dualidad se repite a lo largo de Akelarre. Los jueces y los soldados arriban a un espacio en el que solo hay mujeres –los esposos, padres, hermanos, han partido por el mar en busca de la pesca que les permita la subsistencia-. En el contexto de esa Inquisición que no se dice por su nombre –en la intención de universalizar el hecho como una repetición histórica-, la llegada de esos hombres se percibe como una cacería. Pero no una cacería a campo abierto y en el que los cazadores deben enfrentar el riesgo de cruzarse con sus presas, sino una suerte de coto de caza cerrado en el que todo se convierte en un trámite. Los soldados son como los mastines que corren hasta atrapar su presa y llevarla al amo. El amo, en este caso, es una entidad bifronte: un cuerpo único con dos cabezas, una la que representa al reino de la tierra, la otra la que representa al reino de los cielos. La lectura que traza sobre ellos el comienzo de la película, coquetea con las formas del western pero sosteniendo en esos tres personajes la dualidad entre héroe –el que viene a reinstalar el orden perdido en un pueblo- y villano –aquel que viene a arrasar con el pueblo para instalar su autoridad por la fuerza. Es el momento en que van a buscar a las mujeres acusadas que esa dualidad se difumina definitivamente.

*En un lugar donde solo hay mujeres, ¿quién las acusa por un supuesto acto de brujería? ¿Quién las ha visto ir hasta el claro del bosque y cantar una canción tradicional para luego denunciarlas? La decisión de Akelarre de obviar esa instancia implica restarle importancia y hasta poner en duda la existencia de una delación. Lo que interesa son los mecanismos que se ponen en funcionamiento a partir de ella y la forma en que revelan la ausencia de justicia, en tanto las decisiones ya han sido tomadas incluso antes de llegar al pueblo. En todo caso, el mecanismo de delación es uno de los elementos que usan los acusadores contra las acusadas para desvirtuar cualquier posible lazo de unión y lograr que cada una confiese lo que se necesita. Es interesante ver que al comienzo esa estrategia parece dar frutos, cuando interrogan a cada una por separado y le señalan qué es lo que supuestamente dijo otra inculpándola. Es en ese momento en el que Akelarre comienza a transitar un camino en el cual el pasado en el que transcurre la historia que cuenta pasa a ser solamente un punto de referencia para hablar del presente.

*Akelarre no habla sobre la cacería de brujas, sino que es la forma que elige para hablar del presente de una forma que parece elusiva y metafórica pero que progresivamente va mostrando sus lazos con el siglo veintiuno de manera más directa. Más que eso, parece estar observando las formas que adopta la contraofensiva de la sociedad patriarcal ante el movimiento de las mujeres que claman por sus derechos. Como los femicidas, el juez inquisidor sale a cazar y a eliminar a aquellas mujeres que se resisten a encorsetarse en la estructura social (“Estamos combatiendo a una secta satánica”). Las atrapa, después busca las pruebas –dos días- y dicta la sentencia –al día siguiente. Akelarre no habla del pasado, sino del mundo actual, en donde la condena rápida y la carencia de pruebas son la habitualidad para sostener como sea la estructura del mundo capitalista. “Si no las detenemos a tiempo, estas brujas perversas van a invertir el orden del universo” dice en algún momento el juez, cifrando en esa línea de diálogo su cruzada y a la vez su propio miedo y dejando en claro el cariz revolucionario de eso a lo que se enfrenta. “Los hombres le temen a las mujeres que no les temen” dirá más adelante una de las viejas mujeres del pueblo, resumiendo desde otro lugar lo que en verdad está ocurriendo.

*”Me has contado los hechos, pero no la verdad”, le dice el juez a Ana, una de las detenidas. La diferencia entre el relato que hace Ana y “la verdad” es lo que quiere escuchar el juez, aquello que ratifique lo que piensa. “La verdad” se vuelve entonces un contenido imaginario que la película ratifica cuando pone en pantalla el relato de lo ocurrido en el bosque por parte de Ana. Su relato es una variación imaginaria, una fantasía, que toma elementos de lo real para adecuarlos a la necesidad del oído del otro (antes les dice a sus compañeras de infortunio que el juez “quiere saber más, hay que decirle lo que quiere”). Ese desfasaje entre el relato oral y lo visual –que además plantea la dicotomía entre la realidad centrada en lo visual y lo imaginario en lo verbal- establece el único punto de contacto en el que ambas partes pueden establecer una suerte de diálogo. El acercamiento implica la reafirmación del componente acusador como imaginario, centrado específicamente en la cabeza del juez. Pero también reafirma la distancia entre unos y otros universos que se desconocen mutuamente y que en el proceso llevan a la inversión de los roles: si las mujeres dudan, no saben qué es lo que está ocurriendo en principio, pueden establecer una estrategia de defensa conjunta que supere las torturas individuales y pueden llegar al punto de ver en el juez al propio Lucifer –como dice Katalin, al verlo en la noche asomarse a la celda y auscultando el rostro dormido de ese enigma que para él es Ana. En cambio, el juez que está convencido de las brujerías, parece sumergirse a partir del relato de Ana en las dudas y en la tentación que implican asomarse a aquello que quiere ver, aún a costa de sus propias debilidades.

*Esa distancia entre el juez y las mujeres queda remarcada por el lenguaje. Las mujeres deben efectuar su confesión o enfrentar el interrogatorio hablando en castellano. Es, para ellas, el idioma del conquistador. El vasco original es el idioma de la liberación en tanto el conquistador no lo entiende, lo desprecia, lo considera un lenguaje de bestias (y allí hay otra mirada hacia el presente respecto de la siempre buscada independencia del País Vasco). Para el conquistador, lo que no se entiende, lo que no adhiere al lenguaje propio, no solamente no es civilizado, sino que es un elemento conspirador contra el propio sistema. Atacar lo que no se puede entender. Lo que no se puede entender se vuelve demoníaco, desestabilizador, disolvente. Una canción tradicional en un idioma que no se entiende, se vuelve una invocación al diablo. Un estribillo reiterado una y otra vez se vuelve peligroso porque como dice el escribiente Salazar, “puede repetirse hasta el infinito”. O lo que es lo mismo: no hay manera de acallarlo.

*La secuencia del segundo interrogatorio a Ana es el centro del relato no solamente porque la pone frente al inquisidor y con la posibilidad de narrar su historia para ganar tiempo –en una referencia elíptica pero nada inocente a Scherezade y los cuentos de Las mil y una noches– sino porque es allí donde la dimensión del relato se trastoca. La decisión de tomar el rostro de Ana de frente ocupando el centro de la pantalla, despoja al personaje del contexto, disolviendo el tiempo histórico en el que transcurre el relato. El cambio al borde de lo imperceptible en el lenguaje utilizado y en la gestualidad del personaje, rompe definitivamente con aquello que lo ataba al pasado y lo sitúa definitivamente como parte de un continuo presente. Pero también la construcción de toda esa secuencia casi como una sucesión de planos y contraplanos, está planteando el discurso que escuchamos desde una alternancia de registros subjetivos que revela no solo las reacciones de una y otro, sino que pone al espectador en la necesidad de situarse en esos lugares. No es un discurso que vaya de un personaje al otro, sino que va desde ellos al espectador del otro lado de la pantalla, poniendo en juego su propia posición, incomodando su perspectiva para incluirlo en el relato. Lo que entiende en esa instancia Akelarre es la necesidad de romper con la distancia establecida por el tiempo histórico, y por la pantalla, para que la película se plante hablándole a ese afuera que se resiste a contaminarse con el adentro que se muestra. En esa ruptura con el tiempo del relato es que se cifra la verosimilitud de la resolución de la historia.

*La puesta en escena del supuesto Sabbat de las brujas –eso que como le explica el escribiente Salazar al sacerdote del lugar, nadie puede describir porque nadie lo ha visto- no solamente funciona como proyección imaginaria del juez, decidido antes que llegar a un veredicto, a resolver el misterio –que para él no es más que el misterio de la mujer- aunque se vislumbre como el fuego que lo puede consumir. Ese es el momento en el que se produce la inversión definitiva de los roles. Mientras las seis mujeres permanecen juntas –estar unidas por los grilletes les permite entender que en la misma limitación está su poderío: actuar en sincronía-, aquella cabeza bifronte se desarma. El cuerpo del conquistador y del dominador, que antes era juez, escribiente, torturador y fuerza policial, pierde la cabeza y se paraliza. Se reduce a acciones individuales pero que al descentralizarse de un poder de decisión, pierden capacidad de acción, e incluso muestra las contradicciones que hay entre sus miembros. La huída de las mujeres hacia el acantilado parece retrotraer la escena al comienzo: en un espacio limitado, una manada de hombres que ya solo accionan por un instinto plenamente animal –la presa se ha escapado de sus manos- parecen tenerlas definitivamente rodeadas. Pero lo que podría parecer una cita a Thelma & Louise, se resignifica nuevamente cuando el idioma común de las mujeres, de un lado y del otro de la línea de los soldados, permite encontrar una posible escapatoria. La voz de las mujeres, como el estribillo de esa canción que cantan, podrá seguir sonando ahora hasta el infinito.

Calificación: 7/10

Akelarre (España/Argentina/Francia, 2020). Dirección: Pablo Agüero. Guion: Pablo Agüero y Katell Guillou. Fotografía: Javier Aguirre. Montaje: Teresa Font. Elenco: Amaia Aberasturi, Alex Brendemühl, Daniel Fanego, Garazi Urkola, Yune Nogueiras, Jone Laspiur. Duración: 90 minutos. Disponible en: Cine Ar, Netflix.

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